La fuerza del optimismo
Una obra de Luis Rojas Marcos sobre la ilusión y la esperanza
Una mañana nublada de febrero de 1996 paseaba yo nerviosamente, arriba y abajo, por mi despacho de la Corporación de Sanidad y Hospitales Públicos de Nueva York, que dirigía desde hacía sólo seis meses. Las finanzas municipales eran realmente precarias y llevaba unos días muy preocupado por la posibilidad de que tuviéramos que cerrar varios ambulatorios en algunas zonas pobres de la ciudad. Para colmo, George, un colega y buen amigo de muchos años, había sufrido la noche anterior un accidente de automóvil en una autopista de Los Ángeles y estaba ingresado en la unidad de cuidados intensivos de un hospital californiano.
Me imaginaba lo peor. Los presentimientos más negros inundaban mi mente y me impedían concentrarme en el trabajo. Decidí cancelar las citas que tenía esa mañana.
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Para distraerme y aliviar el desasosiego se me ocurrió hacer una visita sorpresa a uno de los hospitales de la Corporación. Sé por experiencia que las apariciones imprevistas del jefe suelen provocar unas buenas dosis de actividad e improvisación saludables entre los directivos, además de que el personal y los pacientes las agradecen y aprovechan para airear espontáneamente sus quejas y satisfacciones.
Sin pensarlo mucho más, me dirigí al hospital Coler Memorial, ubicado en la pequeña isla Roosevelt, en la bifurcación Este del río Hudson que separa los barrios de Manhattan y Queens. Este espacioso sanatorio fue construido en 1949 y bautizado con el nombre del primer director de Bienestar Social de Nueva York. Con mil y pico camas, el Coler Memorial es uno de los mayores hospitales públicos de Estados Unidos dedicado al cuidado y rehabilitación de pacientes crónicos, en su mayoría afligidos por enfermedades degenerativas neurológicas o lesiones cerebrales graves provocadas por problemas vasculares o por accidentes.
Una vez en el centro fui directamente al despacho de Sam Lehrfeld, director ejecutivo desde hacía más de una década. Sam es un hombre de cincuenta y tantos años, algo regordete, con cara amplia y grandes ojos azules de expresión alegre. Aparte de ser un gran gestor sanitario, es conocido por su cordialidad, su afición a la gastronomía, su sentido del humor y la incombustible energía positiva que mantiene contra viento y marea. Verdaderamente, Sam posee el temperamento idóneo para liderar una institución dedicada a enfermos muy incapacitados y a menudo incurables.
Al verme se sorprendió por unos segundos pero enseguida se le iluminó el semblante y me invitó a que desayunáramos juntos en la cafetería del hospital. Por cierto, el Coler Memorial, con su menú multiétnico, goza de tan buena reputación culinaria que empresas del vecindario suelen encargar a su cocina la comida para sus fiestas y recepciones, algo insólito en la industria hospitalaria. Una vez terminada la colación, le dije a Sam que quería darme una vuelta por la segunda planta, recién renovada, en la que se encontraban internados pacientes tetrapléjicos, paralizados de barbilla para abajo, que requieren atenciones continuadas y respiración asistida. Aunque Sam insistió en acompañarme, le convencí de que prefería ir solo.
El olorcillo a desinfectante típico de los hospitales me invadió nada más entrar en la unidad. El sonido rítmico de las bombas neumáticas de los respiradores artificiales que día y noche inyectan y extraen el aire de los pulmones de pacientes que han perdido la capacidad de respirar por sí mismos resonaba en el ambiente. Me identifiqué ante la enfermera encargada y le expliqué que quería saludar a algún paciente. Acto seguido entré al azar en una de las habitaciones.
Un hombre de aspecto joven yacía medio recostado en una cama, respirando trabajosamente. Inmóvil de brazos y piernas, tenía la cabeza sujeta por unos soportes forrados de gasa y los ojos muy abiertos y fijos en las imágenes de una película que se proyectaba en la pantalla de un pequeño televisor colgado frente a él. Noté que tenía una traqueotomía —abertura que se hace artificialmente en la tráquea para facilitar la respiración— cubierta con un tapón. Al lado de la mesilla de noche había un respirador automático en punto muerto.
Cuando oyó mis «buenos días», giró los ojos hacia mí, me echó una mirada penetrante y sonrió levemente. Me presenté y le dije que, si no tenía inconveniente, me gustaría saber cuál era el motivo de su hospitalización y su opinión sobre los cuidados que recibía del personal. Hablando con dificultad en un lenguaje entrecortado, con tono grave y áspero pero comprensible, me dijo que se llamaba Robert, tenía 46 años, era ingeniero de profesión y llevaba algo más de cinco años ingresado a causa del grave accidente de trabajo que había sufrido mientras inspeccionaba una obra. Me explicó que se lesionó seriamente la médula espinal a nivel cervical y, como consecuencia, había quedado totalmente paralítico. Robert estaba casado y tenía un hijo de diez años y una hija de ocho. En cuanto a su evaluación del hospital, elogió el trato que recibía y se mostró especialmente animado al contarme que en los últimos tres meses había conseguido, con mucho esfuerzo, respirar por su cuenta durante casi dos horas al día.
