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Made in China

'Made in China', el despertar social, político y cultural de la China contemporánea de Manel Ollé

La emergencia de la China del siglo XXI como superpotencia mundial se convierte en un reto ineludible para las demás naciones, que no pueden por más tiempo seguir desconociendo cómo hablan, cómo piensan y cómo imaginan su pasado, su presente y su futuro los ciudadanos de China. Si nos quedamos en la superficie, si nos limitamos a las estadísticas, las noticias llamativas y las impresiones someras, los europeos corremos el riesgo de quedar apartados de la dinámica de la historia, desorientados, ignorantes de las expectativas y de los sueños que alimenta una quinta parte del mundo que asume un papel de creciente protagonismo internacional; ignorantes de sus pautas de consumo y de las oportunidades de negocio que China representa para el resto del mundo como reverso a su imbatible competitividad en la manufactura. Si seguimos imaginando una China ensimismada, lejana y estereotipada, corremos el riesgo de acabar reconvertidos en parque temático para visita estacional de turistas y jubilados asiáticos deseosos de una ligera capa de barniz de glamour comercial y cultural, y corremos también el riesgo de perdernos la magnífica ocasión de enriquecernos con todo lo fascinante y útil al hombre contemporáneo que aporta la corriente civilizadora que empuja hacia delante a la China actual.

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Hace apenas veinte años, China se nos antojaba un lugar remoto y desconocido, con el que uno creía no tener nada que ver. Apenas funcionaban cuatro tópicos. De vez en cuando Informe Semanal se descolgaba con un entusiasta reportaje sobre el inicio de las reformas económicas de Deng Xiaoping y ya nadie se acordaba del espejismo maoísta que había subyugado a no pocos jóvenes izquierdistas de finales de los años sesenta y principios de los setenta.

En estos últimos años, casi sin darnos cuenta, hemos ido descubriendo que China está mucho más cerca de lo que nunca habríamos llegado a imaginar. Es un efecto lógico de la globalización pero también de la evolución y del desarrollo reciente que ha experimentado China. Sólo hace falta salir a la calle para cruzarse con algún conciudadano de ojos rasgados. Y no es necesario andar mucho trecho antes de encontrarse el anuncio luminoso de un Bazar Oriental o de avistar las linternas rojas y la marquetería recargada de dorados, leones y dragones del restaurante chino de la esquina. Viven ya en España alrededor de 100.000 chinos. Un tercio de los cerca de 70.000 que tienen residencia legal están dados de alta en la seguridad social como autónomos. Alrededor de 15.000 tienen negocio propio. Su influencia económica es creciente.

A diferencia de los norteamericanos, los alemanes o los franceses, los españoles parece que acabamos de descubrir que China existe y que puede constituir un buen lugar para invertir y para vender. De momento, mientras las importaciones desde China subieron un 26 por ciento en el año 2004, llegando a los 8.490 millones de euros, las ventas españolas sólo aumentaron un 5 por ciento, situándose en los1.155 millones de euros. No hay más que mirar el reverso de cualquier aparato electrónico, de cualquier juguete o de cualquier producto manufacturado que tengamos a mano para constatar la cercanía de China. O abrir los diarios y leer una noticia acerca de la última película china que ha ganado algún premio en un festival de cine europeo.

O tropezar con algún reportaje en el suplemento dominical acerca de la intermediación china en el conflicto de Corea del Norte, acerca de la última deslocalización, acerca de la imbatible competencia china en los sectores del textil o del calzado, o acerca de la repercusión del aumento de la producción industrial y del parque de automóviles chino y del consiguiente aumento en la demanda de petróleo en China sobre el precio del barril de petróleo Brent.

