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LECTURA

En el nombre del cerdo

Una novela de Pablo Tusset que comienza con el descubrimiento en un matadero de cerdos de un perdido pueblo de montaña en Cataluña del cadáver descuartizado de una mujer. Lleva un papel en la boca con el texto "en el nombre del cerdo"

Ya a la venta

Ni el comisario principal Pujol ni el agente Varela han desayunado nada sólido en espera de lo que puedan encontrarse durante la mañana. Una hora después de ponerse en camino, el comisario nota el vacío en el estómago. Además el Peugeot 205 granate de la Brigada le viene pequeño, y rueda por la autopista más deprisa de lo que le parece prudente; no puede relajarse en el asiento.

—Varela, que no vamos a apagar fuego.

—¿Perdón?

—Que afloje un poco, haga el favor.

Varela libera el acelerador, un poco dolido por la llamada de atención; le ha sonado agria, en parte por efecto de la afonía del comisario. El comisario por su parte hubiera preferido que lo acompañara esta mañana alguien más veterano, o por lo menos alguien que no le tuviera miedo. Manipula la radio hasta conseguir que suene algo: Qué horas son en Mozambíi-que / Qué horas son en el Japón… También le molesta al comisario que el habitáculo huela a tabaco rancio; incluso ha tenido que agacharse a retirar una colilla que alguien ha pisoteado sobre la moqueta, seguramente un inspector demasiado acomodado en su asiento como para usar el cenicero. Ha tomado nota de la incidencia en su libreta. Doce de la mañana en La Habana,Cuba… A la vuelta habrá que hablar con alguien del parque móvil; o quizá con el servicio de limpieza, todo el mundo se pasa la pelota en ese tipo de cosas. Me gustan los aviones, me gustas tú / Me gusta viajar, me gustas tú…

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—Varela, ¿sabe usted qué música es ésa?

Varela pierde la concentración sincronizada entre la música y la carretera y disminuye aún más la marcha:

—¿Perdón?

—La música que suena. —El comisario señala la radio.

—Ah… Manu Chao.

—Bueno, tampoco hace falta que vayamos a paso de carro… Y eso qué es:¿un estilo nuevo?

—¿El qué…?

—El manuchao.

—No…, un cantante.

—¿Sabe usted cómo se escribe? El nombre…

—Pues… no sabría decirle… Supongo que tal como suena.

El comisario vuelve a sacar su libreta de bajo el pulóver y apunta «Manuchao», tal como le suena. Me gusta marihuana, me gustas tú / Me gusta colombia-na, me gustas tú…

—Ya pueden ir haciendo campañitas los del Ministerio…

—¿Perdón?

—Nada… ¿Qué coche es ése?

El comisario se refiere al vehículo que los adelanta a gran velocidad por el carril izquierdo.

—¿Ése?, un Audi, el A3…

—Pues si nosotros vamos a 120 ése debe de ir a 180… No me extraña que se maten.

—Casi nadie va a 120 por la autopista… —se atreve a decir Varela.

—Yo sí…, y mientras esté de servicio usted también.

—Pausa—. ¿Son muy caros?

—¿El qué…?

—¿De qué estamos hablando, Varela?… De los Audi: si son muy caros esos Audi pequeños…

—Pues… no sabría decirle.

Vista la pobre conversación que ofrece Varela, el comisario se concentra en el paisaje; de todas maneras le conviene administrar la poca voz de la que dispone esta mañana. Han dejado muy atrás el corazón de la ciudad, y también los municipios periféricos y el amplio cinturón industrial. El gris ya no predomina ni siquiera en el cielo, que va ganando azules a medida que se instala el día. Tras los primeros bosques del noroeste aparecen las tierras de cultivo, las granjas, las casas aisladas, de adobe y teja las primeras, y al poco de piedra y pizarra, a medida que la autovía asciende y se retuerce en curvas más rotundas. El comisario baja un poco la ventanilla para respirar el aire exterior, muy distinto de la atmósfera de noche urbana que traen aprisionada en el Peugeot. Parte del camino que están haciendo este domingo de primavera coincide con el suyo habitual de casi todos los sábados por la mañana, acompañado de su mujer y conduciendo su propio coche, un Peugeot de los grandes, perfumado con lavanda. Pero llegados a la altura de la autopista en la que de ordinario toma la nacional hacia la costa, este domingo el viaje sigue al norte durante un buen trecho. Y el comisario se siente a gusto a la vista de los primeros pastos, siempre se ha considerado un montañés exiliado en una ciudad demasiado grande para él. Después toman una carretera que se adentra más profundamente en las comarcas interiores del oeste, subiendo hasta llegar a un alto y amplio valle que delimita las comunidades autónomas. Y por último, en el último tramo del viaje, se internan por una carreterilla sinuosa como una culebra y trepan entre la espesura de los bosques.

—¿Seguro que era por aquí? —pregunta el comisario.

—Bueno, hemos seguido los indicadores de carretera…

—No se fíe. Si los inspectores de Homicidios apagan colillas dentro de un coche de la Brigada imagínese lo que puede hacer un auxiliar de tráfico con los carteles.

