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El ‘gigante’ llevado vivo ante el rey Carlos IV muestra el debate sobre la exposición de restos humanos

Los museos de medicina se replantean cómo exhiben piezas controvertidas, como el esqueleto de Pedro Antonio Cano, un hombre de 2,15 metros trasladado en 1792 desde la actual Colombia y cuyos huesos se muestran hoy en Madrid

Fermín Viejo Tirado, director of the Javier Puerta Anatomy Museum in Madrid
Fermín Viejo Tirado, director del Museo de Anatomía Javier Puerta, en Madrid, junto a un esqueleto atribuido a un soldado napoleónico.Álvaro García
Manuel Ansede

El veinteañero Pedro Antonio Cano era muy alto. Tan alto que, en 1792, el virrey de Nueva Granada —hoy Colombia— decidió enviar a aquel gigante autóctono al rey de España, Carlos IV, en una fragata de guerra, junto a un loro amarillo. Tras una peligrosa travesía de casi tres meses por el océano y ocho días en diligencia por la Península, Cano, un campesino al que habían vestido como un soldado húngaro, llegó el 26 de agosto al Palacio Real de La Granja de San Ildefonso (Segovia), donde lo recibió el monarca. Es posible revivir el asombro que sintió Carlos IV, porque el monumental esqueleto de aquel hombre americano se expone en la actualidad en una vitrina en el Museo de Anatomía Javier Puerta, en la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid. Una corriente internacional está haciendo que muchas instituciones se replanteen la exhibición de este tipo de restos humanos. Uno de los mayores museos de medicina del mundo, el Mütter de Filadelfia (Estados Unidos), acaba de retirar de su web todas las imágenes de su inmensa colección para revisarlas una por una.

Casi nadie sabe que en Madrid se exponen los huesos de un hombre americano arrancado de su tierra para llevarlo ante el rey borbónico. No lo sabía ni el propio museo, hasta que el historiador Luis Ángel Sánchez lo descubrió en 2017. El investigador estaba leyendo una edición de El Quijote de 1833, en la que el editor añadió una nota sobre gigantes auténticos que mencionaba el esqueleto de un tal Pedro Antonio Cano en Madrid. Sánchez rebuscó en los archivos para rastrear la historia. Averiguó que aquel americano tan alto se quedó a vivir en Madrid, con una pensión vitalicia —concedida por el rey— que multiplicaba por 10 el salario habitual de un trabajador. En la madrugada del 17 de agosto de 1804, unos religiosos alertaron de la muerte del gigante al Colegio de Cirugía de San Carlos, fundado unos años antes en los sótanos de lo que hoy es el Museo Reina Sofía de Madrid. Los cirujanos se apropiaron del cadáver de Cano y lo diseccionaron para exponer sus restos en el gabinete anatómico de la institución. Y los huesos acabaron en la Complutense, etiquetados por error como “gigante extremeño”.

El esqueleto de Pedro Antonio Cano, en el Museo de Anatomía Javier Puerta, en Madrid.
El esqueleto de Pedro Antonio Cano, en el Museo de Anatomía Javier Puerta, en Madrid.Museo de Anatomía Javier Puerta/UCM

El esqueleto impresiona. El director del museo madrileño, Fermín Viejo Tirado, de larga barba blanca, parece diminuto a su lado. “Mide 2,15 metros, como Pau Gasol”, explica. Enfrente de los restos de Cano hay otro esqueleto, atribuido a un soldado napoleónico, con manchas oscuras en sus huesos, producidas por las sales de mercurio con las que se trataban algunas enfermedades venéreas, como la sífilis. A unos metros hay tres cadáveres momificados, con el pecho abierto, las vísceras al aire y una mueca tétrica. Aquellas tres personas, diseccionadas por el cirujano Pedro González Velasco en el siglo XIX, tenían el corazón a la derecha, una malformación conocida como situs inversus.

