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Reportaje

El Rey de un país libre

Don Juan Carlos es un hombre muy simpático, que rompe de inmediato las dis­tancias y establece una comunicación rápida, cálida, con sus interlocutores

Cuando, el 22 de noviem­bre de 1975, a la muerte de Franco, don Juan Carlos de Borbón fue proclamado Rey por las Cortes Españolas, poca gente en España y en el mundo creía que aquella Monarquía iba a durar. El sentimiento más extendido era que, hechura y prolongación apenas disimulada de la dictadura, el nue­vo régimen resultaría incompatible con la democratización de España, anhelo de la inmensa mayoría de los españoles. Y que el Monarca, crecido y educado a la sombra del Caudillo desde su niñez con el designio de salvaguardar los ideales y fines del Mo­vimiento Nacional (que había jurado de­fender), sería un obstáculo insalvable para el retorno de la libertad y la legalidad con­culcadas hacia cuatro décadas. Además, como siempre le habían visto, o mudo e inmóvil detrás de Franco en las ceremo­nias oficiales a que este se dignaba llevarle, o leyendo anodinas generalidades en ac­tos públicos de escasa o nula significación, corría el rumor de que el flamante Monar­ca era poco inteligente. Por eso muchos es­pañoles encontraron acertada la profecía del periodista y escritor José Luis de Vilallonga de que el nuevo Rey pasaría a la his­toria como "Juan Carlos el Breve".

Un cuarto de siglo después, España ha saltado -vertiginosamente- del anacro­nismo que todavía era en 1975 -una sociedad congelada en el pasado por unas es­tructuras totalitarias y un sistema de cen­sura y control que la distanciaban de la Europa occidental y la emparentaban al Tercer Mundo- a ser una democracia mo­derna, próspera, con una poderosa socie­dad civil de instituciones sólidas, un fe­cundo régimen de autonomías, unas Fuer­zas Armadas integradas en el sistema de defensa de la OTAN, y a sentar un modelo de transición pacifica de la dictadura a la sociedad abierta que ha tenido trascen­dencia en el mundo entero. Según consen­so unánime, factor determinante en la transformación de España -el más exitoso proceso de democratización de una socie­dad que haya conocido la historia moderna- ha sido el rey Juan Carlos, quien, por ello mismo, ha conseguido para el régi­men que encarna una legitimidad y una caución popular que nunca nadie llegó jamás a sospechar lograría la Monarquía. Tan es así que la disyuntiva Monarquía- República ha desaparecido de la agenda política española, y aunque algunas for­maciones minoritarias o individuos aisla­dos, de cuando en cuando, crean necesario recordar su vocación republicana, estas manifestaciones carecen de eco en la vida política, y suenan, más bien, como extra­vagancias. Para la inmensa mayoría de los españoles, la Monarquía existe para que­darse, porque ella y la democracia -la le­galidad, la libertad, la convivencia y la paz- se han identificado en España de ma­nera visceral.

¿Cómo fue posible esta extraordina­ria historia? Se han borroneado muchas páginas al respecto, y buen número de los figurantes y protagonistas que vivieron sus distintas etapas han dado sus testimo­nios. Pero el actor principal, el Rey, no lo ha hecho, ni probablemente lo hará nun­ca. Ha concedido algunas raras entrevis­tas (como sus conversaciones con Vilallonga) en las que evoca el asunto, pero lo hace siempre con tanta prudencia, evitan­do tanto reivindicar en ella el papel protagónico que desempeñó en el desmantelamiento del sistema franquista y el esta­blecimiento de la democracia, que la exacta valoración de sus iniciativas y mé­ritos políticos en lo sucedido en estas últi­mas décadas en España queda como asig­natura pendiente para futuros historiado­res. Cuando le preguntan si lleva un diario o escribirá algún día sus memorias, res­ponde categóricamente que no. Don Juan, su padre, le advirtió desde niño que un rey no podía hacerlo, porque un testimonio real de esta índole inevitablemente heriría sensibilidades y provocaría divisiones, algo que un soberano empeñado en serlo "de todos los españoles" debe evitar a toda costa.

