Un café solo frío y un cigarro negro
Le encantaban el café solo, bien cargado y frío, y un ducados entre los dedos; y así, la tertulia no tenía fin. Los toros siempre sobre la mesa, hablaba, escuchaba y respetaba, pero sus ideas eran firmes, incluso radicales, a veces, porque, por encima de todo, defendía la pureza de la fiesta frente a la decadencia de la modernidad y las tropelías de los taurinos. Miraba con ese gesto serio tan suyo, que pudiera parecer adusto, —quizá, en el fondo no era más que un tímido—, y mezclaba sus sensatas opiniones con un finísimo sentido del humor. Era un periodista de los de antes, un obseso de la noticia y amante de la noche para analizar y corregir los textos escritos con las prisas del cierre del periódico; un aficionado cabal, enamorado del toreo auténtico y exigente con el toro y el torero. Un crítico que hizo añicos los esquemas tradicionales y adobó su compromiso con un deslumbrante dominio del lenguaje. Admirado por todos y, también, vituperado por aquellos pocos que vieron en su constante búsqueda de la verdad una amenaza para sus intereses. Pero era, sobre todo, un hombre grande, un periodista admirable, una persona decente…
Otro café solo, bien cargado y frío, y otro pitillo encendido…
Pero de todo esto hace ya diez años. Joaquín Vidal (Santander, 1935 - Madrid, 2002) murió en la mañana del 10 de abril en plena semana de la preferia de Abril de Sevilla. Unos días antes, me había dicho: “Comienza tú, que yo te alcanzaré en farolillos…”. Pero no pudo ser. Joaquín, crítico taurino de este periódico desde su fundación, el 4 de mayo de 1976, se quedó para siempre en Madrid, ciudad a la que llegó con cuatro años y donde aprendió a ver toros de la mano de su padre.
Era un periodista de los de antes, un obseso de la noticia y un enamorado del toreo auténtico
Aquella tarde, la plaza de la Real Maestranza guardó un minuto de silencio en su memoria gracias a la generosidad de Pepín Liria, Antonio Ferrera y El Fandi, la terna actuante, y la Sevilla taurina recordó al crítico circunspecto que se parapetaba cada año en su abono de la delantera de palco, escudriñaba el alma de Sevilla, y esperaba que un modesto, una figura fulgurante o quién sabe si el milagro se haría presente y fuera Curro —su siempre admirado Romero— quien desplegara su capotillo junto a la barrera y llegara hasta la boca de riego veroniqueando y derrochando arte como en un sueño tantas veces repetido.
Eso fue un miércoles, y el domingo los integrantes de la Asociación El Toro invitaron a los aficionados a homenajear a Joaquín depositando una flor en el asiento número 17 de la fila 6 del tendido 10 que el crítico ocupaba en la plaza de las Ventas desde que abandonara la andanada del 8, donde siendo un niño aprendió de la sabiduría de aficionados entendidos y exigentes.
La muerte del crítico taurino de EL PAÍS fue un mazazo inesperado para todos los que, aficionados o no, esperaban cada mañana la crónica del maestro para aprender de su observación y juicio, gozar con su rica prosa y sonreír con su fina ironía y humor inteligente.
Ya no volvería Joaquín a aquel asiento venteño —inmortalizado por el fotógrafo Claudio Álvarez, solo el crítico en el tendido un día de lluvia, enfrascado en un impermeable campero verde y bajo un paraguas— desde donde corría cada tarde hasta un lúgubre garaje cercano para escribir aceleradamente la crónica de la primera edición. Sin aliento aún, cerraba la libreta, ponía en marcha el viejo Mercedes y corría a la redacción, bien entrada ya la noche, para corregir y ampliar el texto que horas más tarde llegaría a los quioscos.
Adiós a la delantera de palco sevillano, donde, curiosamente, Joaquín no vio nunca una corrida completa. La dictadura de las rotativas, en tiempos entonces que no conocían el móvil o el portátil, imponía que, muerto el quinto toro, el crítico debía bajar las escaleras a toda prisa, subir a un taxi que le esperaba en la Puerta del Príncipe y volar hacia la delegación para esbozar en pocos minutos la crónica del día siguiente. ¿Y el sexto? Una llamada telefónica deshacía el interrogante. “No te preocupes, Joaquín, no ha pasado nada”. ¡Uf…!
Adiós a Valencia, Pamplona, San Sebastián, Bilbao, Zaragoza, Guadalajara, Arganda del Rey, Cenicientos, San Sebastián de los Reyes, Zaragoza, y tantas otras plazas que visitaba cada temporada.
Al día siguiente del fallecimiento, el periódico publicaba una semblanza firmada por Miguel Mora, en la que el amigo periodista, envuelto en un mar de sentimientos, escribía que las crónicas de Joaquín estaban marcadas por una honradez a prueba de amenazas, una escritura irónica y deslumbrante, la constante denuncia del fraude taurino y la búsqueda de la verdad de la fiesta.
Fue vituperado por quienes vieron en su búsqueda de la verdad una amenaza
Solo meses más tarde, en septiembre, la editorial Aguilar editó un libro con una selección de las crónicas de Joaquín en cuya labor colaboraron Pilar, su viuda, y sus hijos José Ignacio, María Victoria y Joaquín. Juan Luis Cebrián, director-fundador de EL PAÍS, escribió en el prólogo que Joaquín había sido “un renovador de la prosa castellana y un ejemplo irrepetible, digno de imitar, de honestidad periodística y fibra literaria”. Por su parte, Juan Antonio Arévalo, ex senador socialista, destacaba que “los artículos de Vidal eran auténticas piezas maestras del arte de escribir en la que se unía un profundo conocimiento de la verdadera tauromaquia con la más genial prosa salpicada de sutileza, gracejo y dotes de observación”.
Posteriormente, la Asociación El Toro de Madrid promovió la colocación de un azulejo en la entrada al tendido 10 de las Ventas en el que figura la siguiente inscripción: “Desde este tendido ejerció su magisterio el periodista Joaquín Vidal. La afición, agradecida. Abril de 2003”. Asimismo, editó un libro titulado Con su permiso, don Joaquín, recopilatorio de algunos de sus escritos más sobresalientes.
Por último, el Premio Taurino Luis Mazzantini pasó a denominarse Premio Nacional Universitario de Tauromaquia Joaquín Vidal por “su intachable e íntegra trayectoria”.
Es evidente que el fuerte compromiso del crítico dejó una huella indeleble.
Días después de la muerte del maestro, tomé café con Pilar, su viuda, también tristemente desaparecida. “Joaquín me encargó que te entregara este bolígrafo con el que él escribió muchas crónicas”.
Han pasado diez años ya. El hueco sigue ahí, pero el mejor homenaje a Joaquín es que su legado está presente en el periódico: se sigue escribiendo de toros, no con el bolígrafo de Joaquín —por respeto— ni con su maestría, pero sí en la búsqueda permanente de la pureza y la integridad de la fiesta.
Babelia
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