Robert me comentó que era consciente de la alta probabilidad que tenía de permanecer paralizado durante el resto de sus días. Sin embargo, no dudó en añadir que en el pasado había superado retos duros, como la muerte de su padre, con quien estaba emocionalmente muy unido, cuando él sólo contaba 15 años, y las consiguientes dificultades económicas. Por otra parte, se sentía muy animado porque había logrado ir controlando poco a poco su programa cotidiano en el hospital. Estos logros le hacían pensar que quizá en el futuro también vencería su invalidez, por lo menos hasta el punto de poder vivir en casa con su familia. Le pregunté cómo era su día a día en el hospital y me contestó que bastante mejor de lo que en un principio había anticipado. Se había hecho «adicto» —me dijo— a varias series de televisión, y siempre esperaba con buen apetito la hora de la comida; disfrutaba de las buenas relaciones de amistad que había desarrollado con algunas enfermeras y fisioterapeutas del centro y, sobre todo, se sentía feliz cuando le visitaban sus hijos y su mujer.
Fascinado por la actitud positiva de Robert, en un momento de la conversación se me ocurrió preguntarle que calculara su nivel de satisfacción con la vida en general desde el 0 (muy desgraciado) al 10 (muy dichoso). Después de una breve reflexión me respondió sonriente y con seguridad que «un ocho». El notable me sorprendió. A continuación, le pregunté qué número se hubiera dado antes del accidente. Casi sin vacilar contestó: «Yo diría que un ocho y medio, más o menos». «¿Sólo medio punto más?», exclamé en un reflejo de incredulidad. «Querido doctor —me replicó Robert pausadamente como para tranquilizarme—, aunque le parezca mentira me considero un hombre con suerte. He sobrevivido a un terrible percance y mantengo intactas mis facultades mentales. De hecho, desde el accidente mi vida ha adquirido un significado más profundo. Creo que, de alguna forma, me he convertido en mejor persona. Soy más comprensivo con los demás, aprecio mucho más las cosas pequeñas que antes consideraba triviales Quién sabe, quizá un día pueda ayudar a superar este problema a otras personas que, como yo, han visto su destino torcerse de repente».
Sin decir nada, puse mi mano en su hombro y le miré intensamente, buscando en su expresión algo que justificara mi escepticismo. Lo único que percibí fue el fulgor del optimismo brillar en sus ojos. Sentí que esa luz era la prueba más segura de que Robert había superado emocionalmente su desgracia.
En el coche, de regreso al despacho, anoté los detalles de la conversación, mientras me decía para mis adentros «¡qué admirable!», «¡qué sorprendente!».
Trabajando en el mundo de la enfermedad y la invalidez aprendí muy pronto dos lecciones. La primera es que el pensamiento positivo posee un inmenso poder reparador. La segunda, que la esperanza abunda entre las personas mucho más de lo que nos imaginamos. A lo largo de los años, estas dos lecciones han sido ratificadas diariamente y, no hace mucho, fueron esculpidas en mi propia alma como secuelas de mi experiencia personal el 11 de septiembre de 2001 en Nueva York. Con todo, aquella charla con Robert en el hospital Coler Memorial fue la experiencia que realmente prendió en mi mente la llama de la curiosidad por escudriñar a fondo esa tendencia tan humana de enfocar las vicisitudes de la vida a través de una lente que acentúa los aspectos más favorables y minimiza los negativos.
Manos a la obra
«No se intentaría hacer nada si antes se tuvieran que superar todas las objeciones posibles».
Paula F. Eagle,
Comunicación personal, 2000
Seis años después de aquella visita sorpresa al Coler Memorial dejé el puesto que ocupaba al frente de los hospitales públicos neoyorquinos y me incorporé al más sosegado ambiente académico de la universidad. Fue entonces cuando sentí que había llegado el momento de profundizar en el talante optimista, investigar sus raíces, sus ingredientes, sus manifestaciones y sus efectos.
