¡Qué bonito, Manzanares...!
Eran ya las nueve y veinte, noche cerrada en Madrid, cielo encapotado, cuatro gotas inoportunas que ya habían caído, y un torero por nombre José María Manzanares, que, contra todo pronóstico y para sorpresa del respetable, se lleva al sexto toro a la mismísima boca de riego, se perfila con parsimonia para entrar a matar -en la plaza no se oye ni el aleteo de una mosca, le gente aguanta la respiración, es un segundo, dos, no más-, le echa la muleta a la cara, el animal obedece, el torero lo espera y el estoque lo entierra a cámara lenta hasta la gamuza en el mismo hoyo de las agujas. Las Ventas explotó de emoción, conmocionada, arrebatada ante un momento de torería indescriptible. Las dos orejas fueron a parar a las manos del diestro, y a hombros, entre la algarabía de un gentío alborozado, cruzó la Puerta Grande de Madrid. ¡Qué bonito, Manzanares...!
Del Cuvillo/El Juli, Castella, Manzanares
Cuatro toros de Núñez del Cuvillo, desiguales de presentación, blandos y nobles; el cuarto, encastado. Primero y quinto -devuelto-, de Ortigao Costa, mal presentado y blando; sobrero de Camen Segovia, manso y soso.
El Juli: pinchazo y estocada (silencio); estocada caída (oreja).
Sebastián Castella: estocada tendida (palmas); estocada trasera _aviso_ (silencio).
José María Manzanares: estocada recibiendo _aviso_ (palmas); gran estocada recibiendo (dos orejas).
Plaza de las Ventas. 18 de mayo. Novena corrida de feria. Lleno.
Increíble, pero cierto. Dos milagros en dos días. Ni al guionista más imaginativo se le hubiera ocurrido una película de los hechos como los vividos en la feria de San Isidro. La corrida de ayer se despeñaba por una ruinosa pendiente, cuando por la gloria misteriosa del toreo se convirtió en un dechado de felicidad. Lo que son las cosas...
La lidia de ese sexto comenzó de mala manera. Trapajoso, que así se llamaba el toro, derribó al picador Chocolate, que se dio una costalazo del que se va a acordar durante mucho tiempo, y lesionó al caballo. Se lució Curro Javier con los palos. Y aparece el maestro, sereno, sin prisas, elegante, y dibuja tres muletazos con la mano derecha, embrujados de torería, que hicieron retumbar los tendidos. Y así continuó casi toda la faena, por derechazos larguísimos, hondos, trazados con plena suavidad, embarcando a la perfección la noble embestida del toro; un cambio de manos preñado de armonía; otro y, al final del mismo, una voltereta fea y el torero queda prendido en el pitón izquierdo, de la que sale extrañamente ileso. Y un trincherazo, y la plaza enloquecida. No era solo la categoría de los muletazos, que también, sino el aroma que desprende este torero en sus andares, en la forma de salir y andar en la cara del toro, en las pausas, en los desplantes... ¡Qué importancia adquiere el toreo en sus manos...! Y ya era de noche, las nueve y veinte, cuando, para sorpresa de todos, se llevó el toro a la boca de riego y se perfiló para matar, y...
La gloria. Por un momento, se vivió la gloria eterna del toreo. Los tendidos se tiñeron de blancos pañuelos, y el presidente no tuvo duda: las dos orejas, los máximos trofeos, para el torero más en forma del momento, para el artista consumado.
Uf... La emoción agota...
Hubo, no obstante, otro momento pleno de interés. Ocurrió en el cuarto, un toro encastado, con genio, con el que El Juli se sacó la espina de su anodina labor ante el muy noble y tontorrón primero. Asentó las zapatillas, sometió a su oponente, lo embarcó en la muleta y ligó diversas tandas en un palmo de terreno. Fue una faena de poder a poder, entre un animal codicioso y un torero en el punto culminante de la técnica. Allá por la quinta tanda, la mejor de todas, los muletazos nacieron de un mando extraordinario, y de una entrega y una firmeza ilimitadas. En el éxtasis de su capacidad dominadora, se pasa la muleta a la izquierda y dibuja naturales de categoría.
Pero el aburrimiento mata. Y de todo hubo en este festejo, cargado de expectación que, por momentos, se balanceó hacia el abismo de la sosería por obra y gracia de toros y toreros.
Atrás quedó el pobre espectáculo del bonachón e impresentable primero, con una cara de bueno que daba lástima; atrás quedó la pelea de pobres resultados de Manzanares con el tercero, con el que no acabó de estar a gusto y en el que abundaron los muletazos enganchados. O la mala suerte de un valiente Castella, que solo pudo darse un arrimón con el muy protestado y anovillado segundo, y otro con el desclasado quinto.
Pero nunca la felicidad es completa. No hay derecho a que las figuras vengan a Madrid y sean incapaces de lidiar una corrida completa. Y de los toros aprobados, varios impresentables e impropios de plazas de segunda. No hay derecho, tampoco, a que algunos aficionados confundan la exigencia con la inoportunidad de gritos fuera de lugar contra los toreros. Afortunadamente, todo quedó ayer borrado por el nuevo milagro del arte, por la explosión de la fiesta de los toros. Esa muchedumbre que esperó a Manzanares a la vera misma de la calle de Alcalá parecía una foto de otra época, de cuando el espectáculo taurino vivía todo su esplendor. Como ayer...
Babelia
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