Tras el secreto de Kate Morton
El boca a boca ha convertido en superventas a esta australiana de 35 años, casada y madre Ha vendido a un público heterogéneo ocho millones de ejemplares de sus novelas victorianas De ellas, 800.000 en España. Su público es heterogéneo ‘El País Semanal’ viaja su casa para desvelar la clave de su éxito y hablar ‘Las horas distantes’
La escritora superventas había avisado: "Cuando vuelas hasta Australia es cuando adquieres conciencia de la dimensión del mundo, de su inmensidad". Y tiene razón. La flechita en la pantalla del avión que marca la ruta va dejando atrás Europa, la península Arábiga, el subcontinente indio, se dirige a Singapur… Y desde allí aún queda una jornada laboral completa hasta aterrizar en la ciudad de Brisbane (dos millones de habitantes, en Queensland, noroeste del país, la tercera mayor de Australia), lugar de residencia de Kate Morton, la autora que ha conquistado el mundo desde Oceanía.
Solo de su segunda novela, El jardín olvidado, ha vendido más de medio millón de ejemplares en España (y otros 250.000 con la primera, La casa de Riverton). Casi ocho millones en total, en 38 países. La tercera, Las horas distantes, se publica ahora aquí en la editorial Suma de Letras. Y en ella, otra vez sus obsesiones son explícitas: "La estrecha relación entre el ayer y el hoy, y también Inglaterra, con sus sagas familiares, sus casas antiguas, sus libros centenarios, con ese sentido de continuidad histórica…", explicará luego. Ese es el motor de sus narraciones: un pasado que se resiste a morir y acaba cimentando (o diluyendo) el presente.
Kate Morton (Berri, 1976) traza vidas como esas líneas en los mapas de navegación; sus personajes, habitantes de un mundo y un tiempo concreto, van y vienen, aterrizan y despegan de él cargados de peripecias que se enlazan y entrecruzan; dibuja el rastro de los que estuvieron y ya no están, pero crearon un tejido que condiciona el de sus sucesores, el nuestro. Los avatares de tres hermanas marcadas por los sucesos en esas horas distantes de la Segunda Guerra Mundial es lo que nos trae ahora.
Tan lejanas, se diría, como Australia misma, que a ojos mediterráneos parece inalcanzable. Entenderla quizá sea acercarse un poco más a Kate Morton. Hay que abrazar gran parte del globo durante un día completo y adelantar el reloj y la cabeza nueve horas cuando se pone el pie en esta mancomunidad, su país, gobernada por dos mujeres, que es como una isla gigantesca en las antípodas (con una superficie cercana a la de EE UU, pero con 14 veces menos población, 22 millones, tan vacío que da vértigo); el segundo del mundo tras Noruega en el índice de desarrollo humano 2011. Puros nórdicos del Sur. América, Europa y Asia, fundidos en este verano austral. ¿Tienen problema de identidad los australianos? Morton dirá luego, sonriendo con su boca inmensa, que sí. “Tenemos una forma de vida muy norteamericana, pero la cultura con la que nos formamos y que nos atrae es europea y la influencia asiática es cada vez mayor”. Un melting pot que no acaba de reconocerse en sus orígenes aborígenes milenarios, que fue enorme territorio carcelario para los británicos desde el siglo XVIII, se independizó en 1901 y aún mantiene a la reina británica, Isabel II, como propia.
Curioso lugar al que el estereotipo actual ha dotado de minas, desiertos, eucaliptos, koalas, canguros, tiburones y playas repletas de surferos cachas sin fin. Asuntos varios y con tirón que sí son tal, pero que suelen aparecer poco o nada en la obra de Morton. Su ambiente literario es otro, mucho más de interioridades dramáticas y exteriores románticos; de decoración victoriana y acantilados amenazantes; de castillos ruinosos con paredes que rezuman historias y seres atormentados que languidecen cargando fardos de secretos familiares.
