Mientras preparo el veneno
De todas la formas de morir involuntariamente, la química ha sido de las más usadas De la cicuta al polonio...
De todas las formas de morir a manos ajenas, el envenenamiento es un continuo en la historia del mundo. Lo sabía Massiel cuando cantaba aquello de “yo tuve tres maridos y a los tres envenené con unas cuantas gotas de cianuro en el café“. Lo supo, a su modo, una británica llamada Mary Ann Cotton que en la mitad del siglo XIX eliminó al menos a 20 familiares con arsénico: ocho hijos, siete hijastros, tres maridos, un amante y su madre. Y lo sabe ahora mejor que nadie Adela Muñoz Páez, tanto por su condición de catedrática de Química Inorgánica de la Universidad de Sevilla como por ser autora del libro Historia del veneno. De la cicuta al polonio (Debate). Este, pura inmersión venenosa, además de seguir la historia de los tóxicos per se, describe las cuitas de los vivos en cada tiempo y lugar, y consigue dejar pegado a la silla al lector con su relato de ese afán ancestral por hacer desaparecer al prójimo. Y por razones varias, resumidas en tres: poder, dinero o amor. Instinto criminal también cuenta.
Ese anhelo por conseguir lo imposible llena estas páginas, en las que se repasan desde los venenos de Estado para ejecutar a los condenados (como la cicuta empleada con Sócrates, el curare de los indios descrito por el conquistador Francisco de Orellana o el cloruro potásico del tiempo de los ayatolás en Irán) hasta el cianuro del que se sirvió, al parecer, el matemático Alan Turing para suicidarse; el talio en manos del asesino Graham Young en los años sesenta, o el polonio último de alta tecnología que mató en 2006 en Londres a Alexander V. Litvinenko, exagente del KGB.
Vean a Sócrates en el momento de ser ejecutado, contado por Platón: “Sócrates se palpó también y dijo: ‘Cuando el veneno llegue al corazón será el fin’. Pronto empezó a ponerse frío de las caderas, y descubriendo entonces la cabeza, que ya se había tapado, dijo: ‘Critón, ahora me acuerdo que debo un gallo a Esculapio’. ‘Se pagará, no lo dudes –díjole Critón– ¿Quieres algo más…?’. Pero Sócrates ya no respondió…”.
Y por medio, entre uno y otro tiempo, desfilan ensaladas de asesinatos a la carta durante el Imperio romano; la proliferación de venenos en la corte del Rey Sol durante el siglo XVII (tan usados eran por nobles y plebeyos, que se instauró un tribunal especial para investigar su uso con fines criminales); las mil fórmulas secretas de los alquimistas o las pócimas de cientos de hechiceras medievales, herederas de las curanderas de la antigüedad, que luego serían cazadas y/o quemadas. Pero también hay aquí anillos último recurso atribuidos a los Borgia; mucho amor recurrente por el arsénico (el rey de los venenos), que además fue medicina contra la sífilis y aún lo es contra la enfermedad del sueño; el cianuro, que alcanzó su récord de empleo en las cámaras de gas durante la II Guerra Mundial exterminando a miles de personas en horas, o la estricnina, asequible, que usada con maña por amantes despechadas y criadas resentidas era herramienta fetén.
Mándragora, acónito, belladona, beleño, estramonio, opio, morfina... plantas, sustancias químicas y farmacológicas, pruebas, experimentos, nombres de grandes y pequeños investigadores encerrados en sus cocinas o laboratorios, escenas del crimen, situaciones descritas todas con fruición… Un festín. Y con parada en un siglo XX brutal de manos de la ciencia unida a distintos ismos: “Veinte siglos después de la muerte de Cleopatra, al final de otra guerra, el veneno puso fin a la vida de los vencidos, aunque de una forma mucho menos poética que la elegida por la reina egipcia”. Muchos nazis se suicidaron con ayuda.
También aparece en estas páginas la España más arcaica: “No abunda la literatura sobre envenenamientos y quizá eso tenga dos causas: que aquí se haya empleado más la navaja en la liga o la tranca en la esquina. Y no está tan arraigada la afición a la literatura recopilatoria de estos sucesos… aunque entre finales del XIX y primeros del XX aparecieron en El Caso asesinatos por envenenamiento que muestran un panorama de la España de la época bastante sórdido, con sirvientas resentidas, amantes despechadas, mujeres maltratadas…”.
