“Dylan es paradigma del artista moderno”
El escritor Enrique Vila-Matas y el crítico Marcos Ordóñez entablan una conversación literaria a raíz del nuevo libro del primero, 'Aire de Dylan'
En Aire de Dylan, la nueva novela de Enrique Vila-Matas hay un escritor fracasado y sin nombre que conoce a un adolescente parecido a Dylan que quiere fracasar, y una muchacha misteriosa parecida a Scarlett Johansson, y un escritor muerto y todavía más misterioso llamado Lancastre que infiltra memoria en el cerebro de su hijo, y una madre terrible, y la historia de Hamlet puesta al día, y un viaje a Hollywood que acaba siendo un viaje cósmico, y muchas, muchas cosas más.
Marcos Ordóñez. Lo que no hay, diría yo, es una “sátira de la posmodernidad”, como afirma la contraportada.
Enrique Vila-Matas. Eso fue un malentendido. No me he propuesto satirizar nada. En la literatura (y en la vida) acepto todas las tendencias, salvo, claro está, las totalitarias. Intento mantener una apertura mental extrema. Lo que sucede es que Vilnius, el adolescente, se enfrenta a la visión literaria de Lancastre, su padre muerto, por imperativos de la edad. Y eso es lo que ha dado en bautizarse con el ambiguo término de “posmodernismo”.
M. O. Cito elementos de la panoplia de Lancastre: “heterónimos, cambios constantes de piel y de personalidad, juegos literarios, ficciones presentadas como hechos reales, mezcla de géneros, reinvención de citas de otros autores, humor juvenil…”. ¿Sigo?
“Es múltiple
E. V.-M. Hace poco me preguntaron si me identificaba con el narrador, el escritor que quiere dejar de escribir, y contesté que me identificaba con Lancastre, con el escritor muerto. En Lancastre no hay sátira de una corriente literaria sino algo que suelo practicar: ponerme en cuestión, reírme un poco de mí mismo. Me gustó cómo lo hizo Coetzee en Verano, donde se contemplaba, muy humorística y duramente, a través de los ojos de los distintos testimonios de una serie de narradores.
M. O. Nabokov parece muy presente en Aire de Dylan, sobre todo el Nabokov de La verdadera vida de Sebastian Knight: por el humor, por la inventiva, por las historias como muñecas rusas, y por ese continuo juego del ratón y el gato con “lo biográfico”.
E. V.-M. Hay una cita muy explícita de ese gran libro en las últimas páginas: es la idea de que no hay nada menos autobiográfico que una autobiografía. Las memorias apócrifas de Lancastre, que Vilnius y Deborah y el narrador intentan escribir, son más verdaderas que una autobiografía real.
Una autobiografía es lo menos autobográfico que hay” Enrique Vila-Matas
M. O. Es muy sugestivo ese juego de tensiones entre Vilnius y Lancastre, un posible Vila-Matas joven cuestionando a un posible Vila-Matas maduro, y subrayo lo de “posible” para huir de las trilladas identificaciones.
E. V.-M. Hay algo de mi adolescencia, por supuesto, en ese Vilnius que quiere hacer cine y teatro y quiere ser auténtico, cernir y atrapar su propia alma, pero también de miles de adolescentes más. En el dibujo de Vilnius hay una cierta nostalgia de la genialidad perdida, de esa genialidad que casi todos tenemos entre la infancia y la adolescencia y que luego se aletarga o se esfuma.
M. O. El icono que une a Vilnius y Lancastre es Dylan, que aquí aparece como el “Gran Escurridizo”, múltiple e inaprensible, tal como Todd Haynes lo retrató en I’m not there…
E. V.-M. Julie Bennett lo definió muy bien cuando dijo que “la gran fuerza de Dylan ha sido no estar nunca donde se le esperaba”. Ese es su secreto. No solo es múltiple en su obra: en su rostro ves todas las edades y todas las etapas por las que ha pasado, como probablemente en Lancastre veríamos el rostro de Vilnius. Dylan es, para mí, el paradigma del artista moderno, el que ha buscado siempre nuevos caminos, el que ha hecho siempre lo que más le apetecía en ese momento. No anclarse en ninguna situación, cambiar cada día… es la reencarnación permanente, el Hombre Sin Nombre: no es casual que se llamara Alias en Pat Garrett, de Peckinpah.
