En el laberinto ciego de un mundo cifrado
Galileo ideó un código propio para comunicar a Julián de Medicis su último descubrimiento. Kepler creyó descifrarlo y el azar hizo el resto
Hay una escritura secreta, una escritura encriptada cuya legibilidad resulta un enigma si desconocemos la clave que la mantiene. Con todo, dicha clave siempre se encuentra dentro del mismo enigma. Por decirlo de otra manera, la llave para abrir y desvelar el significado oculto de un texto siempre queda cerca de la puerta; suele estar bajo el felpudo.
Si nos sumergimos en la historia de la escritura encriptada nos encontramos con civilizaciones tales como la mesopotámica, la hindú o la china. Sin ir más lejos, Plutarco, cuando toca hablar de Lisandro, el general espartano que comandó la flota que venció a los atenienses, hace referencia a un sistema de criptografía denominado la escítala, hecho a partir de dos varas de madera “redondas y enteramente iguales cuyos cortes se corresponden perfectamente entre sí”.
A pesar de su uso militar, la escritura secreta no quedará libre de su dimensión mágica; hablamos del aspecto esotérico del que se sirvió el monje alemán Johannes Trithemius (1462-1516) para comunicarse con sus demonios. Porque el misterio de la vida y la muerte tenía para Trithemius un origen mágico, una causa primera donde los números se combinaban unos con otros para esconder el secreto original que sólo podría ser revelado a ciertas personas, todas ellas iniciadas en el mundo invisible.
Entre otras cosas, este curioso monje fue autor del primer libro impreso sobre criptografía publicado dos años después de su muerte y donde se sirvió de las matemáticas para dar fondo a sus mensajes encriptados. Se tituló Polygraphia y es un compendio de cinco libros donde se recogen alfabetos de lengua universal en los que cada letra tiene su correspondiente vocablo inventado, así como una serie de alfabetos mágicos y alquímicos.
Siguiendo este método, un desconfiado Galileo ideó un código propio para comunicar a Julián de Medicis su último descubrimiento. A ver quién diablos lo pilla, parece ser que pensó Galileo, a juzgar por el acertijo: SMAISMRMILMEPOETALEUMIBUNENUGTTAURIAS.
Con esto, Galileo quería comunicar que había observado el planeta más alto -Saturno- en triple forma. Y a partir de aquí, el azar y las coincidencias jugaron su baza, pues Kepler, al descifrar el mensaje, alcanzó una solución errónea, pero que, con el tiempo, sería certera. Según Kepler, lo que desvelaba el anagrama de Galileo era que Galileo había descubierto una pareja de satélites de Marte, hecho que, a su vez, coincidía con el concepto geométrico que tenía Kepler del universo.
Como sabemos, Marte tiene dos pequeñas lunas, pero ni Kepler ni Galileo podían asegurar su existencia, ya que, para captarlas hubiera hecho falta un telescopio de gran alcance, algo imposible en aquella época. El azar llevó a Kepler a acertar a partir de su lectura errónea, ya que era un hecho desconocido hasta entonces lo de las lunas de marte, pero más allá de la coincidencia está la metacoincidencia, el milagro, y de eso nos habla Carlo Frabetti en su libro Los jardines cifrados (2004).
Se trata de una novela que traspasa los géneros de todo tipo de género y que fundamenta su estructura en la coincidencia de coincidencias que se dan en la ciencia, como si la ciencia tuviese implicaciones teológicas. “Al fin y al cabo la teología y las matemáticas son las únicas disciplinas que tratan del infinito y sus atributos”, sostiene uno de sus personajes, al principio del libro en un viaje que arranca en el Museo del Prado, frente al tríptico del Bosco, y que termina alcanzando el camino científico al cuestionarnos de qué pregunta es respuesta el mundo cuando el mundo se explica en una obra de arte.
El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento.
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