Casos de señoras de su casa como Josefa Gómez (1896, en Murcia) y su amante, acusado de la muerte del marido de ella y de la criada con estricnina. María Parra, ya en el XX, que asesinó por celos a su marido con una mezcla de la misma sustancia y golpes propinados con la pata de una silla. La pareja formada por Ángeles Mancisidor y Ramón de los Santos, amores juveniles que el azar junta y luego separa, casa con terceros y vuelve a reunir años más tarde (él ya viudo, ella aburridamente casada). Y deciden, tan natural, quitarlo de en medio con arsénico. Ellos se casan felices. El crimen perfecto. Pero, dos años después, él entra en una comisaría y dice: “He matado al marido de mi mujer y vengo a entregarme”. O Faustina Tavira en Guadalajara, en 1957, quien usó raticida para eliminar a su marido, Manuel Santamaría. “El 30 de junio, Faustina prohibió a la criada que tomara café en el desayuno, diciéndole que a partir de entonces solo lo tomaría el matrimonio. La criada obedeció, afortunadamente para ella, pero Manuel se sintió indispuesto nada más tomarlo…”. Murió. Ella fue condenada. Estos son solo una pequeña muestra. “El matahormigas Diluvio, cuyo principio activo era el arsénico, o la estricnina para dar bolilla a los animales que merodeaban por las fincas fueron unos aliados inestimables”.
Se cuentan las peripecias de criadas asesinas: Teresa Gómez, en Valencia, que quiso eliminar a toda competidora; María Domínguez, en Huelva, que trabajaba en la casa de un militar y tenía con él relación íntima. Mató a la señora y a la nuera de la difunta. Fue ajusticiada luego con garrote vil.
O el récord de precocidad asesina en esta categoría, en manos de una niña de 12 años apenas, Piedad Martínez, que conmocionó al país cuando mató a cuatro de sus hermanos menores en un mes, en 1965. “Usó una mezcla de cianuro presente en los matarratas y abrillantadores de metales y DDT, un insecticida clorado”. La última condenada a muerte en España también fue sirvienta, Pilar Prades, de Castellón, en 1959. Envenenó a su señora, y lo intentó con dos personas más. Los detalles de su ejecución los contó Rafael Azcona en El verdugo y los filmó García-Berlanga.
El sueño del antídoto universal (el mitridatum) en cuyo hallazgo se empeñó Mitrídates VI, que pasó a la historia por ello, no se omite tampoco en este libro. Se convirtió él mismo en investigador y cobaya. Esclavos y prisioneros para probar tenía de sobra. “Diseñó desde joven un plan para sobrevivir a los posibles envenenamientos: tomar cada día pequeñas cantidades de toxinas… un principio similar al que siglos después llevaría al desarrollo de las vacunas”, cuenta la autora. Mitrídates supo sacar partido a sus conocimientos usando distintas sustancias contra el enemigo. Entre ellas, una suerte de miel envenenada y nafta, cuyo uso descrito como “ríos de fuego” pasa por la primera referencia en la literatura a un arma de guerra química. Obtuvo un brebaje cuasi perfecto, sí (perfecto no existe), pero de nada le sirvió al rey químico porque sucedió que, cuando quiso morir, ningún veneno le sirvió y hubo de pedir a un familiar que lo degollase: “Murió con hierro el que con veneno no pudo”.
Dice Adela Muñoz, la autora, que ha dejado fuera los gases de guerra: cloro (I Guerra Mundial), gas mostaza (Rif), sarín (Irak), napalm y agente naranja (Vietnam), y los envenenamientos accidentales. “No solo los del Primer Mundo, como el de Seveso, con dioxina, en la Italia de los setenta, que dio lugar a una legislación más restrictiva en la construcción de fábricas; o en Minamata por mercurio, en la bahía japonesa homónima, en los cincuenta, que originó la prohibición de su uso, sino, sobre todo, los del Tercer Mundo, terribles y desatendidos, como el de Bhopal, en India, por isocianato de metilo, con casi 6.000 víctimas mortales. O los pozos envenenados por arsénico en Bangladesh, Chile, USA o China”.
Preguntada por otro tipo de tóxicos que no incluye, los químicos que han invadido nuestra alimentación, y de los que se ocupa otro libro reciente (Nuestro veneno cotidiano, editado por Península) de la francesa Marie-Monique Robin, dice: “Me preocupan no solo los venenos cotidianos, sino la información alarmista sobre ellos. Soy ardiente defensora del papel que la química juega en nuestras vidas, pero es evidente, es arma de doble filo. Somos los químicos y ciudadanos los que tenemos la responsabilidad de controlar sus efectos adversos”, asegura. Señala un dato incuestionable: la esperanza de vida se ha multiplicado por casi tres debido a los fármacos con los que contamos.
Además, la vida es más dulce.“A quien habla mal de la química le pido que imagine un dolor de muelas en el XIX sin más calmante que los opiáceos o una fractura abierta sin más anestésicos que el cianuro. Sin contar con que la mayor causa de muerte sigue siendo la transmisión de enfermedades por agua no potable: un poco de cloro bien usado cambiaría drásticamente la esperanza de vida en África y muchos países asiáticos”, indica. “Yo creo que un hombre debe morir en paz”, dijo Sócrates minutos antes de hacerlo contra su voluntad. Y de esta, de la voluntad, se ocupa el capítulo final, de la “buena muerte” y la eutanasia activa, a través de casos como el de Ramón Sampedro. Ahí la química también cuenta.
‘Historia del veneno. De la cicuta al polonio’, de Adela Muñoz Páez, está editado en Debate.
Babelia
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