‘El trino del diablo’ y la ciencia contenida en la sonata de Tartini
La música de Tartini se identifica con la ciencia en su concepción original, reconciliando naturaleza y arte a través del dominio de las leyes del cosmos
Joseph Jérôme Lalande (1732-1807) fue un reputado astrónomo francés, además de una de las firmas más ilustres de La Enciclopedia. Su obra escrita abarca una magna extensión, desde los mares y la Tierra hasta el techo celeste.
Uno de sus libros, el titulado Viaje de un francés a Italia es un trabajo que traspasa los límites de la guía geográfica, resultando ser un compendio enciclopédico donde se abordan diversos temas del país mediterráneo. Historia, política, arte, costumbres y calles italianas son algunos de los asuntos que Lalande va a reflejar con la minucia y curiosidad de un hombre de ciencia.
Lalande realizó su viaje a mediados del siglo XVIII, cuando para el mundo de la Ilustración, “Italia era vista en Europa como un país en decadencia, aristocrático y clerical, donde el pueblo vivía en la ignorancia supersticiosa y en la miseria más profunda, y donde los valores ilustrados tenían muchas dificultades para expandirse”, a decir del profesor Rafael Alarcón Sierra en uno de sus trabajos dedicados a Leandro Fernández de Moratín, contemporáneo de Joseph Jérôme Lalande y dramaturgo famoso por su posición crítica hacia el clero y, en general, hacia el mundo antiguo que dejó tras de sí la Ilustración francesa.
Volviendo a Lalande y a su Viaje de un francés a Italia, cabe destacar el pasaje que el científico dedica a Giuseppe Tartini (1692-1770), músico que contaría al propio Lalande el sueño que tuvo donde se le apareció el diablo para proponerle un pacto. En el sueño, Tartini le da el violín al diablo y este interpreta una sonata que sorprende al músico, tal y como recoge Lalande. “Me sentí extasiado, transportado, encantado: mi respiración falló, y desperté”. De inmediato, Tartini tomó el violín y compuso la Sonata para violín en Sol Menor que popularmente se conoce como El trino del diablo.
Hay una novela, escrita por Ernesto Pérez Zúñiga, que cuenta esta fabulosa historia. Se titula La fuga del maestro Tartini (Alianza). Para realizarla, el autor madrileño se documentó con la curiosidad incansable y siempre despierta de un científico. De esta manera, Pérez Zúñiga identifica en su novela la música del violinista italiano con la ciencia en su concepción original, pongamos que platónica, cuando sitúa a Tartini reconciliando naturaleza y arte “a través del dominio de las leyes del cosmos”. Siguiendo a Platón, el músico italiano se encuentra con el alma cósmica.
La concepción platónica de que el sonido, como sucesión de intervalos entre notas musicales, está en relación con elementos matemáticos, viene de la tradición pitagórica, donde el número es la esencia de todas las cosas de origen divino. De esta manera, en Platón confluyen el mundo físico y el mundo ideal. Pérez Zúñiga da con la clave cuando descubre que materia y espíritu se unen en el llamado terzo suono, la tercera nota que surge al tocar dos notas simultáneamente, y que es una revelación del “continuo físico de la sustancia”.
Se trata del descubrimiento de algo natural, de algo que ya existía aunque permanecía dormido, oculto y no revelado, lo que nos lleva de nuevo a la ciencia platónica, al origen de la vida, como señala Pérez Zúñiga en uno de sus artículos donde cuenta cómo se documentó para la novela, llegando hasta el misterio más antiguo, “cuando el alma se une al cuerpo y este pierde la memoria de esas armonías internas”.
Porque solo con el estudio volvemos a recuperar la memoria. Algo parecido escribiría Borges en su cuento titulado La noche de los dones, cuando cita la tesis platónica de que “ya todo lo hemos visto en un orbe anterior, de suerte que conocer es reconocer”, argumento que uno de los personajes completa con una afirmación que atribuye al filósofo inglés Francis Bacon: “Si aprender es recordar, ignorar es de hecho haber olvidado”.
Es posible imaginar a Lalande escuchando con atención a Tartini al final de sus días, reconociendo la materia que hasta ese momento había estado oculta para él, y que se revela cuando Tartini cuenta su sueño con el diablo; un sueño que Lalande identifica con una alegoría donde la superstición, al igual que la religión, se convierte en algo más que un truco para dormir la razón.
De hacer caso al sueño del violinista donde a Tartini se le aparece el diablo, ni religión ni superstición podrían mantenerse en el vacío sin una materia científica que las soporte. Inquietante.
Simpatizar con el diablo
Según la mitología hebrea, Dios adjudicó a Lucifer el cargo de guardián de todas las naciones. Con ello, Lucifer no tardaría en acabar siendo víctima de sus propios delirios de grandeza. En su afán de lucimiento, retaría a Dios. Con el desafío, Lucifer salió perdiendo y fue expulsado de los cielos. Desde ese momento, Dios nos puso cerca al diablo para que pudiésemos pactar con él.
En el arte, en especial en el mundo de la música, Lucifer se presentó muchas veces ofreciendo un contrato donde la letra pequeña nunca fue leída. Tartini, Paganini o el 'bluesman' Robert Johnson fueron algunos músicos que pactaron con el diablo. Cuenta la leyenda que Lucifer se le apareció a Robert Johnson en una encrucijada de caminos. Y que le enseñó a bordonear con el pulgar las cuerdas graves de la guitarra.
Su influencia fue determinante en guitarristas como Jimmy Page, de Led Zeppelin, aficionado al satanismo, o Keith Richards, de los Rolling Stones, grupo al que también se conoce con el sobrenombre de 'Sus Satánicas Majestades', en alusión al título de su disco más experimental; último trabajo del guitarrista Brian Jones antes de morir en extrañas circunstancias. Tampoco supo leer la letra pequeña.
El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento
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