La última X
Un recuerdo del diálogo vivo de Tàpies con los poetas
La desaparición de Antoni Tàpies traza una X. Es la última X. Nos habíamos acostumbrado, durante años, a ver aparecer sobre la superficie de sus telas esas X que son, al mismo tiempo, destrucción y epifanía, axis mundi y centralidad, encrucijada y conjuro, confluencia y tachadura. Y ahora el golpe de la noticia luctuosa, el duro golpe de la desaparición del pintor y el amigo. Ahora, sí, la X final.
¿De quién hemos podido aprender mejor la lección de un realismo no doctrinario, un realismo que nos ha permitido descubrir la realidad y que nos ha hecho ver esa realidad como una profunda interrogación? Tàpies ha sido durante muchos años un modelo de artista que ha fundado una estética indisolublemente unida a una ética. Ética y estética del rigor, de la intensidad, de la revelación de lo real.
«El arte es una forma de gnosis», dijo en cierta ocasión. De ahí las profundas conexiones que esta obra pictórica mantiene con la poesía, aspecto sobre el que quisiera detenerme mínimanente en estas líneas urgentes. Para empezar, al aliento profundamente poético —en el sentido del descubrimiento, de la revelación de los sentidos ocultos de la realidad— que esta pintura ofrece como uno de sus fundamentos, de sus raíces más hondas. Pero también el diálogo que mantiene con la palabra y el signo, tan presentes en esta obra ya desde sus mismos orígenes. Aparición de palabras, de letras, de huellas que se trasmutan en escritura.
No es extraño que Antoni Tàpies mantuviera, también desde sus mismos comienzos, un diálogo vivo con los poetas. Los libros que realizó en colaboración con J. V. Foix, Joan Brossa, Yves Bonnefoy, Jacques Dupin, André du Bouchet, Edmond Jabès, Jean Daive, Shuzo Takiguchi, Octavio Paz, José Ángel Valente, Pierre Lartigue, Pere Gimferrer, André Frenaud o Joseph Brodsky, entre otros, son un bello testimonio de su fe en el diálogo con la poesía. Una memorable exposición de esos libros, celebrada en 2003, permitió examinar la evolución de ese diálogo, y hacer ver su fecundidad, su fertilidad, que impugnaba el concepto de ilustración y convertía los intercambios de palabra e imagen en la expresión misma de la libertad, de la rigurosa libertad.
Tuve ocasión de colaborar con el pintor en varias ocasiones. Su dibujo, por ejemplo, de 2002 para la cubierta de mi poema El libro, tras la duna fue realizado bajo el signo del emblema cómplice. Pero la colaboración más intensa tuvo lugar tres años más tarde, en nuestro libro Sobre una confidencia del mar griego. Pude entonces tener cabal testimonio de su modo de enfrentarse al diálogo entre pintura y poesía, un modo de hacer marcado por la lucidez y por la idea misma —tan característica del espíritu del zen, muy querido por él— de la iluminación.
Sobre la X final, en el duro momento de la extinción de la persona, despido hoy al pintor y al amigo.
* Andrés Sánchez Robayna ha publicado recientemente Cuaderno de las islas (Lumen).
Babelia
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