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PENSAMIENTO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

¿Por qué obedece la gente?

El legislador no debe ignorar la función político-constitucional de las costumbres

"No hay comunidad humana sin que el poder se confíe a una minoría de personas, mientras que la mayoría obedece"
"No hay comunidad humana sin que el poder se confíe a una minoría de personas, mientras que la mayoría obedece"SIMON ROBERTS / GALLERYSTOCK.COM / CONTACTO

Si bien se piensa, nada hay más extraño que, creada una relación entre dos personas, las dos nacidas de madre y sin atributos sustantivos que las diferencien, una de ellas acepte obedecer a la otra. No hay comunidad humana sin que el poder se confíe a una minoría de personas, que son las que mandan, mientras que la mayoría obedece. Pero, ¿por qué obedece? En la entrega anterior (cfr. ‘La costumbre de vivir’, Babelia 11.02.2012), argüí que el hombre inventó las costumbres como remedio a su finitud. Este hecho ontológico —cabe añadir ahora— tiene consecuencias políticas. Porque todo sistema político descansa en la probabilidad de encontrar obediencia entre sus miembros, y ningún comportamiento es más probable que el sancionado por una costumbre repetida en el tiempo. ¿Que por qué obedece la gente? La mayoría sólo por costumbre. Ahora bien, la modernidad ha pretendido construir su proyecto político ignorando la función político-constitucional de las costumbres.

En realidad, la mayoría de la gente cumple la ley todos los días de forma voluntaria y pacífica

Durante milenios, antes de la generalización de la escritura, los hombres se rigieron por un cuerpo de costumbres —cake of costum lo llamó Bagehot— que aseguraban pautas sociales regulares y previsibles a las que se les reconocía validez y obligatoriedad plenas. El conjunto de estas normas no escritas conforma el carácter idiosincrásico de un pueblo, su “espíritu” en términos de Montesquieu, en el que cristaliza la sabiduría acumulada durante tiempo inmemorial. Si en la Antigüedad los ancianos disfrutaban de especial preeminencia se debe al privilegio de haber conocido a los mayores que observaron y transmitieron las venerables costumbres: mos maiorum. “Con razón se dice, creo que en el poema de Píndaro, que la costumbre es señora de todo”, exclama Herodoto en el Libro III de su Historia tras dar circunstanciada noticia de las tradiciones de las culturas vecinas.

En cambio, el famoso Code aprobado por Napoleón en 1804 declaró que la ley era la única fuente de derecho y expulsó a las costumbres de la república como Platón había hecho con los poetas (las costumbres son imitaciones colectivas y el poeta un imitador de la verdad). El paso del agro a las ciudades, donde se concentró una numerosa población antes dispersa, exigía más complejos procedimientos de control de masas, y a los funcionarios encargados de esta tarea esos movimientos consuetudinarios —demasiado libres, espontáneos, populares— les parecían poco seguros. Se alumbró el ideal de una modernidad sin mores, sólo leyes, decretos, reglamentos, ordenanzas, que, al beneficiarse de la fijeza, la abstracción y el detalle que permite el texto escrito, favorecen el ejercicio de la dominación social con perfección consumada. Hoy el estamento burocrático se ha hecho con el aparato del poder político y hablar del monopolio de la violencia legítima por parte del Estado equivale en la práctica a la gestión de ese monopolio por los cuadros administrativos. Ellos producen todo ese conglomerado de normas escritas que coagulan nuestras vidas, previa identificación interesada de la legalidad con la legitimidad democrática. ¿Por qué la gente obedece la ley? Según la tesis del estatalismo legalista, hay dos razones. Primera: porque, en el esquema democrático, los ciudadanos se han dado a ellos mismos las leyes y, según el adagio, volenti non fit iniuria, quienes consienten no pueden hacerse daños a ellos mismos, aunque la ciudadanía pocas veces logra identificar como cosa propia lo que los funcionarios preparan en sus oficinas y aprueban los parlamentos. Segunda razón para obedecer: porque, quien incumple la ley recibe un duro castigo. Nuestro Estado de derecho, según esta tesis formalista, sería algo así como sargento matón que sacude al que se desmanda.

No es cierto. En realidad, la mayoría de la gente cumple la ley todos los días de forma voluntaria y pacífica, y no porque conozca el texto legal y haya estudiado su régimen sancionador —estamos demasiado ocupados para hacerlo—, sino por mera costumbre, ese vehículo liviano que nos transporta sin sentir como el delfín a Teseo o como la ola al surfista. El edificio del Estado moderno pende enteramente de una gran rutina de observancia de las leyes, y por eso estaba muy puesto en razón Renan cuando definió la nación como un “plebiscito cotidiano”, ese que diariamente espera la confirmación del orden constituido mediante su acatamiento normal y libre, no coaccionado, por la difusa voluntad soberana. “Las leyes”, escribe Tocqueville, “son siempre vacilantes en tanto no se apoyan en las costumbres; éstas forman el único poder resistente y duradero del pueblo”. Una ley contra mores tenderá a caer en desuso y entonces no habrá cárceles lo bastante grandes en todo el país para recluir a la muchedumbre de infractores; y una constitución contra mores es simplemente un Estado fallido que se precipita a la anarquía. El Estado funciona condicionalmente mientras el pueblo mantiene en suspenso su prerrogativa, nunca transferida del todo, de hacer la revolución y recuperar su poder constituyente.

Cuando Joaquín Costa llamó a la ley “propuesta de costumbre” estaba sugiriendo que el legislador prudente es aquel que, consciente de su importante función pedagógica, sólo promueve leyes capaces de suscitar en la ciudadanía un hábito de corroboración. ¡Qué grande es, pues, la responsabilidad del legislador a fuer de demiurgo de buenas costumbres sociales! Y ¿qué es una buena costumbre? Hoy la expresión tiene connotaciones moralizantes poco gratas y a muchos quizá les evoque actuaciones tan pintureras como acudir a la plaza del ayuntamiento a escuchar el pregón del alcalde, oficiar de costalero en una procesión de Semana Santa, recibir en el aeropuerto a la victoriosa selección española de fútbol o asistir al desfile el día de la hispanidad y saludar a la cabra de la legión. Seguro que no es necesario todo esto. Un ejemplo de buena costumbre es aquella que nos induce a decir non serviam, a no servir a nadie para no ser súbdito de nadie, pero al mismo tiempo, paradójicamente, nos invita a servir y ser útil a la comunidad. Cómo “ser-libres-juntos”, he aquí la cuestión.

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