Ya nadie cree que el Monarca español carezca de luces: por el contrario, todos le reconocen una sutil inteligencia para ha­ber actuado -desde que, por acuerdo entre Franco y don Juan, vino en 1948 a conti­nuar su educación en España, y en todas las instancias posteriores de su trayecto­ria- con una destreza, visión de futuro, sentido de la oportunidad, tacto e incluso maquiavelismo político fuera de lo común. Sin esos atributos que don Juan Carlos ha demostrado tener, probablemente España seria ahora una República, y la transición hacia la democracia hubiera resultado muchísimo más conflictiva y traumática de lo que fue. No es modestia la que le lle­va a salirse por la tangente, o a minusvalorar su rol, cuando se le pregunta sobre esa larga peripecia que le permitió, pro­gresivamente, ganarse la confianza, pri­mero, del Caudillo, sin perder la de su pa­dre, y de buena parte del aparato director de la dictadura, de modo que fuera elegido por Franco, dentro de los mecanismos le­gales y constitucionales fraguados por el régimen, para ocupar el trono, y, más tar­de, la de las distintas fuerzas de la oposi­ción, para impulsar un proceso político cuya consecuencia última seria, pura y simplemente, la liquidación del franquis­mo. ¿Fue una estrategia planeada con lu­cidez y deliberación en la juventud o pri­mera adultez por el propio Príncipe? ¿O una sucesión de actitudes e iniciativas sin ilación, producto de la inspiración del mo­mento, que luego, en el devenir histórico, aparecerían racionalmente concatenadas en pos de un fin?

Cuando escucha preguntas tan serias, tan barrocas, don Juan Carlos sonríe con amabilidad y encuentra una manera de recolocar al abstracto interlocutor en ese territorio concreto de la anécdota diverti­da, el comentario ligero y la chanza ame­na, superficial, que finge ser su preferido. Dice que no planeó nada de eso, que no hubo una estrategia, que procedió, cada vez, en cada caso, de acuerdo a las cir­cunstancias, siguiendo muchas veces al pálpito lo que convenía hacer. Y que, ade­más, le ayudó siempre el hecho de haber tenido cerca a personas competentes, lea­les, serviciales, idealistas, interesadas en el bien de España (nunca olvida citar a la Reina entre ellas), cuyo consejo y ayuda fueron valiosísimos. Y que, por último, a él siempre le ha acompañado la buena es­trella. Lo dice con tanta naturalidad y con­vicción que, aunque evidentemente las co­sas no pudieron ser para él tan felices ni tan sencillas como pretende, seria una ma­jadería no creerle.

Don Juan Carlos es un hombre muy simpático, que rompe de inmediato las dis­tancias y establece una comunicación rápida, cálida, con sus interlocutores, a los que. Por tímidos o huraños que sean, se­duce de inmediato y hace sentirse cómo­dos, alternando no con un rey -la palabra suena a tiesura, protocolo y hielo-, sino con un amable bípedo de carne y hueso, normalísimo a más no poder, ni más vivo ni más corto, ni más brillante ni más opa­co, que el común de los mortales. Ésa si que es una estrategia, muy exitosa, que obedece, como todo o casi todo lo que don Juan Carlos de Borbón hace, dice y acaso sueña desde que alcanzó la edad de la razón y pudo pensar por cuenta propia, al norte obsesivo de su vida: restaurar la Mo­narquía en España de modo que ella se confunda para siempre en la historia fu­tura con el destino de los españoles. Para que este designio sea realidad conviene que el Rey esté tan cerca de sus súbditos que éstos no se sientan súbditos. sino algo más cálido y más próximo, y evitar que el Monarca se aleje, o parezca alejarse, del ciudadano co­mún por su conducta, sus gestos, su lenguaje o incluso su inteligencia. La discre­ción llevada a esos extremos se convierte en arte y en una segunda naturaleza. El es­pañol al que ha cabido reali­zar la más extraordinaria ha­zaña de su generación se ha impuesto una persona públi­ca que recorta lo que es y lo que vale, y relativiza su des­tino fuera de lo común, por­que. según su concepción del cargo que ocupa -de la insti­tución de la que es símbolo-, es preciso que el soberano de una democracia constitucio­nal no descuelle demasiado, en orden alguno, sobre el promedio ciudadano. No quiero decir con esto que esa personalidad campechana, deportiva, directa, risueña y cordial con que aparece sea falsa. El rey Juan Carlos es también así. Pero es mu­chas otras cosas más que eso, que procura no exhibir. Todo lo que hay de complejo y profundo en él se halla, por una decisión propia evidente y mediante una gran maestría en el arte de la representación, fuera del alcance de sus interlocutores.

