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El cuchillo

Patricia Highsmith retrata en esta ocasión a un hombre cada vez más obsesionado con la idea de matar a su mujer

1

El hombre de los pantalones azul oscuro y la camisa deportiva verde bosque guardaba cola con impaciencia.

Pensó que la muchacha de la taquilla era estúpida, que nunca había sido capaz de devolver el cambio con presteza. Levantó su gruesa y calva cabeza para mirar, bajo el marco iluminado, el rótulo donde se leía «En proyección: Una mujer marcada»; fijó sin interés la vista en el cartel en que una mujer medio desnuda mostraba el muslo, y luego se volvió por si descubría a alguien conocido en la cola. Nadie. Con todo, no habría podido calcular mejor el tiempo, pensó. Justo a punto para la sesión de las ocho. Introdujo el dólar por la ventanilla de cristal.

—Hola —le dijo sonriendo a la rubia muchacha.

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—Hola. —Los inexpresivos ojos azules de la chica se iluminaron—. ¿Qué tal va la noche?

Ciertamente, se trataba de una pregunta que no esperaba respuesta. No se la dio.

Entró en el algo maloliente vestíbulo y oyó el estridente y marcial sonido de trompetas con el que empezaba el reportaje de actualidades. Pasó por delante de la vendedora de golosinas y palomitas de maíz, y cuando llegó al otro lado del local se volvió grácilmente, pese a lo voluminoso de su cuerpo, para observar a su alrededor. Tony Ricco estaba allí. Aceleró el paso y alcanzó a Tony en el momento en que ambos enfilaban el pasillo central.

—¡Hola, Tony! —le saludó, con idéntico tono de superioridad al que empleaba cuando le encontraba trabajando tras el mostrador de la charcutería de su padre.

—¡Hola, señor Kimmel! —contestó Tony, jovial—. ¿Solo, esta noche?

—Mi mujer acaba de irse a Albany.

Se despidió con un gesto de la mano y se adentró por una de las filas de butacas.

Tony siguió por el pasillo, en busca de un asiento más cercano a la pantalla.

El hombre de los pantalones azules, rozando con las rodillas contra la parte trasera de los respaldos de los asientos de la fila de delante, y murmurando «Perdón» y «Gracias», pues la gente casi tenía que levantarse para dejarle paso, continuó internándose por la hilera de butacas hasta desembocar en el pasillo lateral. Entonces bajó en dirección a la puerta señalizada con el rótulo «Salida», empujó el doble batiente metálico y salió al aire cálido de la calle. Echó a andar en sentido contrario a la marquesina luminosa, y casi de inmediato atravesó la calzada. Dobló la esquina y montó en su Chevrolet negro de dos puertas.

Condujo hasta llegar a menos de una manzana de la estación terminal de las líneas de autobuses Cardinal, y esperó, sin salir del coche, hasta que un autobús con la indicación «Newark-Nueva York-Albany» partió de la estación. Entonces arrancó.

Siguió al autobús inmerso en el desquiciante tráfico del Holland Tunnel, y luego, en Manhattan, viró hacia el norte. Procuró mantener constantemente una distancia aproximada de dos coches entre el suyo y el autobús, incluso después de salir de la ciudad, cuando el tráfico era ya escaso y fluido. Pensaba que la primera parada de descanso sería más o menos en los alrededores de Tarrytown; quizá antes. Si el lugar no resultase propicio, tendría que prolongar la persecución. Y si no hubiera ninguna otra parada de descanso..., bueno, entonces lo haría en Albany mismo, en cualquier callejuela. Aunque al conducir se mordía los carnosos labios, la fiera mirada de sus ojos azules permanecía impasible tras los gruesos cristales de sus gafas.

El autobús paró frente a un conjunto de tiendas de comestibles iluminadas y un café. Pasó de largo y detuvo su coche algo más adelante, tan arrimado al borde del arcén que las ramas de un arbusto rayaron un lado de la carrocería. Rápidamente bajó y echó a correr un tramo; luego, al llegar a la zona iluminada donde el autobús había parado, redujo su marcha hasta su paso normal.

La gente salía del autobús. Vio cómo ella bajaba, y observó sus torpes movimientos, el bamboleo de su pesado y grueso cuerpo al descender por los escasos peldaños. Se plantó delante de ella cuando aún no había andado dos metros.

—¿Tú aquí? —exclamó ella.

Llevaba el cabello —negro, pero ya canoso— absolutamente despeinado, y sus estúpidos ojos castaños se alzaron, brutalmente sorprendidos, para mirarle con terror animal. A él le pareció como si se encontraran en la cocina de Newark, discutiendo.

