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¿Es la consciencia una ilusión intrascendente?

El cerebro es quien lo hace todo, la consciencia incluida, porque sin ella nuestro comportamiento sería errático, parecido al de quien camina con los ojos cerrados

Head in the landscape
Esta ilustración del siglo XVII juega con la idea de una cabeza integrada en un paisaje.Getty
Ignacio Morgado Bernal

La consciencia es el estado de la mente que nos permite darnos cuenta de nuestra propia existencia, de la de las demás personas y de las cosas que pasan en el mundo en que vivimos. La crean millones de neuronas que radican en los lóbulos temporal, parietal, y occipital del cerebro, es decir, en la corteza cerebral posterior, un conocimiento que, tarde o temprano, puede hacer posible la recuperación del estado consciente en quienes lo han perdido por accidente o enfermedad y yacen inconscientes en una unidad hospitalaria de cuidados intensivos.

Con mayor o menor precisión, sabemos, por tanto, dónde se ubican las neuronas que crean la consciencia, pero no sabemos, ni sabemos si podremos saberlo algún día, cómo la crean, es decir, cómo esas neuronas hacen surgir los pensamientos y las percepciones conscientes, la imaginación subjetiva. Sorprendentemente, para algunos científicos, como el desafortunadamente fallecido Gerald Edelman, del Instituto de Neurociencia de San Diego (California) y Premio Nobel de Fisiología y Medicina, eso podría no importar demasiado porque para ellos la consciencia es solo una ilusión, un reflejo intrascendente de la actividad del cerebro, algo así como el ruido del motor de un coche o el humo de un fuego, fenómenos, el ruido y el humo, tan inevitables como prescindibles. En definitiva, la consciencia sería lo que los filósofos llaman un epifenómeno.

Según esa creencia, los pensamientos y las reflexiones conscientes que tenemos no serían los determinantes de nuestras decisiones y comportamiento, pues quien los determina es el propio cerebro sin que la consciencia sirva para nada. En definitiva, que la consciencia biológica es una ilusión sin valor causal, lo que parece contradecir al sentido común, pues todos sentimos que nos movemos y actuamos con arreglo a lo que conscientemente decidimos. Como me costaba asumirlo, hace unos años me armé de valor y le escribí personalmente al Nobel Edelman cuando aún vivía, con el ruego de que me lo explicara mejor, no fuese que yo no entendía su modo de considerar a la consciencia. No esperaba tener respuesta de tan noble científico, pero, para mi sorpresa, me contestó en su nombre Joseph Gally, colega de su misma institución, con el que iniciamos un intercambio de opiniones sobre el tema que duró varias semanas.

Gally reiteradamente insistió en que la consciencia es un epifenómeno, una ilusión sin valor causal que crea el cerebro cuando funciona de determinada manera, algo, dijo también, en cierto modo fortuito, como el color de la sangre, que es rojo debido a la hemoglobina, la proteína que contiene para llevar el oxígeno a los tejidos. Si esa proteína fuera otra diferente, como en algunos animales, el color de su sangre sería también diferente. El color, por tanto, no es algo importante para el funcionamiento de la sangre y, del mismo modo, la consciencia no lo es para el funcionamiento del cerebro. Yo porfié insistiendo en que, si no es algo importante, por qué ha evolucionado la consciencia, por qué somos seres conscientes. Gally no me dio una respuesta a esa pregunta, pero, en el fragor del debate, llegó a decir que el saber cómo el cerebro crea la consciencia es el mayor reto de la ciencia biológica para el siglo XXI. Y fue entonces cuando le dije que si no le resultaba incongruente que el mayor reto científico del nuevo siglo sea descubrir cómo el cerebro hace posible algo que, según él, no sirve para nada. Y ahí quedó el debate.

Sin duda, Edelman, Gally y otros científicos de su misma opinión tienen razón cuando dicen que no se nos alcanza cómo una ilusión (la consciencia) podría activar a una sola neurona para producir un movimiento, una acción. Pero lo que sí sabemos es que lo contrario sí es posible, pues es una experiencia común que las neuronas producen ilusiones (consciencia). Metafóricamente entonces, si sabemos cómo el agua se convierte en hielo eso nos podría ayudar a conocer como el hielo se convierte en agua, es decir, cómo la consciencia nos hace actuar. Aun así, pretender que nuestros pensamientos conscientes, lo hagan como lo hagan, determinan nuestra conducta viene a ser considerado por dichos científicos como una forma de dualismo, como creer que el cuerpo y la mente son cosas diferentes, una vuelta a la teoría de René Descartes, el filósofo francés.

Es por eso que hace tiempo propuse una opción alternativa* según la cual la consciencia funciona como un espejo, es decir, como un mecanismo de retroalimentación que nos permite conocer con detalle el curso de nuestro comportamiento para poder corregirlo y ajustarlo continuamente a nuestros propósitos y necesidades. Siendo así no hay dualismo, pues la consciencia no es un agente exterior que nos manda y controla, es solo un mecanismo auxiliar del propio cerebro para ganar precisión en el comportamiento. Recordemos que cuando nos miramos en un espejo le venimos a preguntar “cómo estoy” y no “cómo crees que estoy”. Es decir, al espejo, como a la consciencia, no le atribuimos una personalidad independiente de nosotros mismos. El cerebro, por tanto, es quien lo hace todo, la consciencia incluida, porque sin ella nuestro comportamiento sería errático, parecido al de quien camina con los ojos cerrados. Ningún robot inconsciente, por sofisticado que fuera, podría sustituir a un estado como el de la consciencia que proporciona una gran flexibilidad y precisión al comportamiento. La consciencia, en definitiva, no es un epifenómeno, no es una ilusión intrascendente, es mucho más que eso. Una cosa diferente es si el cerebro humano ha evolucionado lo suficiente para comprender cómo la materia objetiva se convierte en imaginación subjetiva, un tema que podemos tratar en otra ocasión.

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Sobre la firma

Ignacio Morgado Bernal
Es catedrático emérito de Psicobiología en el Instituto de Neurociencia y en la Facultad de Psicología de la Universidad Autónoma de Barcelona

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