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Reportaje

El campo reconquista la ciudad

Los terrenos de cultivo llegan a las ciudades para dibujar en los parques metropolitanos un nuevo paisaje agrourbano integrador y útil

Anatxu Zabalbeascoa
Algunos de los 80 huertos urbanos de ocio en alquiler es el proyecto La Huerta de Montecarmelo en Mirasierra (Madrid). En la imagen Pablo Prieto, perito agrícola, y dos empleados de la Fundación Carmen Pardo-Valcarce trabajando en uno de los huertos.
Algunos de los 80 huertos urbanos de ocio en alquiler es el proyecto La Huerta de Montecarmelo en Mirasierra (Madrid). En la imagen Pablo Prieto, perito agrícola, y dos empleados de la Fundación Carmen Pardo-Valcarce trabajando en uno de los huertos.LUIS SEVILLANO

No es casualidad que sean los viejos quienes mejor expliquen el paisaje. La idea de acercar los ciudadanos a la tierra que los alimenta está presente en muchos de los más sensatos trabajos del paisajismo urbano reciente. Pero si se ha tardado más de un siglo en trasladar a la gran cantidad de personas que pueblan hoy las urbes (la mitad de la población mundial), es lógico pensar que toda esa gente no vaya a regresar al campo de un día para otro. ¿La alternativa? Llevar el campo a la ciudad.

De las granjas urbanas de Cuba o la siembra de frutales en los parques de Londres (London Orchard Project) al Pinzessinnen gärten de Kreuzberg, en Berlín, pasando por los jardines portátiles de Nueva Jersey o los comunitarios de Holyoke en Massachusetts, cada vez hay más ejemplos de agricultura urbana. Si como asegura el portugués Alvaro Siza es la agricultura la que dibuja el paisaje, el nuevo paisaje urbano quiere ser útil, reparador e integrador; una fuente de alimento, un motor educativo y además, un modesto factor económico. Aunque la iniciativa arranca reutilizando los retales urbanos y trata de instalarse en los lugares baldíos, por utópico que pueda parecer, las consecuencias de sembrar los espacios residuales urbanos podrían alterar el sistema económico global. De momento, ayudan a sanear las urbes y a crear vínculos entre sus ciudadanos. Pero de cuajar sistemáticamente, las consecuencias podrían ser globales. “Desde la ciudad puede lucharse para evitar la deforestación del Amazonas o para descartar el trasvase del Ródano, pero también para conseguir nuevos modelos de ordenación territorial”, apunta Enric Batlle, autor del reciente libro El jardín de la metrópoli (Gustavo Gili). Si hace unos años los urbanistas clamaban por la recuperación de los espacios públicos y a favor de un paisajismo de continuidad –que eliminara las fronteras entre parques y bosques- hoy son muchos los profesionales que abogan en favor de sembrar las ciudades de paisajes útiles. De mezclar agricultura, ocio y cultura.

El nuevo paisaje urbano quiere ser útil, reparador e integrador; una fuente de alimento

De la misma manera que cada vez son más los grandes chefs que equiparan el lujo con el producto local, el paisajista Enric Batlle habla de una ‘ética geográfica’ que reconstruye los accidentes que han quedado borrados. Ese reconocimiento al valor de lo que ya existía y al sabor que no precisa conservantes está cambiando nuestras neveras y nuestras ciudades. También nuestra forma de pensar. Michel Obama y su empeño por difundir el cultivo de un huerto en el jardín de la Casa Blanca podría estar detrás de muchos de los vergeles que, en los últimos tres años, han florecido en los patios de los colegios norteamericanos y canadienses. En un país en el que se ironiza sobre escolares que confunden las verduras con las patatas fritas, son los propios alumnos los que se encargan de labrar la tierra, sembrarla, regarla y recoger la cosecha. Además, los chavales se comen los rábanos y las zanahorias. Y parece que ahora les gustan. La educación es uno de los efectos colaterales de sembrar azoteas, parques y vacíos urbanos. Pero no es el único objetivo. El asunto es tan cívico como político, tan ecológico como social.

Se calcula que los usos urbanos ocupan apenas el 30% de algunas ciudades como Barcelona o Londres. El resto del territorio se dedica a usos no controlados formando espacios abandonados o lugares triturados por las infraestructuras. Esos terrenos baldíos junto a autovías, bajo puentes o en solares desocupados son los lugares elegidos para ensayar una nueva agricultura que resulta, a su vez, en un nuevo paisaje metropolitano. Algunas ciudades, como Londres, reconocen los huertos para autoconsumo en su planeamiento urbanístico desde hace décadas. Otras, como Berlín, los fomentan y disponen de vergeles en cada uno de sus doce distritos. El planeamiento madrileño no reconoce hoy esa existencia, aunque sí lo hizo en los años cincuenta y, en los últimos años, ha visto crecer las 146 huertas de alquiler de Montecarmelo. Hay mucho por hacer, pero la idea va más allá de cultivar verduras para el autoconsumo. La voluntad es darle la vuelta a esta reparación. Planificar con los campos y asentar en ellos los edificios. “¿Qué ocurriría si fuera la vegetación [en lugar de la arquitectura] la que organizara la urbanización?, pregunta Batlle. Darle la vuelta al proceso urbanístico consistiría en plantar hoy y construir mañana. En oponerse al relleno con zonas de ocio y vegetación del entorno que generaba la construcción de arquitecturas aisladas e inconexas.

