Solo podemos echar a volar si mantenemos la cabeza llena de pájaros
El deseo de volar del ser humano es tan antiguo como el mundo. Intentar ser como cigüeñas o murciélagos, ha terminado con rotura de huesos en el mejor de los casos
El relato racional que guarda nuestro inconsciente está repleto de seres alados como son los dragones, los hipogrifos, las harpías y demás. De entre todos ellos, destaca el ave Fénix; un pájaro de plumas brillantes y larga vida que, como sabemos, renace de sus propias cenizas. También tenemos la leyenda de Ícaro, al que su padre, Dédalo, le construyó unas alas para escapar de Creta volando. Si seguimos con la lista, los ángeles de nuestra tradición mitológica también aparecen con alas a la espalda, incluso en su versión satánica.
Con tales fantasías, en el año 852, provisto de una lona a modo de paracaídas, el sabio musulmán Abbás Ibn Firnás decidió emular a los pájaros y se tiró al vacío desde el alminar de la Mezquita de Córdoba. No contento con el resultado, siguió experimentando y, veinte años después, repetiría la proeza armado con dos alas de madera cubiertas de tela. La caída le ocasionó la rotura de las piernas. Y es que la fantasía de algunos no tiene límites cuando se trata de alcanzar a los pájaros.
Por seguir con lo mismo, en el siglo XI, Eilmer de Malmesbury, monje benedictino de la abadía inglesa de Malmesbury, absorbido por la leyenda de Ícaro que él creía real, se construyó unas alas adaptándolas a los brazos con una estructura de madera. Y se tiró desde lo alto de una de las torres de la abadía. Agitó sus alas y tras lograr mantenerse en el aire durante unos segundos, al final, cayó al suelo, rompiéndose las piernas.
Recordar que la invención del aerodino sin motor comenzó cuando un sabio musulmán, vecino de Córdoba, decidió imitar a los pájaros tirándose desde una torre de la mezquita
Hacia 1250, Roger Bacon realizó los primeros estudios científicos acerca de la máquina voladora. Y hacia finales del siglo XV, Leonardo da Vinci se inspiró en las alas de los murciélagos para proyectar su ornitóptero; una máquina que se elevaría a pedales por los aires; todo un derroche de imaginación anticipatoria que, a principios del XIX, el suizo Jakob Degen perfeccionó y puso en práctica con un globo de hidrógeno para ayudar en la elevación.
Con todo, no será hasta finales del siglo XIX cuando el hombre pájaro se acerque a su versión casi definitiva con los estudios de Otto Lilienthal incluidos en su libro El vuelo de las aves como base de la aviación, trabajo que recoge las observaciones hechas por Otto y su hermano Gustav a partir del vuelo de las cigüeñas, un ave que parecía haber sido creada con el propósito de servir de modelo al ser humano a la hora de alcanzar el sueño de volar, tal y como recoge Antonio Martínez Ron en su libro Algo nuevo en los cielos (Crítica, 2022).
Decidido a poner en práctica sus teorías, Otto fabricó una serie de modelos que le sirvieron para imitar a las cigüeñas en su vuelo. Con empeño, Otto Lilienthal se haría famoso por desplazarse a favor del viento con unas alas de tela. En uno de aquellos vuelos, el viento cambió de rumbo y Otto caería en picado, recibiendo el golpe definitivo que provocaría su muerte.
En estos días de verano y cielos despejados en los que las personas más audaces se atreven con deportes de vuelo, hay que recordar que la invención del aerodino sin motor es la suma de mucha osadía y mucha rotura de huesos que dio comienzo un buen día en el que un sabio musulmán, vecino de Córdoba, decidió imitar el vuelo de los pájaros tirándose desde una torre de la mezquita.
A partir de aquí, los años se convertirán en siglos hasta que llegó Francis Rogallo, ingeniero de la NASA, a desarrollar el ala flexible que en 1963 adaptó John Dickenson hasta convertirla en lo que hoy conocemos como ala delta.
El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento.
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