Por ejemplo, ¿cuáles fueron, cuáles son todavía, sus sentimientos hacia Fran­co? Nunca ha hablado mal de él, ni, estoy seguro, lo hará. Admite, por supuesto, lo evidente: que si resucitara y viera en qué se ha convertido hoy España, en buena parte por culpa del joven al que él eligió como su sucesor, el Caudillo quedaría dis­gustado, acaso horrorizado con lo que, para él, solo podría significar la victoria total de la "conspiración judeomasónica"sobre los ideales de la Cruzada. Pero, ad­mitido esto, se apresura a recordar que la última vez que habló con él, cuando Fran­co se debatía en los horrores de su inter­minable agonía, le susurró, cogiéndole las manos: "Lo único que os pido. Alteza, es que preservéis la unidad de España". Franco no descartaba, pues, que la subi­da al trono del Príncipe trajera consigo grandes cambios sociales y políticos. ¿Llegó a odiar a ese Caudillo que tanto hizo sufrir a su padre, al que embaucó una y mil veces, dilatando con todos los pretextos ese restablecimiento de la Mo­narquía que, sin embargo, con su infinita capacidad para la intriga, siempre hacia espejear como posible, como próximo, para mantener viva la esperanza de don Juan? Ese Caudillo que, por épocas, tole­raba las campañas de calumnias e insul­tos contra el pretendiente de la Corona, sin que don Juan pudiera defenderse, en la prensa censurada del régimen. ¿Cómo hizo, a la vez que padecía estos agravios a su padre, a quien le unían lazos afecti­vos tan profundos y de quien habla con tanto cariño y gratitud, el Príncipe niño, el Príncipe joven, para mantener esa re­lación, siempre cordial, por periodos afec­tuosa, que reconoce haber tenido con Franco? No es difícil imaginarse el in­menso sacrificio, la tremenda tensión in­terior que ello debió costarle, la voluntad de hierro que precozmente debió de ejer­citar para disimular, para que nada de ello trascendiera ni estropeara las rela­ciones que mantenía con el amo y señor de España, de quien, él lo sabia, dependía fundamentalmente la restauración mo­nárquica. Cuando se le insinúa que, en su niñez, en su juventud, vividas lejos de su familia, de sus padres, en medio de la incertidumbre. debió pasar momentos muy duros, encoge los hombros y lo niega. Porque también hubo muy buenos mo­mentos en esos años, recuerda, los bue­nos amigos, los deportes, maestros excep­cionales. y porque, aun en los periodos de máxima hostilidad del régimen hacia don Juan, a él Franco le trató siempre con de­ferencia.

¿Llegó, pese a todo, a sentir afecto, gratitud, por aquel hombre que, no es cierto, cumplió la promesa que había he­cho y le sentó en el trono? Fueron mu­chos años a su lado, más de los que el jo ven pasó junto a su familia, años en los que el Caudillo siguió muy de cerca, en el detalle, el desarrollo de su formación, educándole de la manera que él creía me­jor para la altísima función que le tenia reservada. En lo personal, a veces, a don Juan Carlos se le escapan algunas expresiones, o hace algunos ges­tos, que sugieren una soterrada emoción, un ramalazo melancólico, cuando recuer­da a aquel personaje que marcó de manera indeleble su vida. Él siempre le habló con mucha franqueza. Por ejemplo, en 1972. cuando la nieta del Caudillo. María del Carmen Martínez Bordiú, se casó con Alfonso de Borbón, primo y rival del Príncipe, y corrieron rumo­res -repartidos sobre todo por la Falange y el sector mas ultra del régimen, que odiaban a los Borbolles- de que Franco elegiría como sucesor a don Alfonso para que su nieta fuera reina de España, don Juan Carlos fue a El Pardo y le preguntó a bocajarro si aquello era cierto. "No hagáis caso de habladurías", fue su res­puesta. Así ocurrió otras veces, y también en esas ocasiones, a él. Franco le dijo la verdad.

Sin embargo, sean cuales sean los sen­timientos que le unieron a) Caudillo, en lo político don Juan Carlos supo muy joven, de manera inequívoca, que la superviven­cia y arraigo de la Monarquía en España sólo serian posibles si asumía resuelta­mente una vocación democrática, es decir, si rompía de manera clarísima con la he­rencia de cuarenta años de dictadura y propiciaba la reconciliación de los es­pañoles. el retorno de los exiliados, la le­galización de todos los partidos políticos (incluido el partido comunista, la bestia negra del régimen), elecciones libres y una genuina libertad de prensa: en otras palabras, si se instalaba en España una Monarquía democrática constitucional, a la manera de las existentes en el Reino Unido. Holanda o los países escandinavos.