Una de las diferencias que se pueden constatar cuando se comparan los medios de comunicación españoles con los anglosajones es la cantidad y calidad en el tratamiento de la realidad china. Hay honrosas excepciones, pero si nos tenemos que fiar de la mayoría de nuestras televisiones y diarios, China queda mucho más lejos de lo que en realidad se encuentra. China emerge en la escena internacional del siglo XXI con un protagonismo cultural, geopolítico y sobre todo económico crecientes. Pero aquí hacemos como que no nos damos cuenta. Sólo nos interesa cuando tiembla la tierra o se desbordan sus ríos y nos limitamos a levantar la sombra del peligro amarillo como fácil fantasmagoría que culpa al lejano vecino de males globales y de males propios.

Cuando apelamos al fantasma del peligro amarillo y demonizamos a China por haberse convertido en la fábrica del mundo y por poner en el mercado global productos a costes bajísimos, inasumibles desde Europa, olvidamos con demasiada frecuencia que no pocas de estas industriasque mantienen a sus trabajadores chinos en condiciones laborales infrahumanas, son en realidad empresas de capital occidental.Éste es el caso de los calzados que fabrica Timberland, que en China se llama Kingmaker Footwear y emplea a 4.700 trabajadores, un 80 por ciento mujeres y una cifra indeterminada pero significativa de menores: un par de botas que pueden llegar a costar 150 euros en Europa responden a un salario de 45 céntimos para el chico de 14 años que las fabricó, trabajando 16 horas al día, durmiendo en las dependencias de la fábrica, sin festivos regulares ni seguro de ningún tipo. Otra marca conocida con una importante factoría en China es Puma. En su planta situada en la ciudad cantonesa de Dongguan trabajan 30.000 personas en jornadas de 16 horas, un día de descanso cada quince días y sueldos míseros?

La China actual se presenta como una realidad de un dinamismo y de una complejidad extraordinarias. Y con unas perspectivas de cambio impredecibles. La apertura de China al exterior durante las dos últimas décadas del siglo xx ha aumentado de forma muy importante el caudal de información y las posibilidades de búsqueda sobre el terreno. Aun así, las versiones de China que recibimos por los medios de comunicación tienden al blanco o al negro: oscilan entre el ditirambo a la China del desarrollo económico y la presentación de una China a punto del colapso o bien amenazante y soberbia. En gran medida, estas oscilaciones dependen de los vientos que soplan en Estados Unidos respecto de China.

Coincidiendo con la visita que hizo el presidente chino Jiang Zemin a Estados Unidos en 1997 y con la posterior visita que el presidente norteamericano Bill Clinton hizo a China en 1998, la prensa de Estados Unidos y de rebote la prensa europea descubrió de buenas a primeras que China no era tan amenazante y maligna como hasta entonces parecía. Desde la matanza de estudiantes de la plaza de Tiananmen de junio de 1989 hasta la crisis de los misiles de los estrechos de Taiwán de la primavera de 1996 y el regreso de Hong Kong a soberanía china de 1997, el tono con el que se hablaba de China era de tenor apocalíptico. Aquel nuevo clima de entendimiento sellado en las alturas presidenciales representó la vuelta al tono informativo comprensivo, cuando no hiperbólico, de inicios de la década de 1980: se destacaban los adelantos y las medidas liberalizadoras y se silenciaba el resto. Vaivenes de este tipo en la imagen occidental de China no han dejado de sucederse.

Y es que en realidad, europeos y norteamericanos hemos tendido a lo largo de los siglos a inventarnos a China a nuestro antojo, a proyectar en ella lo que hemos querido ver sin necesidad de mentir demasiado: en el tránsito del siglo XVIII al siglo XIX China pasó de ser descrita como un paradisíaco reino meritocrático por filósofos ilustrados como Voltaire, a ser descrita por Hegel, Marx y Engels como un mundo cerrado, inmóvil y cíclico, prácticamente sin historia dinámica, puro atavismo. Basta simplemente con escoger un tono (crítico o laudatorio) y elegir también aquello que se dice y aquello que no se dice. China es tan grande, compleja, lejana y contradictoria como para que se puedan dar, de un año para otro, versiones estereotipadas completamente encontradas entre sí.

