Pedir literatura a la ciencia nunca es pedir demasiado
H. P. Lovecraft nos presenta el mundo antes de que la vida —tal y como la conocemos— existiera en nuestro planeta. Con ello nos enseña a ver el mundo desde el materialismo pero con la mirada irracional de sus primeros pobladores
La noticia es reciente, del otro día, cuando se anunció el descubrimiento de un nuevo planeta situado a cien años luz de la Tierra. Todo apunta a que se trata de un planeta océano, uno de esos planetas que reúnen las características suficientes que posibilitan la vida, no ya por el agua que los cubre, sino también por la estrella cercana que lo alumbra, la HD 101364, y que es casi idéntica al Sol.
Con esta noticia, las personas aficionadas a la ciencia ficción nos sentimos asaltadas por la idea de seres que vienen de otros mundos, planetas cuyas condiciones de temperatura y de elementos atmosféricos dan lugar a una vida gemela. Es lo que sucede cuando cierta literatura enriquece nuestro inconsciente. Ejemplos son la lectura de C. S. Lewis y de su Trilogía Cósmica, en especial del segundo libro titulado Perelandra (The Bodley Head, 1943) donde aparece un planeta cubierto por un océano de agua dulce, y donde la vida se asemeja al relato bíblico del Paraíso con Adán y Eva encarnados en una pareja de reyes que se presentan como monarcas absolutos del planeta.
Con todo, la fantasía de C. S. Lewis se puede ir quedando atrás cuando la imaginación errática de un autor como Lovecraft aparece con sus ficciones de horror cósmico. Eso es lo que viene a suceder tras leer en profundidad la noticia del descubrimiento del nuevo planeta. Entonces volvemos al relato mítico de Lovecraft titulado En la noche de los tiempos (Analog Science Fiction and Fact, 1936), el profesor de economía Nathaniel Wingate Peaslee sufre un trastorno de la personalidad provocado por una amnesia que, a su vez, es el resultado de una abducción por parte de razas que habitaban nuestro planeta antes de que surgieran los humanos; razas mitológicas que fueron desapareciendo de la superficie de la Tierra, pero cuyos poderes mentales se hicieron eternos a través del tiempo y el espacio.
De esta manera, Lovecraft nos presenta el mundo antes de que la vida —tal y como la conocemos— existiera en nuestro planeta. Porque el autor de Providence nos enseña a ver el mundo desde el materialismo pero con la mirada irracional de sus primeros pobladores. Tras leer el relato de Lovecraft sentimos que el vacío es, a su vez, un espacio que vino a ocupar el vacío primigenio en la noche de los tiempos, un vértigo cósmico que nos lleva a contemplar la ausencia de materia como materia, una paradoja que nos hace preguntarnos por las posibilidades de vida en otras esferas.
Al igual que hace el protagonista del cuento de Lovecraft, consultamos libros y artículos que nos trasladan de la ciencia a la mitología y que nos descubren que es posible la vida más allá de la Tierra, pues la vida no es otra cosa que un raro estado de la materia inerte. Por si fuera poco, Houellebecq, en su biografía de Lovecraft, nos recuerda que el ser humano ha construido ciudades espeluznantes, horrorosos rascacielos que darían verdadero pánico a nuestros antepasados. Pero de manera subterránea “poderosísimas criaturas despiertan lentamente de su sueño. Ya estaban allí en el Carbonífero, ya estaban allí en el Triásico y el Pérmico; oyeron los vagidos del primer mamífero, oirán los alaridos de agonía del último”.
Podemos pensar que tales criaturas formaban parte de ese otro planeta recién descubierto y desde donde hace millones de años salieron para llegar al nuestro, donde dejaron su semilla mítica a través del espacio y del tiempo. De momento permanece dormida, aunque latiendo en las profundidades de nuestro inconsciente.
Gracias a la literatura, una noticia se enriquece hasta límites que van más allá de la razón y que alcanzan las zonas pantanosas de nuestro imaginario, ahí donde Lovecraft se sumergía para traernos sus relatos de horror cósmico.
Un escritor insomne
En los rincones del inconsciente vibra un universo ficticio; un orden cósmico que subyace en cada una de nuestras acciones y que sirve como soporte al relato racional de nuestra mitología. En esa zona pantanosa de origen ancestral conviven dioses y diablos, criaturas angelicales y simoniacas; manzanas, hojas de parra, serpientes y destierros, diluvios, plagas y sequías, es decir, un sinfín de seres, frutos y hechos donde destaca la cabeza estrellada de una criatura viscosa que desprende el hedor de los cuerpos putrefactos.
Se trata de una bestia con un lucero en la frente cuyos tentáculos nos atrapan en sueños y amenazan nuestra vigilia. Pertenece a una mitología pegajosa que, una buena noche, un apocado escritor de Providence decidió liberar sobre un papel en blanco. Porque si a H. P. Lovecraft le sobraba algo, ese algo era el insomnio.
Tras su temprana muerte, sus amigos más cercanos resolvieron publicar aquella muestra de dioses paganos, editándola en gruesos volúmenes que traían incomprensibles descripciones jeroglíficas en sus lomos. De esta manera, la mitología de Cthulhu se abrió paso hasta el tiempo presente y sus seres monstruosos aparecieron arrastrándose a través de los pasillos ciegos de nuestro inconsciente dejando señales de vida y restos de necesidad y de muerte.
Para las personas que aún no estén iniciadas, baste aquí recomendar Los mitos de Cthulhu (Alianza), donde el psiquiatra Rafael Llopis llega a completar el ciclo del horror cósmico a través de las distintas narraciones que forjan la última mitología; un conjunto de criaturas imaginarias creadas por un escritor enfermo de insomnio y de literatura cuya obra debería recetarse en las consultas médicas. Sin duda, el universo de Lovecraft resulta curativo para estos tiempos de trauma colectivo, donde los rincones de nuestro inconsciente necesitan liberarse de terrores cotidianos.
El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento.
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