El Tercer Hombre
El maestro Graham Greene nos ofrece en El tercer hombre una magnífica novela negra que conocería una famosa adaptación cinematográfica protagonizada por Orson Welles. Este libro está incluido en la nueva serie negra de Punto de Lectura, que incluye títulos de los autores más representativos y clásicos de un género siempre de moda.
I
Nunca se sabe cuándo va a caer el golpe. Cuando vi por primera vez a Rollo Martins escribí esta nota para mis archivos policiales de seguridad: «En circunstancias normales, un tonto jovial. Bebe demasiado y puede provocar conflictos. Cuando pasa una mujer a su lado levanta la vista y hace algún comentario, pero tengo la impresión de que el asunto no le interesa. No ha crecido nunca y tal vez sea ésa la razón por la que adora a Lime». Escribí esa expresión, «en circunstancias normales», porque le vi por primera vez en el funeral de Harry Lime.
Era febrero, y los enterradores se vieron obligados a utilizar taladradoras eléctricas para abrir la tierra helada del Cementerio Central de Viena. Fue así como hasta la naturaleza hizo todo lo posible para rechazar a Lime, pero por fin se le pudo bajar y echamos tierra sobre él como si fueran ladrillos. Se cerró la tumba y Rollo Martins se fue con tal rapidez que parecía que sus piernas largas y delgaduchas quisieran echar a correr, mientras lágrimas de chiquillo corrían por su rostro de treinta y cinco años.
Rollo Martins creía en la amistad y por eso lo que ocurrió después supuso para él un choque mayor de lo que habría sido para ustedes o para mí (para ustedes, porque lo hubieran achacado a una ilusión, y para mí, porque se me hubiera ocurrido enseguida una explicación racional, por equivocada que fuera). Si me lo hubiera contado entonces, cuántos problemas no se habrían evitado.
Si quieren comprender esta historia extraña y un tanto triste deben saber al menos algo de su trasfondo: la destrozada y lóbrega ciudad de Viena, dividida en zonas por las Cuatro Potencias: las zonas rusa, británica, norteamericana y francesa, marcadas únicamente por carteles de aviso, y en el centro de la ciudad, rodeada por el Ring con sus sólidos edificios públicos y su estatuaria ecuestre, la Innere Stadt* bajo el control conjunto de las Cuatro Potencias.
Cuando le llegaba el turno, cada potencia «asumía el mando», por decirlo así, durante un mes en la antaño elegante Ciudad Interior y se hacía cargo de su seguridad; durante la noche, si eras lo bastante tonto como para malgastar tus chelines austriacos en un cabaret, era casi seguro que pudieras ver al Poder Internacional en acción: cuatro policías militares, uno por cada potencia, que se comunicaban entre sí, si es que se comunicaban, en el idioma común de su enemigo.
No conocí la Viena de entreguerras y soy demasiado joven como para recordar la vieja Viena con su música de Strauss y su encanto fácil y falso; para mí era sencillamente una ciudad cubierta de ruinas sin dignidad, que en aquel febrero se convirtieron en grandes glaciares de nieve y hielo. El Danubio era un río grisáceo, liso y fangoso, que se veía a lo lejos, al otro lado del Segundo Bezirk, la zona rusa donde estaba el Prater destruido, desolado y cubierto de malas hierbas, con la Gran Noria dando vueltas lentamente sobre los cimientos de los tiovivos, que eran como piedras de molino abandonadas, el hierro oxidado de los tanques destrozados que nadie había apartado y los hierbajos mordidos por la helada, sólo cubiertos por una fina capa de nieve.
No tengo suficiente imaginación para visualizar cómo fue antes, como tampoco puedo ver el Hotel Sacher como algo diferente de un hotel de tránsito para oficiales ingleses, o la Kärntnerstrasse como una calle comercial de moda en vez de lo que era entonces, una calle en cuyas casas sólo se había reparado el primer piso. Un soldado ruso pasa con un gorro de piel y un fusil al hombro, unas cuantas busconas merodean en torno a la Oficina Norteamericana de Información y unos hombres con abrigo sorben un sucedáneo de café en los ventanales de La Vieja Viena. Por la noche lo mejor es no moverse de la Ciudad Interior o de las zonas de tres de las potencias, aunque allí también se producen secuestros —esos secuestros que, a veces, nos resultaban tan inexplicables: de una muchacha ucraniana sin pasaporte, de un anciano más allá de la edad útil y, a veces, por supuesto, el de un técnico o de un traidor—.