Incluso en el ámbito de la investigación académica es difícil sustraerse al tópico y a la simplificación. Así, por ejemplo, en el campo de los estudios antropológicos, interculturales y de la comunicación se tiende a abonar el estereotipo popular según el cual los chinos son

comunicadores opacos, espirituales y calmados. Se dice, sin faltar a la verdad, pero simplificando las cosas, que los chinos son indirectos, ambiguos y reservados, que no exhiben claramente sus emociones en la comunicación, que evitan la confrontación directa, protegen la cara (mianzi) de los que interactúan, son modestos y ante un hablante

con autoridad tienden al silencio o a la resistencia pasiva, no a la confrontación directa, ven la comunicación como una manera de confirmarse como miembro de una comunidad, una forma de cultivar una red de relaciones y de estatus diferenciales, buscan en definitiva no alterar la armonía social.

Todo ello es probablemente cierto pero incompleto. Las cosas siempre son más complejas: bajo la capa de armonía hay turbulencia. A veces la comunicación armónica es superficial, no tiene nada que ver con las intenciones o las emociones del que habla. No en vano se dice que en China responder que sí, no siempre significa aceptación o afirmación. La turbulencia, la agresividad y el conflicto se expresan de forma sofisticada e indirecta, aparentemente armoniosa: en la sociedad china se desarrolla la habilidad de codificar mensajes duros o agresivos con una apariencia suave y amigable. Dice un famoso proverbio chino que a veces detrás de la sonrisa se esconde un cuchillo (xiaoli cangdao). Paradójicamente, la presuposición de armonía ofrece más oportunidades de agredir al contrario sin ser penalizado, sin recibir una «sanción social». Cuando uno arremete contra el otro de forma educada, irónica y sonriente es más difícil que reciba respuesta: el otro no puede romper el tono armonioso que se muestra en la superficie. Es así como el foco de la armonía social en la comunicación aumenta la presencia de la competitividad y la manipulación, aunque de forma indirecta.

Encontramos un buen ejemplo de esta habilidad para disfrazar de elogiosa amabilidad un dardo envenenado en las palabras que pronunció el presidente chino Jiang Zemin en una conferencia impartida durante el viaje antes aludido que realizó a Estados Unidos en 1997: «Estoy contento de estar en un país con una historia tan larga». El mensaje de apariencia amable contenía en su reverso una carga de profundidad llena de ironía, que no era evidente para la mayoría de su audiencia norteamericana pero sí para la audiencia doméstica china, a la que se guiñaba el ojo con complicidad: China se vanagloria sin cesar de tener 5.000 años mitificados de historia, mientras Estados Unidos apenas cuenta con 300 años de desarrollo. Un buen antídoto contra las medias verdades, contra los tópicos y la desinformación es profundizar y buscar matices. Ante toda aproximación a la China contemporánea se corre pues el peligro de sucumbir a la tentación del catastrofismo hipercrítico o por el contrario de encandilarse en el espejismo oficial de la China del desarrollismo imparable, que tan bien suena a los oídos neoliberales.

No está de más recurrir a la perspectiva histórica. La entrada de China en 2001 en la Organización Mundial del Comercio (OMC) nos ha hecho descubrir de golpe y de forma traumática y dolorosa para ciertos sectores económicos europeos que China se está convirtiendo en la fábrica del mundo. Pero en ocasiones, en ciertos análisis, parece como si China hubiese surgido de repente de la nada, como si hubiese pasado súbitamente de ser un país exótico, atrasado y comunista, subyugado a poderes extranjeros y con un pasado remotamente glorioso, a ser un modelo de crecimiento económico acelerado que vendría a probar las bondades universales del capital.

