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Columna
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Ese Bryce que andaba por ahí

Han pasado cinco años desde la última vez que le vi. Por aquellos días, él se despedía de Europa para irse a vivir a Lima para siempre. Volvía a su ciudad, me dijo, para buscar calzoncillos en Miraflores y bañarse en la playa horrible de Lima. "¿Y Europa?", le preguntó Paco Jones, un viejo amigo común. "Me voy de Europa para poder estar finalmente en ella", respondió Bryce. No exagero si digo que tras la respuesta nos pusimos a llorar por vocablos, llorando de verdadera risa. Aquel día de la verdadera risa nos borramos como niños y nos convertimos todos en Julius. Aquel día de hace cinco años fue el último en que le vi. Nadie aquel día dijo que el Planeta es un premio lamentable y que más lo es todavía ver cómo cada año, cuando llega la fecha fatídica, los medios de comunicación confunden, cada vez con mayor alevosía, mercado con creación, eliminando lo literario. Y todo porque dan más dinero que en otros premios y la entrega del premio sale en las revistas del corazón y porque la gente cree que es lo mismo Isabel Allende que Onetti, el doctor Cabeza que Julien Gracq. Es la gran fiesta de los emisarios de la nada, la de los falsos escritores. Este año, en cualquier caso, ha sido una excepción porque ha ganado un autor que, a diferencia de muchas anteriores ediciones, está relacionado realmente con lo literario, y ya hay quien dice que habría incluso que agradecer que esto haya pasado. Es también la gran fiesta de los directores de departamento, de los líderes del mercado, de los equilibristas del marketing, de los licenciados en economía, de los enemigos de lo literario. Pero aquel día de hace cinco años, como es lógico, no tenía sentido hablar de todo esto, porque andábamos de despedida. Aunque, a decir verdad, algo de esto sí que hablamos, pues recuerdo que Bryce citó a aquel aventurero de Conrad que decía que, como vivíamos en un mundo homicida y desesperantemente mercantil, él creía que su mayor deber consistía en aprovechar al máximo las oportunidades que le brindaran.

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Recuerdo que aquel día queríamos tanto a Bryce que fuimos tantas veces Pedro como fue necesario y acabamos siendo todos reos de su nocturnidad. No queríamos esperarle en un abril incierto, pero le pedimos que si volvía alguna vez a Barcelona lo hiciera en abril, nunca en septiembre. "No me esperen en diciembre", dijo. Ha sido en octubre cuando ha vuelto, dicen que para quedarse a vivir aquí, para estar de nuevo en esta Barcelona, que vuelve a ser lugar de encuentro de una literatura latinoamericana de la que Bryce es uno sus escritores más sutiles y divertidos, pues maneja como pocos la ironía, la nostalgia, el humor, la ternura y una aguda visión de lo real. Ha vuelto en octubre y lo ha hecho con ese famoso manuscrito que llevaba ya varios años andando por ahí, siendo favorito de no se sabía cuántos premios en los que no había participado, hasta que por lo visto, no hace mucho, decidió darlo por terminado, ilustrando su decisión con un gesto duro, con aquel tipo de movimiento tan serio del que hablaba Capote cuando decía que acabar un libro es como sacar a un niño fuera y pegarle un tiro. Y el tiro, desde luego, se lo ha pegado.

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