Mi literatura bebe de fuentes góticas, de aquello que mamé en mis lecturas
Más de viejo continente que de este en apariencia joven y próspero, en el que la crisis económica actual apenas es rumor en la costa y donde la arquitectura se levanta a imagen y semejanza del cóctel de gente que pasea por sus calles. Brisbane es puro ejemplo: el centro de la city es un mall continuo, todo producto es chino, hay gimnasios por doquier y playas urbanas en la ribera del río homónimo, que se desbordó justo ahora hace un año con resultados desastrosos aún no olvidados. "Mi literatura bebe de fuentes góticas, de aquello que mamé en mis lecturas juveniles, que solían ser de las hermanas Brontë, Dickens, Daphne du Maurier, Poe o Lucy Clifford, por poner ejemplos de la literatura victoriana que estudié". De educación británica, lo que la convirtió en lectora impenitente es, sin embargo, popular y siempre el mismo: "Sin duda, Enid Blyton".
Las historias de Morton discurren en diferentes décadas del siglo XX. Y con protagonistas muy dadas al surfeo existencial. Siempre mujeres (en su casa eran todas chicas), los hombres siempre en papel secundario. Ya son cuatro sus novelas. Tres publicadas y la cuarta, en camino (The secret keeper se titulará), se guarda en estos momentos en las tripas de su ordenador; cuarenta días le faltan para entregarla. Después, la obra tomará vida propia y ella pasará a otra que seguro ya ha engendrado su imaginación. "Debería ser más ordenada y organizada ya con cuatro libros, pero no es así, las historias me poseen a mí, no yo a ellas; me surgen ideas a todas horas". Y como una llegue a mitad de la noche, malo: debe saltar de la cama de inmediato y anotarla. "Si no, se esfumará con el sueño".
Dado el poco tiempo para la entrega, debe de estar agobiada Kate Morton cuando llegamos a su domicilio en Paddington, su barrio, donde, atestiguamos, ella sigue una tranquila y bucólica vida cotidiana: apacibles jornadas escribiendo junto a su esposo, Davin Patterson; sus dos hijos, Oliver y Louis; su perro Buddy, en una casa de madera con jardín donde las chicharras no paran de cantar ni un segundo. Paddington aparecía en El jardín olvidado, con su mercado de antigüedades, las tienditas de ropa vintage y objetos victorianos (medallones, perlas, sombreros ajados…); sus librerías, restaurantes, las casas con veranda salpicadas por las colinas como escena de cuento: todo madera, todo verde intenso… Hay cruces que recuerdan a esas calles de San Francisco onduladas de las películas made in USA.
Kate Morton confiesa, sin embargo, que sueña con irse a vivir a Adelaida Hills, "a un sitio más tranquilo", bien al Sur, donde reside su hermana pequeña, Julia, cocinera excelente, y planea mudarse su madre, Diane. "Es una de las partes más hermosas de Australia, con un clima similar al mediterráneo, una región productora de vino y buenos alimentos. Deseo tener mis propias gallinas y una huerta inmensa". Y un lugar donde mirar al mar… sin interrupción. Más allá, solo el vacío, el mundo congelado, se diría.
¿Manías al escribir? Sí, una preocupante: tengo que cambiar de espacio en cada libro
Si está cansada o apurada, a Kate Morton no se le nota ni un ápice durante los dos días que la entretenemos. Ni un rictus descubrimos. Quizá sea porque además de literaria, también posee formación teatral. "A veces me veo poniendo caras con las expresiones de los personajes cuando estoy frente al ordenador", señala en su diario. Quizá sea que es muy profesional. O quizá que es en verdad tal cual. Tanto su marido como su amiga Selwa Anthony, su primera agente, imprescindible para ella, o Annette Barlow, editora en Australia, la dibujan como trabajadora impenitente y seria. "Tiene mentalidad de éxito; es centrada, apasionada, pero sobre todo cree en lo que hace. Y cuanto mas éxito tiene, mayor es su determinación en mantener el equilibrio entre familia y popularidad", dice la primera. "Kate trabaja durísimo, es perfeccionista y muy modesta. Triunfa porque es contadora de historias nata. Escribe novelas de lo que ella adora; crea mundos en los que a millones de lectores les gusta perderse y personajes con los cuales querríamos pasar más tiempo", opina la segunda.
Solo la vemos perder la compostura cuando, en un despiste, su cachorro se cae a la piscina estando solo y su marido grita desde fuera al descubrirlo. Entonces ella, la escritora superventas, muta en madre aterrada que salta como un resorte de la silla y corre escaleras abajo creyendo que se trata de su hijo pequeño, un diablillo. Solo un susto. "Me obsesiona eso", dirá luego en la cena, en el restaurante Montrachet, un francés cercano a su casa al que acude a menudo con amigos.