“Los restos humanos solo se exhiben en visitas guiadas, así nos podemos asegurar de contar su historia con el máximo respeto”, afirma Viejo Tirado. Las fotografías en el museo están prohibidas. “Exponemos el esqueleto de Cano porque nos enseña un gigantismo. El problema es que nació en una época en la que eran vistos como monstruos. Se exhibían en los circos y en las barracas de feria con el ‘Pasen y vean’. Nosotros no podemos caer en el mismo error”, subraya. Viejo Tirado pide no sacralizar los restos humanos. Los estudiantes de medicina, recuerda, recogen cada año huesos de los cementerios sin que surjan polémicas por una supuesta interrupción del descanso eterno.

Collar de verrugas genitales elaborado en el siglo XIX, de la colección del Museo Mütter de Filadelfia.
Collar de verrugas genitales elaborado en el siglo XIX, de la colección del Museo Mütter de Filadelfia.Museo Mütter

El Museo Mütter, del Colegio de Médicos de Filadelfia, custodia una colección de 1.300 frascos con restos humanos en alcohol, sobre todo órganos con diferentes enfermedades, pero también piezas más chocantes, como el cerebro del asesino del presidente estadounidense James Abram Garfield en 1881 y un collar decimonónico en el que las perlas son verrugas genitales. El museo también presume de ser “uno de los dos únicos lugares en el mundo que albergan el cerebro de Einstein”, pese a que el físico alemán solicitó ser incinerado precisamente para evitar el culto a sus restos.

Kate Quinn, directora del Mütter, explica que han retirado “temporalmente” sus vídeos de internet, para que un comité de expertos los revise uno por uno y dictamine “si se ajustan a las mejores prácticas en materia de exposición respetuosa de restos humanos”. Quinn cita tres factores: la legítima posesión de esos restos, el consentimiento para exponerlos y la adecuada contextualización para que tengan un valor educativo. “Son desafíos para todos los museos que exhiben restos humanos”, advierte.

El esqueleto de Pedro Antonio Cano ha estado mal identificado durante décadas. La web del museo de la Complutense, de hecho, todavía lo clasifica como un “gigante extremeño”, pero los restos del auténtico gigante extremeño —Agustín Luengo (1849-1875), un hombre de 2,35 metros nacido en un pueblo de Badajoz— estaban en realidad expuestos en el Museo Nacional de Antropología, también en Madrid. La dirección de esta institución, tras una profunda reflexión, decidió retirar todos los restos humanos de la vista del público en mayo de 2022, salvo una cabeza reducida de un hombre decapitado por uno de los grupos amazónicos conocidos popularmente como jíbaros, como explica Patricia Alonso, conservadora de las colecciones de América y Oceanía.

Cabeza reducida de un hombre decapitado por un grupo amazónico, expuesta en el Museo Nacional de Antropología, en Madrid.
Cabeza reducida de un hombre decapitado por un grupo amazónico, expuesta en el Museo Nacional de Antropología, en Madrid.Ministerio de Cultura y Deporte

“Pensamos que los restos humanos se pueden exponer en museos siempre que la comunidad de origen no esté en contra, cuando sean imprescindibles para entender el discurso, estén contextualizados y sean presentados con respeto”, argumenta Alonso. El Museo Nacional de Antropología conserva más de 4.400 restos humanos en sus almacenes, sobre todo cráneos, pero también seis momias y 13 esqueletos completos, como el de una mujer filipina llevado a España por Domingo Sánchez, un explorador del siglo XIX que profanaba tumbas en la oscuridad de la noche con una escopeta al hombro.

La cartela del único resto humano del museo cuenta ahora que los shuar de Ecuador cortaban las cabezas de sus enemigos, desechaban el cráneo y reducían el tamaño de la piel del rostro con agua hirviendo, pero abandonaron esta práctica alrededor de 1960. El texto detalla además que la moda entre los coleccionistas occidentales de adquirir cabezas reducidas provocó un aumento de las guerras entre estos pueblos amazónicos desde finales del siglo XIX. Había decapitaciones para satisfacer la demanda. El museo anunció su “reposicionamiento ético” en agosto de 2022: “En los últimos años, se ha producido un cambio en la consideración de los restos humanos en los museos. Su estatus dentro de las colecciones es único, ya que no son simples bienes culturales, son los restos de una persona fallecida y deben ser tratados con dignidad y respeto”.

