Andante filología
He comenzado el año con la lectura del artículo de José Vidal Beneyto publicado en este periódico El macabro vodevil de Copenhague dedicado a López de Uralde, en cuya introducción el profesor alude de paso a la "literaturización del pensamiento" con la reducción, por ejemplo, de los periodistas a la "mera condición de curritos" y de los científicos sociales, señalando la única opción posible, la machadiana de "hacer camino al andar", limpia distancia tanto con los orígenes como con el destino.
Si los años de oro dejaron pasar epidemias como el sida o la droga, entronizando la escuela lúdica porque "el maestro no puede enseñar ni la vida, que es del individuo, ni la literatura, que es innata en el genio creador, ni la filosofía, que para nada sirve". Si el sueño de hacer mundos mejores terminó en un chalet con 10 cuartos de baño y el llamado sujeto solidario fue sustituido por el consumista buscador de felicidad a toda costa. Si continuamos reclamando glamour a las personas públicas, solamente glamour y susurrante suavidad. Si volvemos al traje largo en los actos oficiales porque cuando una mujer viste pantalón en un acto oficial hay columnistas que la echan a las fieras... ¿para qué utilizar el pensamiento y la razón, para qué asustar con una idea, para qué dar información completa de cualquier tema, para qué pelear cuando te quitan un derecho, para qué admirar a estadistas europeas y americanas que usan pantalón cuando presiden actos de gobierno si todo puede decirse con una oración simple y una mujer de traje largo?
En los años de dejación transcurridos a cambio de entretenimiento para gentes asustadas con nevadas, gripes, crisis y accidentes de carretera, los discursos sociales se desarrollan más como espectáculo significante, sin significado. Pero sucede que los tiempos cambian y a una era sin maestros, sin hermanos mayores o padres, como dice Natalia Ginzburg, sucederá otra etapa distinta. Recordándolo Juan Ángel Juristo a propósito de la muerte de Rafael Conte y de Pablo Corbalán, reconocía que nuestro mundo literario parece incapacitado para reconocer al padre y dar las gracias a quien tanto le dio.
La falta de modelos morales hace que haya que interpretar, por ejemplo, la entrevista de Antonio Machado con el escritor soviético Ilia Ehrenburg en diciembre de 1938 en una Barcelona bajo las bombas, cuando el ruso intentaba ponerse a salvo de un posible derrumbamiento y Machado, subido en una escalera de mano, accedió a la edición de las Coplas de Jorge Manrique que se tambaleaba en la estantería y comenzó a leerla en alta voz. O el gesto de Rafael Lapesa al agarrar sus ficheros de lexicógrafo para ponerlos a salvo bajo el asalto fascista a la ciudad universitaria, dos de las muchas anécdotas valerosas que hacen decir al corresponsal de guerra de The New York Times Herbert Matthews, que "nada acontecerá en mi vida tan hermoso como aquellos dos años y medio que pasé en España".
En el infierno uno puede crear y amar si ha conocido un gesto que lo anuncia. Muchos testigos lo transmitieron a filólogos extranjeros que en la posguerra llegaron a la tertulia de Ínsula de José Luis Cano, la Academia de Dámaso Alonso o Zamora Vicente, la casa malagueña de Jorge Guillén o la madrileña de Gabriel Celaya y Amparitxu Gastón, o a los trasteros de la librería Turner de Bergamín, o a las clases de Martí de Riquer. Todo aquello parece que está oculto hasta que un joven investigador, en las manos una obra de José Ángel Valente, Heidegger o María Zambrano, se pregunta por la relación entre filosofía y poesía. Entonces la filología recomienza al par que el pensamiento y vemos a Rosa Rossi conversar con el filósofo Manuel Sacristán en Barcelona antes de escribir la biografía de Teresa de Ávila, a una estudiante americana entrar la clase de García Calvo, a M. Blecua editando a Quevedo, a Emilio Orozco explicando el Barroco, a Martínez Montávez la poesía andalusí, todos diluyendo en palabras la maldición cainita que viviera.
Si es verdad que los ciclos se suceden, aunque sea todavía una hora poco propicia, quienes lleguen de nuevo a la traducción de El Quijote de Vittorio Bodini, al Lope de Noel Salomón, a La Celestina de Stephen Gilman, a la poesía de los años treinta de Serge Salaun, a los poetas contemporáneos de Biruté Ciplijauskaité, o al san Juan de Luce López- Baralt, detectarán su estado de ánimo entregado, silencioso, constante, que hacen camino al andar. El impulso que llevó a Dámaso Alonso a traducir a Joyce, a Ángel Crespo a trasladarnos a Dante o a María Zambrano a analizar a los pitagóricos, sobre las circunstancias que cada uno viviera, como si cada uno de ellos cuidara con ese gesto a los que aguardan, incluso cuando nadie parece que aguarda, rescatando la voz de otro que ya no está con la que se trabaja voluntarioso cada día, como hace el hispanista Ian Gibson, que ha caminado decenio a decenio por los caminos del poeta desaparecido en 1936 Federico García Lorca, aunque pocos se lo agradezcan. No importa. Sabemos que el auge de nuestra lengua común en el mundo es consecuencia directa del largo y silencioso esfuerzo que realizaron en distintas etapas los filólogos, aunque nadie les de nunca las gracias.
Fanny Rubio es escritora y catedrática de la Universidad Complutense. Su último libro, Baeza de Machado (Fundación J. M. Lara, 2008)
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