En clave de pasodoble
El Teatro de La Zarzuela presenta la versión de José Carlos Plaza de la ópera de Manuel Penella, con coreografías de Cristina Hoyos y dirección musical de Cristóbal Soler y Oliver Díaz
El mundo de la zarzuela tiene sus propias reglas del juego. Una de ellas está supeditada a la necesaria teatralidad de las representaciones. El tenor Alfredo Kraus afirmaba que era tanto o más difícil cantar zarzuela que ópera porque en la primera las exigencias teatrales y de inteligibilidad del texto son más determinantes. Otra regla básica, al menos en las representaciones en España, es la comunión entre público y escena que, sin llegar al límite del flamenco, permite una identificación emocional nada desdeñable. En las últimas décadas la sobretitulación de los textos —como en la ópera— ha permitido una comprensión más profunda de las situaciones que se están contando en escena. El público ha hecho suyo este parámetro y ha pasado más de puntillas sobre la manera en que se dice el texto por parte de los cantantes. Me permito esta pequeña introducción por dos cuestiones muy precisas que inciden en una valoración artística no del todo satisfactoria, al menos el día de la première, de la nueva producción de El gato montés en La Zarzuela, un espectáculo que levantaba a priori las expectativas más optimistas: gran reparto vocal, un equipo teatral de gran solidez, un título de tirón popular y trasfondo trágico…
La primera de estas dos cuestiones es que no hubo sobreti-tulación. No me pregunten las razones porque no las sé. Creo, en cualquier caso, que este problema ya se ha solucionado. Sin el apoyo del texto escrito para saber qué está pasando en escena la exigencia de la comprensión pasa a los cantantes y, en todo caso, al equipo escénico. Y aquí viene la segunda cuestión: el espectador comprueba que a algunos cantantes no se les entiende una frase. Tal vez esa tensión añadida de hacer comprensibles sus textos les jugó una mala pasada, pero lo cierto es que la representación tuvo en líneas generales trazos confusos y escasa emoción, y eso, tratándose de un dramón como el que nos ocupa, es preocupante. Bien es verdad que José Carlos Plaza planteó con inteligencia el espacio, ensanchando la escena gracias a los efectos visuales, moviendo al coro con maestría y contando la corrida de toros de una forma poética y sugerente que rozaba la genialidad. Se nota el oficio y una larga experiencia que va desde las inolvidables Goyescas en este mismo teatro hasta los no menos imprescindibles Los diablos de Loudun, de Penderecki, en Turín, pasando por los Orfeos de Monteverdi y Gluck en planteamientos casi de teatro itinerante.
Se mostró poderoso Ángel Ódena e incisivo Andeka Gorrotxategui, pero la representación hizo agua en lo que parecía más seguro, la actuación de Ángeles Blancas, una cantante con talento y grandes posibilidades, que no tuvo su noche, ni a la hora de construir un personaje creíble ni en el equilibrio vocal. Digo todo esto con el convencimiento de que va a enderezar el rumbo en las siguientes funciones, pero la noche del estreno la soprano no estuvo, ni de lejos, a la altura que de ella se espera. Del resto del reparto, en cometidos menos protagonistas, destacaron, Luis Cansino, Milagros Martín y Mari Fe Nogales. Orquesta y Coro cumplieron. El director musical, Cristóbal Soler, se mostró enérgico y ordenado en todo momento. La coreografía de Cristina Hoyos se integró con rigor y sobriedad en la concepción global del espectáculo
En su conjunto, y con todos los mimbres a su favor, a la obra le faltó pasión. Esa pasión trágica que alienta el brillante cartel de Pedro Moreno. Lo que queda en la primera línea del recuerdo del verismo a la española de este Gato montés es curiosamente la fuerza de su famoso pasodoble. El éxito, en cualquier caso, fue enorme. Confío en que en las próximas representaciones se repita el triunfo con una prestación artística de mayor fuste en su totalidad.
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