—Todavía no te lo he dicho todo, Helen. Ven conmigo.

La agarró por el brazo y la empujó hacia la carretera.

Ella se resistió.

—Aquí para sólo diez minutos. Si has de decirme algo, que sea ahora mismo.

—Para veinte minutos. Lo he preguntado —contestó en tono de fastidio—. Ven, busquemos un sitio donde no puedan oírnos.

Helen le siguió. Previamente, él se había fijado en que los árboles y matorrales crecían, altos y espesos, a la derecha, justo al lado de su coche. Unos metros más allá, por la carretera, sería el lugar ideal.

—Si crees que cambiaré de opinión por lo que respecta a Edward —empezó Helen, trémula, orgullosamente—, no lo haré. Nunca.

¡Edward! La típica dama orgullosa y enamorada, pensó él, asqueado.

—Yo sí he cambiado de opinión —le contestó con voz calma, de arrepentido. Pero sus dedos se crisparon maquinalmente sobre la fofa carne del brazo que agarraban. Apenas si tenía paciencia para esperar un poco más. La empujó hacia la carretera.

—Mel, no quisiera alejarme demasiado del...

De un empellón la hizo caer sobre los matorrales, junto al margen de la carretera. A punto estuvo él mismo de caerse, aunque su mano izquierda continuó aferrada a la muñeca de ella. Con la derecha le endilgó un puñetazo en la cabeza; lo bastante fuerte como para romperle el cuello, pensó; sin embargo, no le soltó la muñeca. Acababa de empezar. Helen permanecía caída en el suelo; la mano izquierda del hombre encontró la garganta y apretó con fuerza para ahogar el incipiente gemido de la mujer. Luego empezó a golpearle el cuerpo con el otro puño, descargándolo repetidamente, martilleando la zona dura del centro de su tórax entre la protectora masa de sus blandos senos. Luego descargó el puño con la misma fuerza y regularidad de una maza contra la frente, la oreja, y finalmente le propinó un gancho en la barbilla como si estuviera pegándole a un hombre. Entonces sacó del bolsillo un cuchillo, lo abrió y hundió la hoja tres, cuatro, cinco veces en la carne. Se concentró especialmente en la cabeza porque quería destruirla, y golpeaba su mejilla con el puño cerrado, una y otra vez, hasta que la mano empezó a deslizarse sobre la sangre y a perder fuerza aunque él no lo advirtiera. Sólo sentía una especie de alegría oscura, un desbordante sentimiento de justicia, de agravios vengados, de años de insultos e injurias, de tedio, de estupidez, en especial de estupidez, que, por fin, le hacia pagar.

No paró hasta que perdió el resuello. Entonces se dio cuenta de que se había arrodillado sobre el muslo de ella y se apartó, asqueado. En la oscuridad sólo la veía como una mancha clara, la del vestido de verano. Miró a su alrededor y escuchó. Sólo se oía el rumor de los insectos nocturnos y el de un coche que se alejaba carretera adelante. Advirtió que se hallaba a muy pocos pasos del arcén. Tenía la seguridad de que estaba muerta y bien muerta. De repente, deseó verle la cara y echó la mano al bolsillo en busca de la linterna, pero no quiso arriesgarse a que alguien pudiera descubrir la luz.

Se inclinó hacia adelante con precaución y alargó una de sus enormes manos, con los dedos extendidos y prestos a rozar a la muerta. En cuanto las puntas de los dedos alcanzaron la resbaladiza piel, le dio otro puñetazo justo en la parte por donde la palpaba. Luego se levantó, respirando entrecortadamente durante unos momentos, sin pensar en nada, sólo aguzando el oído. Entonces se dirigió hacia el camino. Bajo la luz amarillenta de un farol de la carretera miró si estaba manchado de sangre; sólo tenía en las manos. Se las restregó, una con otra, maquinalmente, mientras andaba, aunque sólo consiguió dejárselas aún más pegajosas. Hubiera querido poder lavárselas. Le molestaba tener que tomar el volante sin haberse lavado las manos, y se imaginó, con una exactitud irritante, cómo humedecería la bayeta de debajo del lavabo y limpiaría el volante en cuanto llegara a casa. Tendría que frotar con energía.

Advirtió que el autobús ya se había marchado. No tenía ni idea del tiempo transcurrido. Volvió a su coche, viró en redondo y emprendió el camino hacia el sur. Eran las once menos cuarto, según su reloj de pulsera. Una manga de la camisa se le había desgarrado y pensó que debería deshacerse de ella. Calculaba que estaría de vuelta en Newark muy poco después de la una.

Portada de 'El cuchillo' de Patricia Highsmith
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