El otro Banksy
A principios de los 90, las marquesinas de la Avenida de Broadway fueron invadidas por el 'Street Art'
A principios de los 90 las marquesinas, las cabinas telefónicas y las vallas publicitarias de la avenida Broadway en Nueva York experimentaban un extraño fenómeno: alguien las modificaba añadiendo elementos nuevos. Algunos carteles desaparecían y al cabo de unos días volvían a su emplazamiento original con los cambios de rigor.
Durante unos meses los fans del graffiti (y del arte en general) sucumbieron al desconcierto de ver a extrañas criaturas asomando en carteles de marcas como Calvin Klein, Guess o Armani.
Pasado el susto algunos trazaron su propio plan y empezaron a robar las obras modificadas. El escarceo inicial dio paso a una auténtica guerra de guerrillas para hacerse con los trofeos, con la certeza de saber que algún día aquello valdría su peso en oro. La cosa llegó a tal punto que las propias marcas optaron por pelearse por colocar sus anuncios en la zona, sabedores de que la publicidad generada por el artista/graffitero desconocido superaría con mucho el impacto medio de cualquier campaña de marketing.
Así fue como el mundo conoció a Bryan Donnelly, al que sus colegas llamaban Kaws. Donnelly nació en Nueva Jersey en 1974 y pronto empezó a despuntar en el universo de la ilustración. Después de cursar estudios en Nueva York fue fichado por Disney, donde trabajó como creador de fondos y de donde pasó a debutar, un par de años después, en Los Simpson, la legendaria serie de Matt Groening. Sin embargo al artista le intrigaban otras parcelas a las que no podía llegar y allí empezó su carrera paralela, que se apartaba de la disciplina del graffiti para conectar con otros campos, más cercanos a sus inquietudes. Kaws pasó así a codearse con la generación de los Beatiful Losers (donde destacaban nombres como los de Larry Clark, Aaron Rose, Barry McGee, Terry Richardson o Jeremy Fish) y a experimentar con la pintura y la escultura, alejándose de la calle sin renunciar a ella, dejando su rastro en ciudades como Paris, Tokio, Londres o Berlín.
Kaws se convirtió en el nombre más popular del street-art justo en el momento en que éste cruzó el Rubicón de las minorías para convertirse en un jugoso negocio que algunos vislumbraron con claridad: marcas como DCShoes, Nike o Supreme abrieron la veda de las colaboraciones con artistas y convirtieron a éstos en ícono de una sub-cultura que a pesar de sus devaneos con la edición limitada pronto se convirtieron en la bandera de la nueva modernidad.
Connelly encabezó el trasvase y fue el pionero a la hora de abrir nuevas vías de explotación: a través de sus colaboraciones con la legendaria factoría japonesa A bathing ape se hizo un nombre en oriente, donde cualquier cosa que llevara su nombre se agotaba en cuestión de minutos. Además, otra marca con sede en Tokio, la muy juguetera Medicom Toy (una compañía con clara inspiración de Lego que arrasa en Japón con sus colecciones dedicadas al mundo del cine, la música y los cómics), llegó a un acuerdo con Kaws para dar salida a otra de las obsesiones del artista: las figuras de vinilo. Así fue como las reinterpretaciones de Mickey Mouse, la mascota de Michelin o algunos de los personajes de La guerra de las galaxias pasaron de ser leyendas de la cultura popera a objetos del deseo de miles de fans, que llegaron a pagar cinco mil euros por ellos. Actualmente, cada lanzamiento del artista se convierte en un acontecimiento y las colas para adquirirlos se han vuelto tan incontrolables que la venta del objeto en cuestión se produce por sorteo (es decir, que para poder comprar uno tiene que tener -además de una cartera abultada- algo de fortuna).
En mayo de 2006 Donnelly decidió dar un paso más y en una maniobra inesperada lanzó su propia marca de ropa y complementos, Original Fake, en colaboración con Medicom, encantada de tener a Kaws entre sus socios. El sello se convirtió pronto en lo más buscado por los fans de la cultura callejera de altos vuelos, y a pesar de sus precios prohibitivos (que van desde los cien euros de una gorra a los mil que puede valer una chaqueta) su tienda, abierta en el barrio de Minami-Aoyama, rara vez tiene problemas de ventas y normalmente agota sus productos a las pocas horas de ponerlos en sus estanterías. Además, en los últimos años el artista ha llenado su currículum de proyectos de primera categoría: el diseño de la portada de uno de los álbumes del rapero Kanye West; la colaboración con la marca de cosméticos Kiehl's y la colección con la prestigiosa Head Porter, la compañía de bolsas y maletas con más solera de Asia.
Lo último de Donnelly, ya aposentado en la cima del mundo y vendiendo sus últimos cuadros a trescientos mil euros la pieza ha sido su primera exposición en solitario en Estados Unidos. El evento empezó hace unos días en el Aldrich Contemporary Art Museum de Ridgefield, en Connecticut con éxito de crítica y público y con la certeza de que hoy por hoy, en el mundo del street-art de primera clase sólo el mismísimo Banksy le hace sombra a Connelly, que a sus treinta-y-seis años puede presumir de haberse comido el mundo. Eso sí, mientras el mito de Bristol sigue sin revelar su identidad, Donnelly es un rostro público, siempre de negro y tocado con una gorra, reacio a las entrevistas y poco amigo de las masas, pero público al fin y al cabo. Lo dice el refranero: cada maestrillo tiene su librillo.
Babelia
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