'Enfangados'
Comenzó a llover a la hora del café, sobre las cinco de la tarde, y no paró hasta que el tercer toro estaba ya en el desolladero. Caía una espesa cortina de agua cuando se abrió la puerta de cuadrillas y allá que iniciaron los toreros el paseíllo sin haber inspeccionado, siquiera, el estado del ruedo. Queda en el aire la duda: o es que venían a por todas, cayera lo que cayera, o alguien los presionó para que miraran para otro lado porque devolver más de veinte mil entradas maldita la gracia que le hace a cualquier empresa. Sea como fuere, el agua, persistente y copiosa, fue una invitada molesta que influyó, qué duda cabe, en el desarrollo del festejo. Ni los toros ni los toreros se desplazan con la seguridad que ofrece el suelo seco; y más que mojada, enfangada quedó la arena venteña, a pesar del buen drenaje del piso de la plaza. Al final, más que una corrida aquello parecía un partido de rugby, con los jugadores embarrados hasta las cejas, las zapatillas y los trajes para el tinte, y muletas y capotes para la lavadora.
El Montecillo/Uceda, Fandiño, Tendero
Toros de El Montecillo, bien presentados, mansurrones, muy nobles los dos primeros; agotado el tercero; rajado el cuarto; inválido el quinto y manso y soso el sexto.
Uceda Leal: estocada desprendida (ovación); estocada baja (silencio).
Iván Fandiño: estocada (oreja); estocada caída (ovación).
Miguel Tendero: pinchazo y estocada (silencio); pinchazo y estocada baja (silencio).
Plaza de las Ventas. 14 de mayo. Quinta corrida de feria. Casi lleno.
OVACIÓN
Iván Fandiño ejecutó a la perfección la suerte de matar en el segundo de la tarde. Su gran estocada le valió una oreja.
PITOS
La persistente e intensa lluvia fue una invitada molesta. El agua y el barro emborronaron el festejo.
Pero hubo corrida, y toros y toreros, y una oreja. Y, además, finalizó antes de las nueve. Chorreando todos, eso sí, pero pronto a casa. Ya se sabe que lo bueno, si breve...
Bueno, la verdad es que el festejo fue más breve que bueno. Los toros decepcionaron por su invalidez y sosería, a pesar de que la nobleza de los dos primeros hizo abrigar las mejores esperanzas. Influyó, seguro, la lluvia, el barro, una lidia inadecuada, un exceso de castigo en varas, pero el festejo inició una cuesta debajo de la que no se recuperó.
Y decepcionaron los toreros. No todos. Fandiño, por ejemplo, se salvó de la quema. Y más que por la oreja que cortó, por su disposición, porque vino a buscar el triunfo, porque vendió muy bien su producto y mantuvo la ilusión hasta el último momento. Tanto es así que poco le faltó para cortar también la oreja del quinto, lo que le hubiera abierto la puerta grande y se hubiera consumado una tropelía, porque ese animal era un completo inválido al que se enfrentó con una encomiable decisión y no pudo dar ni un meritorio pase. Pero allí estuvo el torero, enterradas las zapatillas en el fango, alegre, entregado y confiado, con el vestío ensangrentado de arriba abajo a causa de unas ceñidísismas gaoneras que dibujó en un quite al primero de la tarde, y con el público encantado. Pero no fue posible la faena a pesar de su encendida voluntad. Se perfiló para matar, eso sí, como mandan los cánones, cobró una estocada hasta el puño algo caída, y recibió una merecida ovación. La oreja la cortó en el segundo, un nobilísimo toro, blando de remos, de edulcorada embestida, al que parearon con acierto Pedro Lara y Llaverito. Destacó Fandiño con la zurda en tres tandas de naturales, de más a menos, lentos y hondos, a los que faltó, quizá, la chispa de la que el toro carecía. Una buena tanda de derechazos y unas ajustadas bernardinas finales, precedieron a una gran estocada ejecutada a ley. Se premió la estocada y su alegría, más que la faena, que no alcanzó los niveles de emoción que una oreja en Madrid exige.
Mejor toro fue el primero, manso en el caballo, y largo, fijo y bondadoso en la muleta. Estaba lloviendo a mares, es verdad; todo el mundo incómodo, y se supone que también Uceda. Pero no hubo conexión, ni fe, ni entrega, ni esa imprescindible confianza para romper la plaza y cambiar el signo de una temporada. Hubo pasajes de calidad porque Uceda tiene mimbres y el toro era canela en rama, pero unas tandas por ambas manos -otra tarde más- cortísimas, de esas que te dejan con la miel en los labios, y la sensación de que todo estaba cogido con alfileres. Al guapo toro cuarto lo masacraron en varas y se rajó antes que su matador.
Otro toro vapuleado en el caballo fue el tercero, y llegó a la muleta de Tendero molido y agotado, sin fuelle para la embestida. Pero el torero, que se lució en un quite por chicuelinas al segundo, no evitó el naufragio en el sexto, manso y soso, pero que acudió a la muleta vulgar y despegada del joven matador. No hizo el toro nada feo, como ninguno de sus hermanos, pero el diestro se mostró espeso y carente de ideas. La gente no se lo tuvo en cuenta porque eran las nueve menos diez y estaba deseando llegar a casa para cambiarse de ropa y evitar un resfriado.
El toro y la belleza
El albero del ruedo como un anillo dorado se deja pisar por la planta de los pies de los que son capaces de jugarse la vida, bajo el sol o bajo la lluvia. Los tendidos son palcos de pasiones donde los gestos, a veces acompañando al grito y otras al olé del goce, son estremecimientos colectivos de coreografía sin academicismos. Un presidente con cinco pañuelos, blanco, rojo, verde, naranja y azul: para los trofeos y cambios de tercios, los indultos, devoluciones y el comienzo de la fiesta. Las pisadas de los toros, con sus negras pezuñas, dejan pequeños hoyos en el albero que marcan más que las plantas de los matadores, banderilleros y areneros, y un poco menos que los caballos de los picadores y las mulillas de los arrastres. Es un todo de pequeñas y grandes bellezas, que juegan, y, si tienes una perspectiva poética de la vida, las sientes como parientes circunstanciales de la muerte. Una corrida es como un cuadro en movimiento de Goya o Zuloaga; y cito a estos pintores porque en ellos, en muchos de sus cuadros, como en las corridas, encontramos algo que nos hace ser casi dioses de los sentimientos; de esos sentimientos inexplicables de las fiestas de toros, donde juegan componiendo belleza, la vida y la muerte. Si en nombre de la muerte queremos defender la vida, estaremos destruyendo la belleza, algo muy necesario, hoy, para vivir y para morir en medio de tantas horribles imágenes.
Para cuantos éramos niños aquel día caluroso de agosto de 1947 en el que un toro de Miura mató a Manolete en Linares, la estética de las corridas dramatizó nuestras miradas con la sensación de que el arte, la belleza y las emociones no son, para muchos de nosotros, creíbles si no comulgan con la muerte. Los toros, como espectáculo dramático, superan la reflexión de Aristóteles cuando afirma la supremacía de la tragedia sobre la comedia. Para el gran griego la tragedia es la trascendencia y la comedia la vulgaridad. Pretender arrancarle a las corridas su punto de partida como espectáculo trágico que es el bello juego con la muerte real, no de ficción, del toro o del hombre, sería alejar la fiesta de nuestras costumbres, o dicho sin hipócrita reserva: de nuestra trágica cultura milenaria.
Salvador Távora es actor y director teatral.
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