Ésa era a grandes rasgos la Viena a la cual llegó Rollo Martins el 7 de febrero del pasado año. He construido el caso lo mejor que he podido a partir de mis propios archivos y de lo que me contó Martins. Es lo más exacto posible —he procurado no inventarme ni una línea del diálogo, aunque no puedo garantizar la memoria de Martins—; dejando aparte la muchacha, es una historia fea, siniestra, triste y monótona, de no ser por el absurdo episodio del conferenciante del British Council.
II
Un súbdito británico puede viajar si se conforma con llevar tan sólo cinco libras que no puede gastar en el extranjero, pero si Rollo Martins no hubiera recibido una invitación de Lime desde la Oficina Internacional de Refugiados, no le hubieran permitido entrar en Austria, que todavía se considera territorio ocupado. Lime había sugerido que Martins podía escribir sobre el trabajo de ayuda a los refugiados internacionales, y aunque Martins no se ocupaba de esas cosas había aceptado.
Eso le permitiría tomarse unas vacaciones, que necesitaba con urgencia después del incidente de Dublín y aquel otro de Amsterdam; siempre trataba de reducir las mujeres a «incidentes», cosas que le ocurrían porque sí, sin que él pudiera hacer nada, como eran los actos de fuerza mayor para los agentes de compañías de seguros. Tenía un aspecto ojeroso cuando llegó a Viena y una costumbre de mirar por encima de su hombro que durante un tiempo me llevó a considerarlo persona sospechosa, hasta que me di cuenta de que era por miedo a que una entre, digamos, seis personas pudiera aparecer inesperadamente. Me dijo vagamente que había mezclado bebidas: era otra manera de plantearlo.
A lo que se dedicaba normalmente Rollo Martins era a escribir novelas baratas del Oeste con el seudónimo de Buck Dexter. Tenía un público amplio, pero poco rentable. No se hubiera podido permitir un viaje a Viena si Lime no se hubiera ofrecido a pagar sus gastos, al llegar, con dinero de un fondo que describió vagamente como de propaganda. Me dijo que Lime también le iba a dar vales: la única moneda en uso, de peniques para arriba, en los hoteles y clubs británicos. Así fue como llegó Martins a Viena, con cinco libras inútiles.
En Frankfurt, donde el avión de Londres se detuvo durante una hora, le había ocurrido un extraño incidente. Tomaba una hamburguesa en una cantina norteamericana (una simpática línea aérea daba a sus pasajeros un cupón valedero por sesenta y cinco centavos de comida) cuando un hombre, al que pudo reconocer a cinco metros de distancia como periodista, se acercó a su mesa.
—¿Es usted el señor Dexter?
—Sí —dijo Martins sorprendido.
—Parece usted más joven que en las fotografías —dijo el hombre—. ¿Quiere usted hacer unas declaraciones? Soy del periódico de las fuerzas locales. Nos gustaría saber qué piensa de Frankfurt.
—He aterrizado hace sólo diez minutos.
—Bien —dijo el hombre—. ¿Qué opina usted sobre la novela norteamericana?
—No la leo —dijo Martins.
—El famoso humor ácido —dijo el periodista. Señaló con el dedo a un hombrecillo de pelo canoso y dientes salidos, que mordisqueaba un pedazo de pan—. ¿Sabe si es Carey?
—No. ¿Qué Carey?
—J. G. Carey, por supuesto.
—Nunca he oído hablar de él.
—Ustedes los novelistas viven en otro mundo. Es a él a quien venía a entrevistar —y Martins le vio cruzar la sala en dirección al gran Carey, que le recibió con una falsaria sonrisa de primera página, dejando su corteza de pan. No era a Dexter a quien buscaba, pero Martins sintió cierto orgullo; nadie le había llamado novelista hasta entonces, y fue ese sentido del orgullo y de importancia lo que le permitió soportar la decepción de que Lime no le estuviera esperando en el aeropuerto. Nunca nos acostumbramos a ser menos importantes para los demás de lo que ellos lo son para nosotros: Martins experimentó, como una punzada, la sensación de que se podía prescindir de él mientras esperaba en la puerta de autobuses, mirando cómo la nieve caía lentamente, tan fina y suave que los grandes montones entre los edificios en ruinas tenían una apariencia de permanencia como si no fueran el producto de aquella escasa nevada, sino que fueran a quedar para siempre sobre el nivel de las nieves perpetuas.
Próxima entrega: "Vida de este chico" de Tobias Wolff.
Babelia
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