Mermelada de nostalgia
El cine tiene muchos inventores antes de los Lumière, pero ninguno después. Le escuché la frase a Thierry Frémaux, director del Institut Lumière (Lyon), durante la reciente presentación en la Filmoteca de una antología de las películas de los célebres hermanos. No le falta razón: con ellos culmina básicamente un abigarrado camino jalonado por el trabajo de personajes que, como Muybridge, Marey, Eakins, Anschütz, Edison o Dickson, pertenecen a la arqueología de la imagen en movimiento. De modo que el 28 de diciembre de 1895, cuando se estrenaron sus primeras diez películas ante la treintena de curiosos que se habían reunido (el verbo es importante) para presenciar el prodigio en el Grand Café del Boulevard des Capucines, el cine ya contaba con sus elementos fundamentales: los Lumière habían conseguido, finalmente, ampliar las prestaciones del Kinetógrafo de Edison, logrando que, además de captar imágenes, pudieran proyectarse sobre una pantalla. Pero entonces sucedió algo que nadie había previsto: en aquel espacio improvisado las vidas (reales) de los espectadores, momentáneamente suspendidas, se dejaban invadir en la oscuridad compartida por las vidas (virtuales) que transmitían aquellas imágenes en movimiento, iniciando una liturgia que sigue repitiéndose en todas las salas del mundo. Todo lo que vino después, por importante que fuera (incluyendo el sonido), no ha afectado fundamentalmente a lo que podríamos llamar “ontología del cine”, su esencia primordial, su magia.
Emociona todavía contemplar las imágenes perfectas de aquella Sortie des Usines Lumière (encuéntrenlas en la web del Institut), y constatar que la primera película de la historia es ya cine puro, cine vibrante de vida y movimiento, y cuyo centro —y también eso es importante— no son las cosas, sino las personas. En menos de un minuto (el tiempo que permitía la cantidad de negativo que admitía el aparato) y con la cámara fija en un encuadre que hoy resulta prodigioso de puro elemental, vemos a los trabajadores salir de la fábrica y marcharse. Nada más. ¿Un documental? No: un fragmento vivo de realidad puesto en escena, es decir, “editado”. O si se quiere: una nueva y original forma de restituir el mundo al mundo.
Por extraña coincidencia (aunque quizás no tanto), la Filmoteca había programado las películas de los Lumière la misma semana en que culminaba, con la ceremonia de los Oscars, la empalagosa tendencia del cine a celebrar su propio pasado. Resulta significativo que en un momento en que las descargas ilegales y las incertidumbres de la transición del cine analógico al digital tienen a la industria en vilo, diez de las estatuillas doradas hayan recaído en un par de confortables homenajes (uno más explícito que otro) a las películas en blanco y negro y a los ensordecedores mutismos del cine primitivo. En todo caso, quizás no resulte ocioso recordar, para mejor entender el resultado, que la edad media de los que votan en la “gran gala de Hollywood” es de 62 años, y que los miembros de la Academia siguen siendo mayoritariamente varones (70%) y aplastantemente blancos (94%).
Hubo un tiempo en que se premiaban películas que reflejaban audazmente las vidas y preocupaciones de la gente: nada que ver con la complaciente mirada retrospectiva a una mítica (e improbable) edad de oro. Por lo demás, la actual nostalgia por el cine mudo podría implicar la consideración de que aquellas películas eran perfectas. Y no lo eran: André Bazin explicaba que las “primicias del cine” —lo que podríamos llamar sus incunabula—, buscaban la imitación total de la naturaleza, su reflejo más cabal; por eso el mutismo obligado y otras limitaciones técnicas eran obstáculos, inconvenientes que solo conseguían paliar los cineastas más grandes. De ahí que el cine sea un invento inacabado, que mira siempre hacia adelante, que no tiene miedo, que se transforma con la técnica y crece con el talento (y la ambición) de quienes lo hacen. En el fondo, el cine —como afirmaba aquel Bazin que lo amaba apasionadamente— no ha sido inventado todavía.
Babelia
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