Nada más empezar me di cuenta de lo placentero de la tarea. Habituado a trabajar en el campo de los males del cuerpo y de la mente, estudiar el optimismo entrañaba para mí un grato respiro, una tregua reconfortante. Mas debo confesar que la labor también me suponía un reto: los profesionales de la medicina no le hemos prestado mucha atención a los rasgos saludables de la naturaleza humana y no estamos acostumbrados a pensar en las actitudes positivas de las personas. Esta deficiencia se explica en parte porque, desde que aparecieron los primeros curanderos y chamanes en la prehistoria hasta hace poco, los hombres y las mujeres de mi gremio se han ocupado casi en exclusiva de aliviar los padecimientos que torturan y roban la vida sin piedad a sus semejantes. Los pocos compañeros que optaron por dedicarse a la investigación se concentraban, por pura necesidad, en las causas y los remedios de las enfermedades y epidemias que dominaban implacablemente el destino de los mortales. Y la verdad es que no daban abasto.
Al igual que sus colegas médicos, los peritos de la mente no tuvieron más remedio que dedicarse durante muchas décadas a intentar mitigar los síntomas que arruinaban la vida de los enfermos mentales, y a menudo también la de sus familiares. Era una misión que además no resultaba nada fácil, pues el estudio del funcionamiento del cerebro siempre ha planteado —y aún plantea— un enorme desafío. Es precisamente en esta enrevesada amalgama, compuesta de miles de millones de neuronas entrelazadas y sumergidas en un mar de poderosas sustancias químicas, donde se configura la personalidad, se almacenan los recuerdos, se cuecen los pensamientos y se fraguan las emociones, las actitudes y los comportamientos, tanto los saludables como los malsanos.
Otro motivo por el que se ignoraron los aspectos positivos de la mente humana es que la psicología y la psiquiatría son ciencias relativamente nuevas, que desde su infancia estuvieron influenciadas por el fatalismo filosófico. El nacimiento de la psicología como disciplina que estudia los procesos mentales de los seres vivientes se suele fechar en 1879, cuando el biólogo de la universidad alemana de Leipzig, Wilhelm Wundt, decidió crear «un nuevo campo de la ciencia» y estableció el primer laboratorio dedicado al estudio de las funciones de la mente. Wundt y sus colegas idearon tests psicológicos para explorar la atención, la memoria y el estado de ánimo de las personas. En 1890 el psicólogo neoyorquino y profesor de Harvard, William James, publicó el primer manual, titulado Principios de psicología.
Estos psicólogos pioneros se dejaron seducir por las profundas ideas pesimistas que predicaban casi todos los filósofos de la época, una manía que analizaré con algún detalle más adelante. Por ejemplo, William James reconocía que había personas que pese a tener el «alma enferma» mantenían «una actitud ilusionada». No obstante, para él la utilidad de la esperanza se limitaba a posponer los inevitables desengaños de la vida. Este psicólogo mantenía que el optimismo «es un velo que nos evita ver las duras verdades de la existencia, pero dada la abundancia de fracasos y desilusiones, nadie lo puede llevar puesto durante mucho tiempo».
Igualmente, la psiquiatría, rama de la medicina que estudia el diagnóstico y el tratamiento de los trastornos mentales, surgió hace menos de dos siglos y dio sus primeros pasos en un ambiente cargado de prejuicios y teorías absurdas. No olvidemos que hasta hace poco los individuos que tenían perturbadas sus facultades eran ignorados cuando no castigados, encerrados o exorcizados por hechiceros o clérigos. La situación de estos enfermos mejoró poco a poco con el avance de los conocimientos psiquiátricos y la progresiva sensibilización de la sociedad frente a las enfermedades mentales. Con todo, durante mucho tiempo los psiquiatras mantuvieron una visión bastante negativa de la naturaleza humana.
Un psiquiatra universal, contemporáneo de William James, fue Sigmund Freud, el inventor del psicoanálisis. Según sus biógrafos, Freud era un hombre supersticioso, muy preocupado por la muerte y convencido de que las personas «están destinadas a frustrarse y sufrir, o a frustrar y hacer sufrir a otros, por lo que la más modesta aspiración a la felicidad no es más que una irracional quimera infantil». En su obra El malestar en la cultura (1930) este genial explorador de la mente apuntó con crudeza: «El hombre es una criatura dotada de tal ración de agresividad que le sería fácil exterminarse Sólo nos queda esperar que el eterno Eros —el instinto de vivir— despliegue sus fuerzas para vencer en la lucha contra su no menos inmortal adversario Tánatos —el instinto de destruir—. Mas ¿quién podría vaticinar el desenlace final?». Un mensaje algo más esperanzador se puede deducir de su respuesta, en septiembre de 1932, a una carta del físico Albert Einstein, en la que éste le preguntaba si había alguna forma de salvar a la humanidad de la amenaza de la guerra. Freud le respondió: «Una cosa le puedo decir: todo lo que estimula el crecimiento de la civilización trabaja, al mismo tiempo, en contra de la guerra».