M. O. El título del libro es muy apropiado, porque Dylan “aparece” como un aire, como un espíritu, como la sonrisa del gato de Cheshire, especialmente en el pasaje del viaje a Hollywood, donde la historia alcanza un vuelo casi cósmico y una enorme potencia.
E. V.-M. Es la parte del libro que mejor fluyó, la que menos tuve que corregir. Lancastre es más Dylan que nunca cuando dice “Mi familia es aire y yo soy mezcla de las voces y recuerdos de distintos vivos y muertos”.
M. O. Ahí hay una idea formidable: la frase, atribuida a Scott Fitzgerald, de la película Tres camaradas, de Borzage, que obsesiona a Vilnius y se le convierte en una máquina indagatoria que abre nuevos e impensados caminos cada vez, como un conjuro.
E. V.-M. O una contraseña, o un talismán, sí. Es una frase que permite ponerse en movimiento. En realidad, su indagación está muy cerca de la esencia de la escritura, que para mí es un trabajo detectivesco sobre la realidad.
M. O. Es fascinante el constante cambio de tonos. Tras el encuentro entre Vilnius y Peechman, el viejo guionista, que parece un chamán, como el don Juan de Castaneda, el relato salta al episodio hamletiano, que está un poco a caballo entre Chesterton y Bunyan, y luego a la comedia negra, grotesca y feroz, con los personajes de esa madre gorgónica y su no menos tremendo amante…
E. V.-M. Era complicado equilibrar todo eso. Hice el libro un poco a ciegas, cambiando de registros por el placer de hacerlo, intentando seguir las enseñanzas de Dylan. La parte de Hamlet es verosímil, pese a su locura, y que el libro se cierra muy bien, que es de los más aéreos y a la vez más compactos que he hecho.
M. O. Hay otro pasaje sorprendente: la larga noche de Vilnius y Deborah en el hotel, que tiene un tono muy francés, entre Les enfants terribles, de Cocteau, y La maman et la putain, de Eustache.
E. V.-M. Son influencias ciertas. Y es posible que además suene “francesa” por el ritmo, más demorado, y la impronta un tanto situacionista de la pareja, con sus teorías sobre la “infralevedad”, sobre el “basta una idea al día” y el Ne travaillez jamais que preconizó Guy Debord. Deberían estar abocados a un final trágico, por el patrón shakesperiano, pero…
M. O. También es muy singular que la trama hamletiana, por así decirlo, desemboque de repente en una escena que recuerda a David Lynch y se remate con un final absolutamente imprevisible, casi de musical.
E. V.-M. Es que Laura y Claudio son lo que Vilnius más teme: la realidad última. Son “lo que hay”, dos monstruos grotescos y terribles pero verdaderos, como el personaje enloquecido de Dennis Hopper en Terciopelo azul, aunque yo quería hacer algo más cercano a los hermanos Coen, de los que me siento muy cerca, porque combinan muy bien la extrañeza, el humor y la coherencia. Para ellos es muy importante la historia que están contando.
M. O. Hará un par de semanas hablaba en estas páginas de “vanguardia feliz” refiriéndose a Pálido fuego: de nuevo Nabokov.
E. V.-M. Exactamente, porque Nabokov nunca pierde de vista el relato, la melodía. Deconstruir o experimentar abandonando al lector ha sido, por desgracia, una práctica demasiado frecuente. Yo creo que hay que jugar y experimentar sin olvidar el interés del lector, y mantener en alto la historia sin estar sometido a ella.
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