La costumbre de vivir
Quizá los dioses puedan ignorar las tradiciones. Para nosotros son el único remedio de la brevedad de la vida
Nos levantamos de la cama, hacemos nuestras abluciones matutinas y desayunamos, como siempre. Nos vestimos con las prendas habituales. Salimos a la hora de costumbre. Conducimos nuestro coche camino de la oficina respetando los usos viales. Al llegar, saludamos a nuestros colegas con las palabras y los gestos comunes. Durante la mañana, trabajamos siguiendo nuestras rutinas más normales. Paramos para almorzar a la hora acostumbrada. Por lo general, la jornada laboral se extiende durante el día de lunes a viernes y descansamos las noches y los fines de semana, aunque en verano hacemos una pausa larga. No solo trabajamos como todo el mundo, también nos divertimos como los demás. Observamos en la inmensa mayoría de las situaciones de nuestra vida —el amor, la amistad, el entretenimiento, el consumo, las celebraciones de la vida, el duelo por la muerte— las convenciones establecidas por la sociedad, la cual descansa enteramente sobre un lecho de usos compartidos. ¿Y el Estado? Sí, es un conjunto de leyes formales, pero si no se cumplieran, si la ciudadanía no tuviera el hábito de observarlas pacíficamente, ¿de qué servirían? De nada, serían papel mojado. Costumbres, costumbres, costumbres: el hombre es un animal consuetudinario.
Podríamos vestir chilabas, como algunos musulmanes; saludarnos con tres besos como los franceses o con uno solo pero en la boca como los rusos; conducir por la izquierda como los ingleses; almorzar a mediodía como los estadounidenses. Nuestra forma de hablar, de relacionarnos o de emplear nuestro ocio bien podría ser diferente; nuestra sociedad, nuestras leyes y el Estado también. En realidad, todo podría ser de otra manera. Si es como es, se debe a la costumbre. ¿Y qué son las costumbres? Convenciones acordadas espontáneamente entre la mayoría y repetidas en el tiempo. En ellas se decanta una experiencia colectiva que a lo largo de muchos años ha demostrado ser acertada, eficaz a la hora de satisfacer necesidades, energéticamente económica. Como ofrece soluciones innumerables veces testadas a problemas que los hombres enfrentan a diario, lo normal es ceder a la invitación de seguir en todos los sitios los usos más corrientes, que presionan suavemente al yo con su facilidad, su seguridad, su sociabilidad, su automatismo.
Durante los últimos siglos, en nuestra cultura dominante —una cultura de la liberación y no de la emancipación— ha sido de buen tono ridiculizar con oportunidad o sin ella la función civilizatoria de las costumbres. Las llamadas “conveniencias sociales” —se decía— eran opresivas, hipócritas, burguesas, estúpidas, anticuadas. Coartaban la libertad, la creatividad y el auténtico yo del hombre moderno, en permanente contradicción con ellas. Cundió por doquier la “crítica de costumbres”: las novelas ensalzaban el coraje del héroe que las transgredía suscitando la infalible simpatía del lector. No pretendo rizar el rizo, pero la crítica de costumbres acabó generalizándose y se ha convertido en nuestros días ella misma en una costumbre más, bastante mostrenca y rutinizada por cierto. Es inevitable: siempre imitamos a alguien y, cuando creemos ser originales, imitamos a otro que ha sido original antes.
La crítica de costumbres acabó generalizándose en nuestros días ella misma es una costumbre más, bastante mostrenca
No solo eso. Por paradójico que parezca, las costumbres son la condición de posibilidad del progreso. Suprimirlas sería como cavar una fosa bajo nuestros pies. Ellas nos relevan del deber de decidir sobre infinitas cuestiones prácticas y cotidianas y nos permiten concentrar nuestras energías creadoras en lo sustancial. Gracias a ellas no tengo que pensar qué ponerme, cómo saludar, a qué hora parar a comer o cómo conducirme en una reunión social: hago lo acostumbrado sin esfuerzo y así aplico mi atención a las tres o cuatro cosas que importan, las que de verdad nos hacen progresar. De otro modo, tendríamos que inventar el mundo todas las mañanas: paralizados ante la enormidad de la tarea, moriríamos de inacción. Afortunadamente nos asisten las costumbres y, sin pensarlo mucho, nos confiamos a ellas. Quizá los dioses puedan prescindir olímpicamente de las tradiciones, porque su inmortalidad les permite existir en una actualidad incesante, pero para nosotros los mortales son el único remedio a la brevedad de la vida. Salvo en la isla en la que cada uno es competente, el yo flota en un océano de mores y es esa dependencia la que en la práctica hace viable la existencia.
Este hecho no nos aboca por fuerza a un conservadurismo autoindulgente. Parece prudente tomar en consideración la ratio de la costumbre, el origen y la finalidad de este uso emanado del pueblo, puesto que el consentimiento tácito de la mayoría ratificado generación tras generación suele encerrar alguna lección aprovechable para el hombre, el cual haría bien en evitar la presunción adánica de desdeñar el pasado y querer empezar la historia consigo mismo como si fuera el primer día de la creación. Con todo, debemos considerar que todas las costumbres, incluso las inmemoriales, son siempre revisables: podemos reformarlas o en su caso abandonarlas, si así lo exige la conciencia a la luz del progreso moral de los pueblos. No todas las costumbres son buenas, solo lo son las llamadas “buenas costumbres”, aquellas que contribuyen a la socialización masiva, positiva y civilizadora de los miembros de la comunidad. Como dice nuestro Diego Torres Villarroel en su Vida (1743): “Lo que aprovecha es tener buenas costumbres, que estas valen más que los buenos parientes; y el vulgo, aunque es indómito, hace justicia a lo que tiene delante”.
Para nosotros, todas las costumbres serán revisables menos una: la de vivir. Conocemos a muchos que se muestran cansados de la vida incluso antes de haber vivido. Nosotros, en cambio, encontraremos el arte de conservar siempre un gozo instintivo, una alegría orgánica de lo viviente, el empeño por disfrutar de todos los placeres —incluido el hedonismo de una conciencia limpia— y esa jovialidad que se repone de las adversidades y que dice sí y sí al mundo, como lo hace Molly Bloom en las últimas líneas del Ulises: “Yes I said yes I will Yes”.
Babelia
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