Cada vez son más los paisajistas y arquitectos que hablan de considerar el paisaje como un todo, sin fronteras, en lugar de tratarlo a pedazos, como el patchwork de los mapas políticos y económicos. La idea es unir en lugar de fraccionar, coser rutas para peatones y ciclistas, para el agua o para la vegetación. Una red de conexiones verdes se enfrenta al parque clásico entendido como entorno encerrado, como una isla de la felicidad. Ya Flaubert recordaba que era el hilo y no las perlas lo que hacía el collar y aunque el parque como sendero ya fue ensayado por Nicolau Maria Rubió i Tudurí o Frederick Law Olmsted en Barcelona y Nueva York, en una sociedad que magnifica los espacios naturales y también las ciudades compactas, el camino intermedio podría consistir en recuperar la mezcla: un territorio fronterizo entre la naturaleza y el artificio pero insertado en el corazón de las urbes.

Ciudades como Londres reconocen los huertos para autoconsumo en su planeamiento urbanístico

Hace años que en ciudades asiáticas se trabaja con luz artificial y tecnología hidropónica (empleando soluciones minerales en lugar de suelo agrícola) para cultivar, por ejemplo, arroz en sótanos. Sin embargo es en los espacios abiertos donde se materializa la convivencia entre campo y ciudad, como sucedió con las Granjas Urbanas de Cuba, un proyecto iniciado en La Habana en 1995 para abastecer a la población con tomates, patatas y lechugas a precios asequibles. Hoy existen 200 granjas para cerca de dos millones de habitantes. Además, el modelo cubano está detrás de la iniciativa Meine Ernte (Mi cosecha) que ya ha sembrado seis parcelas de huertos comunales en territorio alemán.

Dos estudiantes de un postgrado en sostenibilidad, Carina Millstone y Rowena Ganguli arrancaron la iniciativa London Orchard Project (Proyecto de las huertas de Londres) en 2009. Hoy son ya 23 los campos en la ciudad o en parques cercanos que se han sembrado con ciruelos, manzanos, perales o albaricoqueros para la recolección y el cuidado vecinal. Millstone y Ganguli hablan de una aportación de dos horas a la semana por familia y de una recolección compartida. La idea es la misma para todos: cuida el barrio, respira mejor y come manzanas. Pero en suburbios con un historial de violencia como Brixton la iniciativa cambia fruta urbana por urbanidad.

En el siglo XXI los jardines no pueden ser solo ornamentales. Son espacios fundamentales para el funcionamiento de la ciudad. Y para la educación de los ciudadanos. En la organización de los terrenos sobrantes está una de las claves de futuro con espacio para la creatividad de paisajistas, artistas, ciudadanos, arquitectos y agricultores. Antiguamente se empleaba el pasto de las vacas para cortar la hierba de los campos. Sigue sucediendo en los prados de Newcastle, en Inglaterra, en los que pacen ovejas. Y Batlle y Roig, asesorados por la ingeniero agrícola Teresa Galí, demostraron en su proyecto para la recuperación del antiguo vertedero del Garraf (Barcelona) que la ganadería puede contribuir con lógica y sostenibilidad a la gestión y el mantenimiento de los espacios verdes metropolitanos.

Pero más allá de sembrar azoteas y huertas escolares, urge establecer diversos niveles de recuperación del agua. Arquitectos como Toyo Ito lo han intentado, pero han fracasado. En Vallecas, a las afueras de Madrid, su proyecto para el parque La Gavia debía reciclar el agua de lluvia en tres estanques. Los estanques están llenos, pero el agua no proviene de las lluvias. No puede ser que el agua que bebemos, la que empleamos para lavar el coche y la que usamos para regar provenga de un mismo lugar. La recuperación de diversas calidades de agua es clave para las nuevas ciudades. Tanto como los nuevos cultivos. También la idea de comer fruta y verdura sin pasaporte. Tal vez, con los frutales en la ciudad, los urbanitas aprendamos que no todos los melocotones pueden tener el mismo tamaño que el hueco de la caja que les espera y que una picadura en la piel de una manzana no es una invitación al descarte: para eso están las pieles, para proteger de pedriscas y picadas.

Gran parte de nuestra existencia cotidiana sucede en lugares que ocultan los procesos que hace posible la vida: bordillos y desagües que hacen que el agua de lluvia desaparezca cortando los lazos entre tierra y cielo. Enric Batlle sostiene que, en las nuevas ciudades, la sensación de progreso podría nacer del conocimiento del curso del agua. Como defendía Lucius Burckhardt en su Design is invisible: “Los nuevos valores provienen de las basuras de la antigua cultura”.

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