Sin embargo, si las cosas se analizan desde una perspectiva temporal amplia y desde una perspectiva histórica universal, se vuelve evidente que el protagonismo económico de China a escala internacional no es un fenómeno inédito y sin pasado. En realidad la China emergente del siglo XXI no hace otra cosa que retornar a la posición de centralidad económica que ocupaba a principios del siglo XIX, cuando era la primera potencia manufacturera del mundo. Y llevaba como mínimo nueve siglos en esa posición. En 1776, Adam Smith había afirmado que China era un país más rico que todos los rincones de Europa juntos. Antes de 1800, los flujos comerciales intraeuropeos eran netamente inferiores a los flujos comerciales entre chinos, japoneses, siameses y javaneses. El historiador de la ciencia Joseph Needham ha demostrado con todo lujo de detalles que en términos tecnológicos China se encontraba en una posición dominante antes y después del Renacimiento europeo. Historiadores como Paul Bairoch han puesto de manifiesto que en 1750 la producción manufacturera china superaba el 32 por ciento del total a nivel mundial, mientras Europa se situaba en el 23 por ciento. Todo ello pone en entredicho la vieja creencia de que el periodo de dominio mundial europeo arrancaría con la era de los descubrimientos, la conquista de América, el Renacimiento y la Revolución Científica. Una perspectiva más amplia pone de manifiesto que fue la Revolución industrial y la expansión colonial del siglo XIX la que desplazó a Asia del protagonismo económico mundial, empobreciéndola, ruralizándola y desindustrializándola gracias a unas formas de comercio de reglas impuestas: el libre comercio colonial obligaba a las colonias a abrir unilateralmente sus fronteras a los productos europeos sin contrapartidas de ningún tipo.

Volviendo al presente y de cara a evitar esquematismos, sería también metodológicamente útil no confundir un régimen, un sistema, un discurso oficial o un gobierno con un país, con sus innumerables lugares y gentes y su larga historia. Por ahí empiezan ya a emerger muchos matices.

Y puestos a hablar de este régimen, de este sistema y de este discurso oficial, no puede uno dejar de reconocer que por más altibajos, errores, contradicciones, desigualdades, injusticias, represiones y manipulaciones que aquejan a la China contemporánea, ofrece, a primera vista, un balance de resultados bastante impresionante. Y no solo en términos macroeconómicos.

Se puede afirmar, sin faltar a la verdad, que la China actual es el país del mundo donde más gente ha mejorado de nivel de vida en menos tiempo. Entre trescientos y cuatrocientos millones de chinos han visto cambiar sensiblemente su situación en estas dos últimaS décadas. A pesar de los límites y de las muy oscuras zonas de sombra, la evolución social, informativa y cultural ha representado también una apertura de horizontes remarcable. Que todo ello sea atribuible a líderes preclaros que han tomado decisiones sabias que han movido en la dirección correcta el curso de las cosas es mucho más discutible.

Las cosas no funcionan exactamente así. Son muchos los factores que activan e intervienen en los procesos históricos. La mayoría son imperceptibles a corto plazo, se mueven de

forma lenta y poderosa como corrientes subterráneas. Entre ellos no estaría de más recordar las pautas culturales, las inercias heredadas, la configuración demográfica y familiar, las características específicas de las maneras de hacer, de vivir, de pensar, de autoorganizarse de un pueblo como el chino, que en definitiva algo deben de haber influi do. Para bien y para mal. Y no hablo aquí, evidentemente, de los valores asiáticos ni de los supuestos valores confucianos que sintetizan en un pack vendible y simplificador nuevas maneras de legitimar el viejo autoritarismo. Hablo de unas formas de vida, de una experiencia intrahistórica compleja y contradictoria que también tiene su peso

y su protagonismo en la lenta y cansina dialéctica entre cambio y continuidad.

A veces se olvida que durante el periodo maoísta la economía China creció a un promedio cercano al 4,5 por ciento anual, incluso durante el periodo del Gran Salto Adelante y de la Revolución Cultural.Lo cual, en realidad, no viene sino a relativizar este tipo de indicador.

Que la economía crezca no significa necesariamente que el país no esté gestando o gestionando una hambruna monumental ouna cacería de brujas sin precedentes. Este crecimiento económico en muchos momentos se produjo casi más a pesar de sus líderes que gracias a ellos, en especial Mao Zedong, que siempre puso por delante de la eficacia económica cualquier purga o campaña de reeducación de masas que tácticamente le fuese útil. A partir de 1978 la economía china dobló el paso y empezó a crecer al acelerado ritmo

superior al 9 por ciento anual de promedio.