El milagro laico de la transición es­pañola no fue obra de una persona, desde luego. Muchas -Adolfo Suárez, Felipe González, Santiago Carrillo, Manuel Fra­ga y muchos otros- colaboraron en ese tra­bajo de relojería china que tendió puentes donde había abismos de recelo y animosi­dad, creó consensos, firmó pactos, consi­guió concesiones a diestra y siniestra y fue embarcando, en un gran movimiento modernizador y de reconciliación, a toda España. Sin embargo, aunque obra de mu­chos, la transición no hubiera sido posible si las Fuerzas Armadas no la admitían o, por lo menos, no se resignaban a ella. Sólo una persona podía conseguir que la insti­tución más identificada con la dictadura, de la que era espina dorsal y brazo arma­do, aceptara sin chistar cambio tan cataclísmico en la realidad social y política española. ¿Cómo lo consiguió el llamante Rey? ¿De qué argumentos se valió para convencer de que le aceptaran quienes te­nían como el mayor motivo de orgullo el haber limpiado a España de comunistas, republicanos, anarquistas y masones? El Monarca recuerda que aquéllas eran las Fuerzas Armadas de Franco, y que él era el Soberano por decisión de Franco, y, por tanto, obedeciendo sus órdenes, aquellos militares obedecían todavía al Caudillo, para ellos sagrado. Los militares saben obedecer a su jefe si éste les habla con cla­ridad y no pretende engañarlos. Segura­mente es cierto, pero, aunque contado por don Juan Carlos este aspecto de la transi­ción resulte un simple trámite, la verdad es que la manera como el joven Monarca consiguió imponer su autoridad y parali­zar cualquier intentona militar antidemocrática en aquellos momentos es sor­prendente y, desde todo punto de vista, admirable. Ella reveló en el llamante Mo­narca unas dotes de firmeza y de manejo político que le ganaron el respeto de la opi­nión publica en su patria y en el mundo. Es imposible no pensar en el baño de san­gre que hubiera podido vivir España si el recientísimo jefe supremo de las Fuerzas Armadas no hubiera sido, en los comien­zos de la transición, tan persuasivo con sus subordinados. A ello le ayudó, además del prestigio que a su nombramiento con­fería ante los militares la sombra de Fran­co, la relación personal que él había culti­vado con los oficiales de las distintas ar­mas desde que fue cadete en las tres escuelas militares.

La transformación de aquellas Fuer­zas Armadas franquistas en las actuales, modernas e integradas en Europa, que lle­van a cabo misiones de paz en distintos continentes, y educan y asesoran a ejérci­tos latinoamericanos y africanos en lo que debe ser el rol de los militares en una de­mocracia, es uno de los aspectos más insó­litos de la transición española. Varios cen­tenares de oficiales y soldados han sido victimas de la locura homicida de ETA, y, sin embargo, como ocurriría en Suiza, o en Suecia. o en Inglaterra, a nadie en Es­paña se le ocurre ahora pensar que esas provocaciones sangrientas podrían indu­cir a las Fuerzas Armadas españolas a po­ner en peligro el orden constitucional. El ejército ha dejado de ser lo que fue en el pasado y es todavía en todos los países subdesarrollados del mundo: una espada de Damocles pendiendo amenazadoramente sobre la sociedad civil. A muchas personas, entre ellas buen número de mi­litares, se debe esta formidable mutación que ha hecho de las Fuerzas Armadas es­pañolas uno de los pilares de la democra­cia. Pero, antes que a ninguna otra, al rey Juan Carlos.