Los terribles sucesos, tormentas, accidentes, varapalos y caprichos del azar al que están expuestos los personajes de sus novelas le horrorizan imaginados con sus propios retoños de protagonistas: menores abandonados a su suerte en un barco, obligados a trabajar en un Londres paupérrimo por madrastras inflexibles, la pobreza en el horizonte, la enfermedad, la locura, el aislamiento o el encierro… "Tengo pesadillas con eso. Mis mejores y peores momentos siempre están relacionados con los míos, con su salud, su bienestar". Todos los dramas para ella son familiares y secretos. Quizá ahí está su inspiración, de ahí su ansia por contar los ajenos.
Kate es delgada y lechosa de piel, de pelo liso castaño con reflejos dorados y un flequillo que se recoloca todo el rato con un solo dedo, un tic; piernas delgadas, ancha de caderas, se cubre mucho el pecho; boca perfecta y mirada directa que te aborda con franqueza. "Va siempre impecable", dice la fotógrafa, que la conoce porque comparten barrio. Y sí, viste clásico, con faldas adornadas con flores, zapato bajo o cómodo (presume de unos que se compró en Madrid). Es cercana, de esas personas que facilitan las cosas. No parece que el éxito se le haya subido a la cabeza: "Las cifras de ventas son una medida externa del éxito que se escapa a mi control, mi medida personal es el placer de escribirlos y amo en verdad escribirlos".
Y es madraza. Madruga para llevar a sus hijos, junto a su marido, al colegio. Oliver va a una escuela pública, que ella defiende por encima de todo, en la que participan activamente los padres (de hecho, la fotógrafa y ella no paran de comentar sobre asuntos lectivos). Los chavales juegan en los patios antes de entrar en las aulas. Lo único distinto a los centros educativos de cualquier otro mundo es que hace un calor pegajoso desde bien temprano, todo está rodeado de vegetación, los pájaros cantan y el conjunto produce un ambiente siestero increíble.
Sus costumbres incluyen tomar café cada día con amigas. Generalmente en un pequeño local, el Urban Grind. Hoy son dos escritoras; una de ellas, Louise Limerick, inmersa en su segunda obra, Lucindas’s whirlwind. Se ponen al día y hablan del futuro del mundo, al hilo del ensayo del liberal Niall Ferguson Civilization. The west and the rest, que les ha impresionado. Repasan asuntos caseros, comunitarios; cuentan de su país: "El Oeste está lleno de explotaciones mineras… lo que sí tenemos es escasez de agua, siempre". Y de literatura. Dejando a un lado a grandes autores nacionales como Peter Carey o Patrick White, dicen que leer (como el café) es moda en alza. "La literatura australiana vive un gran momento, con más publicaciones que nunca, sobre todo internacionalmente y en todo género", dice Kate.
De vuelta, en las paredes de su estudio, en su casa –moderna, pero tradicional: de madera blanca, tres pisos, mucho mirador lleno de plantas y sillones, cocina americana, estantes repletos de libros clásicos, un piano, fotos familiares en blanco y negro, juguetes y una divertida estatuilla de la reina Isabel que saluda sin pausa– cuelgan esquemas, garabatos, círculos con relaciones y nombres de escenarios y personajes de la nueva novela de esta mujer crecida en las montañas de Tamborine, apenas a una hora de Brisbane, adonde iremos luego. "¿Manías al escribir? Sí, tengo que quitarme todas las pulseras mientras escribo, no lo puedo remediar. Y otra bien preocupante: necesito cambiar de habitación en cada libro". Y para probarlo señala dos casas cercanas en la calle. Una antigua, preciosa: "Ahí escribí la de Riverton". Y otra más grande, azul: "Allí, El jardín".
Tiene mentalidad de éxito; es centrada, apasionada, y cree en lo que hace
Cuadernos y papeles se acumulan sobre la mesa y en el suelo; bajo un ventanal está ordenada su egoteca, las ediciones de sus libros en distintos idiomas. Una pizarra blanca señala lo que debe escribir cada jornada: dos mil palabras. "Esta vez, la historia sucede en los años cincuenta. Una adolescente, Laurel, contempla cómo un miembro de su familia comete un crimen. Luego se hace actriz a lo Julia Dench; aparentemente, todo le va bien, pero nunca podrá olvidar aquello". He ahí de nuevo: el pasado enquistado.