El concepto preponderantemente pesimista de la naturaleza humana fue compartido incluso por profesionales que estudiaban aspectos positivos de las personas, como por ejemplo Erich Fromm. Este reconocido psicólogo, que exploró con lucidez el amor y la libertad, consideraba que los seres humanos, en su mayoría, eran materialistas, incapaces de amar, infelices, y proclives a la autodestrucción. En su famoso tratado sobre el arte de amar (1956) declaró: «El hombre es consciente de que nace sin su consentimiento y perece en contra de su voluntad Es consciente de su soledad y de su impotencia ante las fuerzas de la naturaleza y de la sociedad. Todo esto hace de su existencia una prisión insoportable».
La primera persona de mi gremio cuyas ideas optimistas tuvieron un impacto significativo en mi formación fue la psiquiatra de origen alemán residente en Nueva York, Karen Horney (1885-1952). Horney, a quien nunca conocí, argumentó con claridad que, en condiciones normales, todos los seres humanos desarrollamos las capacidades que nos permiten realizarnos como individuos: la habilidad para sacar el máximo partido a nuestros recursos personales, la fuerza de voluntad y la aptitud para relacionarnos íntimamente con los demás. Horney, quien había sido discípula de Sigmund Freud, rechazó abiertamente el concepto del instinto de destrucción o Tánatos desarrollado por el maestro, lo que le supuso el boicot de muchos de sus colegas. En su libro principal, Neurosis y crecimiento humano (1950), comparó sus ideas con las de Freud con estas palabras: «Si usamos los términos optimista o pesimista en el sentido profundo de afirmar el valor del mundo y de la vida o negar el valor del mundo y de la vida, la filosofía de Freud es pesimista y la mía optimista».
Con muy pocas excepciones, hasta finales del siglo xx los psicólogos y psiquiatras le prestaron más atención a la psicosis que a la cordura, al miedo que a la confianza, a la fobia que al valor, a la melancolía que al entusiasmo. Por ejemplo, en una revisión electrónica de las revistas de psicología más prestigiosas del mundo, realizada entre 1967 y 1998, el profesor de Psicología de Michigan, David Myers, encontró 101.004 artículos sobre depresión, ansiedad o violencia, pero solamente 4.707 sobre alegría, amor o felicidad. Dicho de otra forma, por cada artículo que trataba sobre un aspecto positivo de la persona, veintiuno lo hacían sobre alguna faceta negativa.
Sólo en los últimos veinte años, los avances en medicina, en psicología y, sobre todo, los adelantos farmacológicos en el tratamiento de las alteraciones mentales, permitieron que la oleada de clínicos e investigadores que hasta entonces había enfocado su atención únicamente en la patología fuese poco a poco cambiando de rumbo, hasta concentrarse también en los elementos que contribuyen a la satisfacción de las personas con la vida.
La importancia de la investigación de los aspectos positivos de la mente humana fue finalmente reconocida de forma oficial en el año 2000, cuando varias facultades de Psicología estadounidenses, alentadas por el profesor de la Universidad de Pensilvania Martin E. P. Seligman, formalizaron la asignatura de Psicología Positiva. Esta nueva materia universitaria incluye el estudio de las experiencias y los rasgos del carácter que ayudan a las personas a sentirse dichosas y a mantenerse mentalmente saludables. Como resultado, cada día contamos con un contingente mayor de ingeniosos doctores y doctoras que investigan los ingredientes de la confianza, de la seguridad, del placer, de las relaciones gratificantes, y de la ilusión. En palabras de Seligman, «Los científicos de la mente del nuevo milenio no sólo se preocuparán por corregir lo peor de la condición humana, sino que también se dedicarán a identificar y promover lo mejor».
En los ocho capítulos que siguen presento mis hallazgos y experiencias, así como las ideas que he aprendido de otros. Comienzo por hacer un repaso breve y selectivo de la historia del pensamiento positivo. Es una crónica con una dosis alta de subjetividad en la que especulo sobre los orígenes borrosos del optimismo, destaco la mala prensa que ha tenido y aún tiene entre pensadores eruditos y profanos, y lo enfoco a la luz de las ciencias neuropsicológicas. Seguidamente detallo los ingredientes que distinguen la disposición optimista de la pesimista, y los encuadro en tres esferas: nuestra memoria del pasado, nuestra interpretación del presente y nuestra visión del futuro. Exploro también las fuerzas que forjan nuestro temperamento: el equipaje genético, los rasgos del carácter y los valores culturales.
Después de identificar los venenos más dañinos para el optimismo —la indefensión crónica y la depresión—, describo dos estrategias de probada eficacia para fomentar una disposición optimista realista. A continuación, examino la influencia del optimismo en las relaciones con otras personas, en la salud y en el trabajo. Comento también su impacto en los escenarios de la política, el deporte, la medicina y el periodismo. Finalizo con un análisis de la cualidad más valiosa de nuestro optimismo: su enorme y probada utilidad a la hora de hacer frente a la adversidad en la vida.
Babelia
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