Y si hay que fijar una frontera simbó­lica entre el antiguo y el nuevo ejército, seria el 23 de febrero de 1981. Fuethe finest hour, la "hora más alta" de don Juan Car­los, para decirlo con retórica churchilliana. cuando su resolución y valentía preci­pitaron el fracaso de la conjura antide­mocrática planeada por un grupo de altos oficiales de las Fuerzas Armadas, que se levantaron contra la democracia enarbolando de manera calumniosa la bandera del propio Rey. Los generales Armada y Milans del Bosch. el coronel Tejero y sus cómplices pensaban que. de este modo, apareciendo como los salvadores de la Mo­narquía contra la anarquía y el comunis­mo. conseguirían el apoyo del resto de las Fuerzas Armadas para la conspiración. El silencio del Monarca hubiera bastado, tal vez. para que el embauque de los golpistas prosperase y, como ocurrió en Grecia en 1967. cayese sobre España una nueva épo­ca de autoritarismo militar. Pero la reac­ción de don Juan Carlos fue instantánea, rectilínea, clarísima. Imagino, en el tran­quilo despacho de la Zarzuela atiborrado de veleros, marinas, obras en­cuadernadas de Menéndez y Pelayo. desde cuyas ventanas se divisa un bosque de alcorno­ques y pinos entre los que se pasean ciervos y jabalíes, la efervescencia de aquella noche. Rodeado de su familia, el Rey telefoneaba, uno a uno. a todos los capitanes generales, y les ordenaba respetar la Constitu­ción y desoír los llamados de la conjura, y conminaba al propio general Milans del Bosch a de­sistir de su empeño golpista. y a regresar a sus cuarteles los tanques que se paseaban por las calles de Valencia. El prín­cipe Felipe, de sólo 13 años, ex­hausto luego de una semana de exámenes, lívido de sueño, encogido en una silla, estuvo también allí, toda esa lar­ga noche, por decisión del Monarca, para que el heredero de la Corona recibiese esa lección práctica de responsabilidad cívica en situaciones de emergencia. ¿Quién pue­de dudar de que fueron la firmeza y luci­dez con que actuó el Monarca en esa hora critica las que debelaron el golpe y salva­ron a España de una tragedia de incalcu­lables consecuencias? Su acción fortaleció el proceso democrático, consiguió para la Corona una legitimidad y un arraigo so­cial que hasta entonces no tenía, y su fi­gura de estadista comprometido con los principios constitucionales de libertad y de legalidad alcanzó irradiación y presti­gio en el mundo entero.

Cuando él recuerda aquella noche decisiva, sin embargo, tampoco abandona su cautela habitual. ¿La energía y rapidez con que reaccionó ante la tentativa golpista se debieron, tal vez. a la lección de lo ocurrido a su cuñado, el rey Constantino de Grecia, quien, al sublevarse los genera­les. en 1967, los apoyó en vez de enfrentár­seles, con lo cual labró su ruina política y el fin de la Monarquía helena? "A Cons­tantino le cortaron el teléfono, y a mi, por suerte, no", bromea. Así pues. España se salvó aquella noche del 23 de febrero de una nueva dictadura no gracias a la clari­videncia política y el coraje moral del So­berano. sino a la chapuza de unos golpistas que olvidaron aislar al inquilino del palacio de la Zarzuela cortándole las co­municaciones.

Cada vez que se alude a su participa­ción en hechos capitales de la evolución hacia la democracia -la elección de Adol­fo Suárez, por ejemplo, en 1976, para re­emplazar a Arias Navarro al frente del Gobierno, decisión acertadísima que po­sibilitó el carácter pacifico de la transi­ción-, don Juan Carlos no elude una res­puesta, pero en todos los casos se esfuerza por desdramatizar el acontecimiento y su propia influencia, resaltando el apoyo y la colaboración que otros le prestaron, sin cuyo esfuerzo, lealtad, tino, recalca una y otra vez. nada se hubiera conseguido. Incluso cuando exalta la colabora­ción que. sobre todo en las pruebas más recias, le ha prestado siempre doña Sofía, la Reina -no permitiendo que el ánimo decaiga jamás-, o cuando se declara feliz por tener una magnifica familia tan uni­da, y se proclama orgulloso de sus hijos y nietos, es muy visible en él la voluntad de no excederse, de no ir demasiado lejos, de no incurrir en la complacencia ni la jac­tancia. Pese a ese cariz tan despreocupa­do y sencillo con que se luce ante los otros, el Rey de los españoles es alguien que nunca se distrae, que ni por un ins­tante descuida su papel.

Hace bien, desde luego, empeñándose en no aparecer como un gigante de la his­toria, como el Rey providencial, ni siquie­ra como un ciudadano que ha prestado servicios desmesurados a la democratiza­ción y modernización de España. No le co­rresponde a él, sino a los futuros historia­dores y a los españoles que vendrán, cuan­do, con la perspectiva debida, se puedan hacer las sumas y las restas, sacar el ba­lance y dictar el veredicto definitivo.

Pero, en su fuero más intimo, cuando no hay cerca testigos incómodos, si en esa ajetreada vida que es la suya, donde todos sus minutos del día están programados y el protocolo cotidiano debe ser cumplido sin desgana ni fatiga, más bien con entu­siasmo y buena cara, dispone del tiempo necesario para meditar un rato a solas, ahora que se cumplen 25 años desde que es Rey de "todos los españoles", como se propuso y ha conseguido serlo, debe inva­dirle sin duda una bienhechora sensa­ción, esa tranquilidad que da el trabajo bien hecho, la impresión de haber conse­guido, con el esfuerzo y el talento inverti­dos en ello, mover las cosas en la buena di­rección.

