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EL HOMBRE QUE FUE JUEVES
Columna
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¿Por qué no lo hacemos así?

Marcos Ordóñez

Veo en casa de unos amigos argentinos la película El estudiante, soberbio debut como director de Santiago Mitre, el joven guionista de la eléctrica Carancho. La película, trufada de premios, se pasó aquí en los festivales de Gijón y Lleida, donde se llevó también los mayores galardones, pero no parece previsto su estreno en salas, y debería, urgentemente: es cine auténticamente político, y entiendo por cine político aquel que no trata a su público como clientes sino como ciudadanos. El estudiante cuenta la iniciación de un muchacho ambicioso en el mundo de la política, como Ryan Gosling (Stephen Meyers) en Los idus de marzo, la no menos estupenda cinta de Clooney, que tampoco es la previsible historia de un trepa al uso: si ambas películas funcionan es porque sus autores saben que la lucha de todo héroe que valga la pena es con su propio lado oscuro.

El escenario de El estudiante es la facultad de Ciencias Sociales de Buenos Aires: la universidad como banco de pruebas, mitad crisol mitad cantera, de la escena política argentina. Dirán: ¿y a mí qué narices me importa una película sobre ese tema? Ah, esas son las películas más apasionantes: las que te atrapan por el cuello y te abisman en un mundo por el que no sentías especial interés. Durante el primer cuarto de hora predomina una cierta sensación caótica: intentar entender el baile de letras, tendencias y agrupaciones estudiantiles es tan arduo como comprender las facciones del peronismo. Mitre y Mariano Llinás (aquí en funciones de coproductor y tutor del guión) utilizan la misma estrategia de Mamet en Glengarry Glen Ross o de Sorkin (otra vez Sorkin) en Moneyball: tampoco sabíamos nada de la jerga de los vendedores de parcelas o de la compraventa de jugadores de béisbol, pero eso era el dedo y no la luna. La luna es ese lenguaje como arma arrojadiza, como moneda de cambio para obtener poder.

Roque Espinosa (Esteban Lamothe, con los ojos ávidos, duros y densos de Yves Montand) es un chaval de provincias que se introduce en un mundo de alianzas lentas y traiciones súbitas, donde hay que estar con el oído muy atento para atrapar, clasificar y utilizar la información. Lo que sabe el protagonista es lo que sabemos nosotros; nos movemos exactamente al mismo nivel, tratando de entender y estar al quite. El estudiante rebosa vitalidad y nervio, complejidad moral y narrativa, y refleja un mundo convulso con humor pero sin un átomo de condescendencia, que Mitre filma como si fuera El Ala Oeste de la Casa Blanca: acción constante, acción dramática, acción dialéctica.

Cuesta hacerse a la idea de que esos universitarios articuladísimos, ideologizadísimos, sean, como son, de ahora mismo: tienes la impresión de estar viendo una historia ambientada en una universidad de los setenta, con el mismo fervor pero con los fanatismos felicísimamente más lijados. Intenten imaginar una película con un perfil similar en nuestro cine, donde cuesta sudores de agonía encontrar personajes jóvenes que escapen del mastuerzismo agudo o el salidismo perpetuo; una película que se atreva a hablarnos, sin sermones, de pérdidas de valores, de clientelismos y cadenas de favores, de lo que nos está pasando. Por otro lado, conviene señalar que Mitre tampoco lo tuvo fácil en su tierra: el Instituto del Cine Argentino, cuenta, le negó toda subvención y tuvo que recurrir al apoyo de pequeños productores independientes. La película se rodó con un esfuerzo colectivo descomunal: casi dos años trabajando el guión, seleccionando actores casi desconocidos entre lo mejor de la escena alternativa, y rodando luego durante seis meses, a lo largo de 58 jornadas. Insisto: El estudiante ha de verse en España.

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