Madre de tres estrellas
Montserrat Fontané todavía examina todas las recetas de sus hijos Joan, Josep y Jordi Roca. Son los responsables del Celler de Can Roca, recién ascendido al olimpo de la guía Michelín
Los cocineros del quinto mejor restaurante del mundo recorren todos los días, a eso de las doce, los cien metros que los separan de una humilde casa de comidas. No por habitual la escena resulta menos chocante. De riguroso blanco, los trabajadores del Celler de Can Roca (Girona), cuyo precio por comensal ronda los 100 euros, comen un menú de nueve euros en un bar, Can Roca (no confundir con El Celler de Can Roca), que regentan desde hace cuatro décadas los padres de Joan (45 años), Josep (43) y Jordi (31) Roca. O lo que es lo mismo, el chef, el sumiller y el pastelero del Celler, un restaurante que ha recibido en 2009 su tercera estrella Michelín.
Detrás de la vocación de los tres hermanos, de lo cómodos que se sienten en los fogones y de lo respetuosos que se muestran con las raíces, está Montserrat Fontané: la madre. Una cocinera de las de toda la vida, que no lleva bordado su nombre en la chaqueta y siempre ofrece el mismo menú. Sus platos estrella, en raciones muy generosas, son los calamares a la romana, el arroz a la cazuela y los canelones. En la carta de sus hijos, que se renueva cada año, destacan el helado de puro (sí, de humo) o la ostra al cava (vino texturizado, denso, gracias a un espesante). Presentadas en cantidades más pequeñas, sus creaciones rozan el arte, como en los postres que adaptan perfumes: Trésor de Lancôme, a base de melocotón, nísperos y jazmín.
La carta de los Roca incluye platos mágicos como el helado de puro. La madre ofrece fideuá, canelones, lentejas...
"Nos ha enseñado a cocinar con cariño. Lleva su comida con una meticulosidad rara en un restaurante de menú", dice Jordi
Si los salones amplios y elegantes del Celler ("bodega" en catalán) tienen capacidad para 40 personas, por Can Roca pasan a diario hasta 180, muchas de ellas habituales. Para servirles se bastan Montserrat, un par de cocineros y otros tantos camareros. Los ritmos y formas de los dos restaurantes son muy distintos; no tanto la base de su cocina. "Partimos de los guisos tradicionales", señala Joan, el chef. "Lo primero es que el plato esté bueno, luego viene la estética". Que tienen presentes sus orígenes se evidencia cuando describen los olores de su infancia: "Recuerdo la escudella que cocinaba mi madre los sábados" (Jordi), "el aroma de la cebolla pochada y del apio" (Joan), "los riñones al jerez" (Josep).
Los pies en la tierra
Después de 20 años pared con pared en el barrio periférico de Taialà, El Celler se trasladó en 2007 a una casona de principios de siglo. Con su cocina de 210 metros cuadrados, su bodega de 80.000 botellas y sus jardines triangulares es "otro mundo" para la madre. De sus enormes perolas de fideuá a probetas propias de un científico o al rotovapor, un artilugio que destila esencias. El paseo diario pone los pies en la tierra a los tres hermanos. "Nos hace ver que somos afortunados por hacer algo extraordinario. La realidad de la gastronomía es otra", reconoce el enólogo.
Ya no los separa sólo una puerta, pero el cordón umbilical no se ha roto. Casi todas las creaciones deben pasar el examen de la madre. Especialmente para los platos basados en la tradición. A ella le fascina cómo los transforman y aligeran. Por el contrario, hay experimentos con los que no transige. "¿Destilado de tierra? ¡Dejadla estar!". Montserrat prefería los platos de los comienzos, menos vanguardistas. Como el Parmentier de llàmantol, que actualiza un plato típico: "La zarzuela, de pescado y bogavante, la aprendieron conmigo".
-Y ellos ¿le han enseñado?
-¿A mí? Claro que no. ¡Qué pregunta!
Practican cocinas demasiado distintas como para que sus trucos ancestrales les sirvan. Tampoco influyó en el amor de Josep por los vinos ("a ella sólo le gustaban los dulzones") o de Jordi por los postres ("la pastelería estaba igual de poco considerada en Can Roca que en todas partes"). Sin embargo, sí les transmitió el oficio: "Cocinar con cariño. Desde siempre lleva con mucho rigor su comida, con una meticulosidad rara en un restaurante de menú", dice el pastelero.
"Un motor que nunca para"
Los padres de los Roca podrían haberse retirado: sus hijos facturan 3,7 millones anuales. Más de la mitad corresponde a sus banquetes y 1,5 millones al Celler, que visitan más de 14.000 comensales cada año, según datos de 2007. Pero Montserrat pasa todavía hoy 14 horas en la cocina. "Mi madre es un motor que nunca para, llena de vitalidad, de ganas", presume Jordi mientras la abraza. Ella le responde con una sonrisa abierta y contagiosa que también tiene Josep. Joan es algo más reservado, pero heredó su amabilidad... y su duende. "Comparten el ángel: con eso se nace", afirma el sumiller. "Cualquier elaboración que pase por sus manos consigue armonía".
Después de un 2009 de ensueño, a los Roca aún les quedan retos: el uso de nuevas tecnologías, la búsqueda de buenos productos. Eso sí, se mantendrán apegados a Girona y a su familia. No sólo a Montserrat: también a Josep, el padre. "Le llamamos cariñosamente El jefe, pero también MacGyver, porque arregla cualquier aparato", dice Josep.
Joan vive ahora con su mujer y sus dos hijos sobre las cocinas del Celler de Can Roca. El nivel técnico de sus platos impide que Marc, de 12 años, pueda participar, pero la historia en cierto modo se repite. En 1967, un par de calles más arriba, Montserrat Fontané puso la primera piedra: "Me hacía ilusión que mis hijos tuvieran más adelante un negocio para ellos; que no les tocara buscar faena en ningún sitio. Yo no sé si les quiero más que otras madres o menos, pero la idea del restaurante era para ellos".
El camino hacia las estrellas
Lo de Joan Roca fue vocación. El mayor de los hermanos cocineros siempre volvía del colegio presto a servir mesas. Vivían en el piso de arriba de Can Roca. "En casa no teníamos ni comedor ni cocina, sólo camas. Nuestro espacio de juego y de deberes era el bar", recuerda Josep, el sumiller. A él le encantaban el fútbol y las chapas, pero los vinos ya le llamaban la atención. "Bajaba a la bodega y se llenaba más la barriga que las botellas", exagera su madre. Tras el paso de ambos por la Escuela de Gastronomía de Girona y su descubrimiento de la nouvelle cuisine francesa, abrieron adosado a Can Roc2C abrieron adosado a Can Roca el primer Celler, en 1986. Mientras su padre llenaba en todos los turnos, ellos recibían a cuatro gatos. Hubo que esperar a los noventa para que la crítica les prestara atención.
En 1995 recibieron la primera estrella Michelin. En 2002, la segunda. Por entonces ya se había incorporado el pequeño, Jordi. Quien reconoce, sin embargo, que "odiaba la hostelería hasta que llegó el pastelero galés Damian Allsop". Ahí despertó su pasión por el juego químico y físico de los postres, la única parcela que sus hermanos no dominaban.
Babelia
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