Las cosas se han movido mucho, en efecto, desde que don Juan Carlos de Borbón, el nieto de Alfonso XIII, el hijo de don Juan, pretendiente al trono, llegó a España la fría mañana del 9 de noviembre de 1948, a una remota estación de tren de las afueras de Madrid, para iniciar su educación bajo la tutela de un régimen to­talitario y clerical del que, según el desig­nio de Franco, seria el futuro mantenedor. No hay joven español de nuestros días que pueda imaginar siquiera la distancia si­deral que separa a la España en la que vive la actual generación de ese país ais­lado, sumido en el oscurantismo religioso y en el más horrendo atraso político, em­pastelado de prejuicios y de miedo, en el que don Juan Carlos pasó su infancia, su adolescencia y su temprana madurez. Las cosas están lejos de ser perfectas, desde luego, en esta España de hoy, que ya no ex­porta mano de obra, sino la recibe de Áfri­ca y de América Latina, cuyo desarrollo institucional y progreso económico se ve en el mundo como un ejemplo a seguir, y cuyo pluralismo político y cultural está tan enraizado que, se diría un forastero desinformado, ha existido aquí desde siempre. Hay el siniestro problema del te­rrorismo etarra -que, por supuesto, ya ha intentado, hasta en dos ocasiones, asesi­nar al Rey, otro tema que él aborda sin el menor nerviosismo, como uno de los ries­gos inevitables en esos deportes arriesga­dos que siempre le gustó practicar-, el de los separatismos, el de la violencia social, el de los desafíos que representa la inte­gración en Europa, etcétera. Pero, aun magnificando hasta la exageración los problemas de la España que ingresa en el tercer milenio, el avance del país en este último cuarto de siglo es sencillamente prodigioso. Me lo digo cada vez que vuel­vo a España, luego de algún tiempo, y con­trasto este país con aquel al que llegue, para hacer estudios de doctorado en la Complutense, en el verano de 1958, al que no reconozco ya en casi nada de lo que me rodea.

Los cambios son gigantescos en todos los dominios, y se refractan, de manera vertical y horizontal, por todas las capas sociales y las regiones de la Península. Pero hay un dominio, sobre todo, en el que lo conseguido en estos últimos 25 años es emocionante. España es hoy 1111 país libre. Libre como nunca lo fue antes en su historia, libre en su vida política y libre en la mentalidad de la inmensa mayoría de sus gentes, libre en sus costum­bres y en sus instituciones, en la prensa que se lee y escucha o ve, en la fe y en los cultos religiosos o en el rechazo de la re­ligión, en el obrar de sus partidos políti­cos y en las ideas e imágenes de quienes reflexionan, enseñan, escriben, pintan o componen, en las manifestaciones de sus lenguas y culturas diversas, en todos los ámbitos donde la libertad humana puede ejercerse. Lo cual no quiere decir que esa libertad se aproveche en todas partes y por todos de la misma manera y con los mismos beneficios. Es obvio que en el País Vasco, por culpa del fanatismo y el terror del extremismo nacionalista, se es mucho menos libre que en el resto de Es­paña. por ejemplo, y que la libertad no al­canza del mismo modo a un ciudadano es­pañol que a un inmigrante ilegal. Pero, haciendo todas las matizaciones y rebajas debidas, nadie que no sea ciego -que no sea un fanático- puede hoy día negar que, por un conjunto de circunstancias que seria largo enumerar. España disfruta hoy de ese privilegio todavía exclusivo, por desgracia, de apenas un puñadito de países en el mundo: ser una nación don­de la libertad es una realidad en las leyes y en los usos y conductas de sus ciuda­danos. Ésta ha sido una tarea común de miles, de millones de hombres y mujeres, resultado de innumerables esfuerzos y sacrificios, pero, en aquella tarea, a al­gunas, a algunos, ha tocado hacer apor­taciones más significativas y relevantes. Seria injusto no reconocer, ahora que se cumple un cuarto de siglo de su subida al trono, la gigantesca contribución presta­da por Juan Carlos I a hacer, por fin, de España una tierra de libertad.

Una ilustración de Don Juan Carlos.
Una ilustración de Don Juan Carlos.GONZALO GOYTISOLO

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