Pero no quiere desvelar mucho de su libro nonato, y sí del tercero, Las horas distantes, que se publicó simultáneamente en Australia, Inglaterra y EE UU. El encuentro de tres hermanas, las Blythe (Percy, Saccy y Juniper), y Eddie, una editora joven en los años noventa. Una carta, un hilo del que tirar y una visita casual a su castillo, Mildehurst Castle, herencia familiar de un padre escritor y solitario. Un escenario agónico donde las paredes hablan y los jardines conmueven con solo mirarlos.
Si en El jardín olvidado, conocer la historia de la saga era una liberación, aquí, descorrer los visillos de sus vidas es pura trampa. La familia en este libro es una cárcel que encierra cuerpo y espíritu; lastra ilusiones y destroza proyectos en vez de alentarlos. "Es curioso, nada más lejano a la biografía de Kate", apunta su marido, Davin. Él, músico, con un pequeño estudio de grabación en su propia casa, se mantiene siempre cerca, encargándose de la logística, la conducción, los pequeños; permitiendo que ella hable, se fotografíe o escriba. Cual secundario de altura en la novela de su propia vida, se diría. "¡Sospecho que todo eso de cartas perdidas, diarios secretos y confesiones lo escribo porque nunca me sucedió a mí! Bueno, todas las familias esconden sus cosas. La mía aparecía en El jardín olvidado, Nell era un poco mi abuela…". Y también la tienda de antigüedades de su madre (que, dañada por las inundaciones, ahora cierra), en la que trabaja su hermana Jenny, artista, especial, muy tímida, reconocible en alguna de sus mujeres de ficción. "En Las horas”, sigue Kate, el ambiente es Kent, en Inglaterra, y en el próximo habrá algo de Australia".
Si no fuera por Davin, había confesado Kate, ella lo tendría muy complicado, no podría hacer lo que hace. Lo confirma la escritora en el coche camino de Tamborine, en las montañas, al tomar las curvas que conducen al pueblo donde creció. Su historia de pareja viene de lejos. "Diecisiete años ya juntos. Esta carretera la recorría yo una y otra vez", cuenta él entre bosques densos de eucaliptos y palmeras. Davin tocaba en una banda. Ella acababa de aterrizar de una estancia en Europa y la invitaron a un concierto. Y ahí surgió el amor a primera vista. Aún se ve. Él la sigue mirando arrebatado. En las colinas de Tamborine se han comprado un cottage hermoso, fachada rojo gastado, con chimenea y vistas al parque nacional. Allí Kate se escapa a escribir. "Las tormentas aquí son inolvidables", dice. Lo hemos visto: puro fundido del cielo en negro. Mucho de sus libros se intuye en este lugar: es descomunal la fuerza de la naturaleza en animales y plantas; aquí fue donde, asomada a la ventana, nació el Hombre de Barro, imagen literaria que usa para abrir Las horas distantes. "Shhh! ¿Puedes oírlo? Los árboles pueden. Son los primeros en saber que se acerca. ¡Escucha! Los árboles del bosque profundo y oscuro se estremecen… Los árboles lo saben. Son antiguos y ya han visto de todo".
En las esquinas de este lugar de casas dispersas están escritas las venturas y desventuras de los Morton. Nos detenemos en el hermoso restaurante de su padre, Warren; en la iglesia para bodas y convites que él abrió antaño; en el centro de la localidad… y callejeando (o bosqueando más bien) llegamos a un alto, lo que llaman "A million dolar view", la vista del millón de dólares. Desde allí se ve la impresionante línea de la Gold Cost, la costa dorada: una suerte de Miami Beach que es centro turístico fundamental. Alguien ha situado dos esculturas clásicas justo en el punto exacto donde mejor se enmarca el panorama. De repente, el misterio del éxito de Kate Morton se desvela. Ella lo sabe: necesitamos colocar un marco clásico a nuestras vidas, dotarlas de historia. Y ahí es donde ella, puntada de pasado va, puntada de presente viene, agarra el hilo del tiempo y lo borda.
‘Las horas distantes’ (Suma de Letras) se publica el 1 de marzo.
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