Hay que valorar la tarea histórica del comunismo chino (tanto en su etapa fundamentalista como en su etapa pragmática o secular) como una vía de afirmación nacional de China después de un siglo de subyugación colonial y como una vía de modernización y de mejora

objetiva de las condiciones de vida en relación a las que encontró al inicio de su periplo histórico, en 1949, cuando China era un país empobrecido, devastado por el desgobierno, la corrupción y la guerra.

Una vez reconocida esta doble misión histórica, hay que pasar inmediatamente a analizar con espíritu crítico las luces y las sombras. Hay que pasar a examinar lo mucho que se esconde bajo la alfombra del diorama oficial. Hay que consignar qué errores, qué hipotecas y qué implicaciones de futuro presenta el modelo de desarrollo social, económico, político y nacional que ha emprendido China. Qué precio se ha pagado por lo que ahora se tiene. Y hasta qué punto el nuevo régimencomunista no ha resultado ser un nuevo avatar de la vieja China imperial y burocrática.

Como proyecto de creación de un «hombre nuevo», el comunismo chino ha sido un fracaso estrepitoso, a pesar de las ingentes energías maoístas dedicadas al adoctrinamiento obsesivo y a la reeducación colectiva. El ideal igualitario ha desembocado en la más insolidaria y competitiva de las sociedades que uno pueda imaginar. Ganar mucho dinero y hacer ostentación de ello es el deporte nacional. Despreciar al que nada tiene es casi una obligación. Se veneran las marcas de lujo. El viejo concubinato se ha reconvertido en la moda urbana de mantener y exhibir queridas glamourosas. Pocos lugares del mundo se pueden encontrar donde impere de forma tan clara y sin disimulos sociales el hedonismo y el nihilismo. Al margen de la vieja lealtad al Partido y al Estado ha resurgido la lealtad al

clan. Se restauran las tumbas y los templos familiares. Vuelve el matrimonio apañado entre intermediarios para establecer alianzas familiares,especialmente en el campo. La pornografía ocupa buena parte de los mazos de DVD piratas que se venden por las esquinas.

La prostitución en todas sus gamas y formatos se muestra sin demasiado disimulo en las calles, las peluquerías o los lujosos vestíbulos de hotel. Crecen las cifras de secuestro y venta de mujeres. Tras la supresión de las comunas, el jefe de familia ha recuperado su liderazgo tradicional. La búsqueda a cualquier precio de la primogenitura masculina en la descendencia está en pleno apogeo. En los puentes peatonales de las grandes ciudades es posible ver jóvenes temblorosos vendiendo ampollas de sustancias adictivas. La corrupción rampante invade los intersticios de un Estado sin un sistema judicial independiente. Las viejas creencias, costumbres y supersticiones vuelven a aparecer de debajo de las piedras: las formas diversas de adivinación callejera, el Fengshui, el Qigong, la iconografía de la

religiosidad popular? Es evidente que los éxitos del Partido son muchos,pero no han venido por este lado.

No se puede uno poner a hablar de la China actual sin pararse ni que sea un momento a considerar su evolución demográfica y sus dinámicas migratorias, o sin pararse a observar las luchas políticas de poder en la cúspide del partido, la evolución del mundo agrario y los

problemas que acarrea el sector industrial estatal, la gestión del territorio o el proceso de reforma económica y de apertura a Occidente que culmina con la entrada de China en la OMC (Organización Mundial del Comercio). Aparte de tratar todas estas cuestiones cruciales para la China actual, se parte en este ensayo de la premisa de que es también muy revelador examinar su dinámica cultural, informativa e intelectual. Son estos últimos unos aspectos que se soslayan con frecuencia, pero que pueden dar mucha luz a la comprensión del horizonte mental e ideológico con el que se ha procesado o modelado

el reciente proceso histórico chino.

Portada del libro 'Made in China' de Manel Ollé
Portada del libro 'Made in China' de Manel Ollé

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