Sin embargo, el desesperante zigzag de la carretera parece haberlos conducido al lugar previsto: San Juan del Horlá, anuncia un pequeño indicador tachonado de pintadas. Junto a él espera un Citroën de la policía local parado en el arcén. Los agentes uniformados, hombre y mujer, están fuera del vehículo, mirando hacia la dirección en la que llega el pequeño Peugeot granate. Han dejado encendidas las luces de la sirena.

—Qué manera más tonta de gastar batería —dice el comisario.

—¿Perdón?

—La sirena… ¿Creían que no íbamos a verlos?

El comisario se libera del cinturón de seguridad y, con dificultad, sacando el brazo para agarrarse al techo del coche, sale a la umbría sin ponerse la americana. El pulóver gris perla sin mangas tiene que ser suficiente para un montañés, aunque sea un montañés exiliado en la ciudad. Contempla el risco alto que destaca del macizo montañoso, una testa cuadrada de piedra gris adelantada entre dos hombros más bajos. Es el Monte Horlá: el comisario lo ha visto antes en fotos. Estira un poco las piernas y enseguida se adelanta a los titubeos de los agentes de uniforme, que esperan a un mandamás de la capital pero aún no saben que el sesentón pulquérrimo que sale de un Peugeot diminuto es precisamente el mandamás que esperan.

Al comisario se le da mal sonreír para expresar cortesía, así que no trata de hacerlo:

—Buenos días. Comisario principal Pujol, de la Central. —Se señala la garganta tratando de indicar que su voz no es así habitualmente. Los agentes saludan; el comisario contesta con un gesto parecido—. ¿Podremos tomar un café en el lugar donde nos esperan?, me gustaría beber algo caliente. Para la voz…

El agente local contesta que sí, que el lugar queda a poco más de dos kilómetros de donde se encuentran y que allí hay máquinas de café. El comisario indica que los seguirán en el Peugeot, y esta vez sí puede sonreír puesto que no lo mueve a ello la cortesía sino la satisfacción anticipada por el café caliente. Aprovecha la circunstancia para dirigirle una mirada a los ojos a la agente femenina.

El comisario sabe, y lo tiene comprobado ante el espejo, que la sonrisa es su único rasgo físico capaz de redimirlo por la fealdad de la mirada.

Suben a los coches. El día es claro, pero restos de neblina difunden un resol amarillento sobre la carretera rural por la que avanzan, apenas pasado el indicador. Dejan atrás una fábrica abandonada, un molino de agua derruido, un puente de piedra sobre el riachuelo; al poco se adentran en lo profundo del bosque bajo un túnel vegetal permeable al sol. El comisario entrevé el blanco y rojo de un edificio industrial que parece anidar en la espesura como una aeronave en reposo. Se distingue entre los árboles la torreta cuadrangular en cuyo tramo final han pintado un logotipo, Uni-Pork, también en rojo vivo sobre blanco.

Llegados al final de lo que apenas es ya un camino mal asfaltado, giran a la izquierda y se encuentran dos portones abiertos. Los custodia un vigilante en su garita, al mando de una barrera que se alza sin más trámites al paso de los coches. El aparcamiento del recinto es amplio, tanto que parece vacío, pero alberga dos grandes camiones frigoríficos y varias furgonetas, todos pintados con los colores corporativos y el distintivo comercial de la empresa. La concentración de vehículos es más intensa en las cercanías de la zona de recepción y oficinas: otro Citroën y dos motocicletas de la policía local, varios turismos corrientes, un deportivo, dos berlinas oscuras y relucientes, y una ambulancia todo terreno con las luces de la sirena encendidas.

El comisario carraspea mientras aparcan al lado del Citroën y Varela anticipa que va a abundar en el despilfarro de las sirenas encendidas.

—Varela, ¿cuántos cadáveres ha visto usted?

—¿Perdón?

—Cadáveres, gente muerta, fiambres; cuántos ha visto.

—No sé…, muchos.

—¿Algo espectacular?

—Bueno…, lo normal: apuñalamientos, gente con la cabeza reventada a pedradas…

—Bien, mientras yo no le indique otra cosa sígame como una sombra allá donde yo vaya. Y esté preparado para apuntar todo lo que le pida que apunte. ¿Entendido?

—Entendido.

Esta vez el comisario sí recupera su americana del asiento trasero. Se la pone y el azul marino de su tela se alía al de la corbata de diminutos lunares blancos. No tiene frío, pero seguramente tendrá que tratar con algún político. Y con la jueza, que estará molesta por no haber sido la última en llegar. Confía al menos en que se haya quedado a esperarle algún forense de la Provincial. De momento piensa que ha llegado el momento de empezar a prestar atención a los detalles: al azar, tal como se presenten. Se detiene ante el deportivo aparcado. Es un Porsche 911 convertible; negro, con la capota de tela color hueso y las llantas doradas. Parece un modelo antiguo, quizá de los años sesenta, la matrícula ni siquiera tiene letras. Todo el séquito del comisario, Varela y los dos policías locales, aguardan mirándose los zapatos a que el comisario termine de curiosear mirando a través de la ventanilla, un poco inclinado, con las manos a la espalda. En el asiento del acompañante hay un libro encuadernado en negro. Alcanza a leerse el título pero no el autor: Los Cantos de Maldoror. Al comisario no le suena.

Portada del libro 'En el nombre del cerdo', de Pablo Tusset.
Portada del libro 'En el nombre del cerdo', de Pablo Tusset.

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