Uno de los museos anatómicos más singulares del mundo es el Fragonard, creado en 1766 a las afueras de París, en la Escuela Real de Veterinaria. En sus vitrinas aparecen vacas de dos cabezas, corderos con un solo ojo, caballos con cuernos y esqueletos de animales de todo tipo, pero solo son un aperitivo de la joya del museo, que se esconde en una sala con luz tenue: la colección de cadáveres humanos desollados en el siglo XVIII por el cirujano Honoré Fragonard, con el fin de enseñar anatomía. Entre los cuerpos despellejados destacan un jinete a caballo, un hombre amenazante con una quijada de caballo en la mano y tres figuras infantiles rotuladas como “fetos bailando”.

Uno de los cadáveres despellejados en el siglo XVIII y expuestos en el Museo Fragonard, a las afueras de París.
Uno de los cadáveres despellejados en el siglo XVIII y expuestos en el Museo Fragonard, a las afueras de París.ENVA

El director del Museo Fragonard, el veterinario Christophe Degueurce, afirma que nunca ha habido ninguna polémica en Francia por la exhibición de esos cadáveres desollados, ni siquiera con los que danzan. “El objetivo del anatomista era colocar el cuerpo en una situación que permitiera obtener el máximo de información: una visión tridimensional con una composición en movimiento para apreciar las articulaciones, los músculos y los vasos sanguíneos”, explica Degueurce. “El imperativo es asegurar el respeto a la dignidad del cuerpo humano, lo que implica no convertirlo en un espectáculo lucrativo. Nunca se verá una fiesta de Halloween en el Museo Fragonard”, añade el veterinario, que sí es crítico con la exposición itinerante de cadáveres Bodies, que se puede visitar hasta el 11 de junio en Murcia por 10 euros.

“Las cuestiones éticas vinculadas a la antropología o a la etnología son radicalmente distintas a las que se plantean en un museo de anatomía”, defiende Degueurce. “En anatomía, el individuo expuesto solo cumple una función anatómica. Es, en definitiva, un símbolo de la humanidad y, en general, está diseccionado y nadie podría reconocer un parentesco o su origen étnico”, razona el director del Fragonard.

El médico Anton Erkoreka dirige desde hace un cuarto de siglo el Museo Vasco de Historia de la Medicina, en el campus universitario de Leioa, en el Gran Bilbao. Allí se puede visitar, con cita previa, una sala en la que se guardan bajo llave más de 400 frascos con órganos enfermos, como unos pulmones con tuberculosis y silicosis, y cinco fetos, uno de ellos sin cerebro. Son restos humanos procedentes de los hospitales públicos de Basurto y Gorliz durante el siglo XX. “No podemos renunciar a estas colecciones porque haya una ola de corrección política”, defiende Erkoreka. “Disponer de este tipo de piezas ha sido fundamental para identificar los microorganismos que causaron pandemias, como el virus de la gripe de 1918″, advierte. Es la sala más visitada del museo.

Sala con órganos enfermos en el Museo Vasco de Historia de la Medicina, en Leioa.
Sala con órganos enfermos en el Museo Vasco de Historia de la Medicina, en Leioa.UPV

Los restos humanos con nombre y apellidos son los más polémicos, sobre todo los que tienen un origen controvertido o, directamente, escandaloso. El Museo Hunteriano de Londres, en el Real Colegio de Cirujanos de Inglaterra, decidió en enero retirar de sus vitrinas el esqueleto de Charles Byrne, un hombre de 2,31 metros, fallecido en 1783 a los 22 años, que se ganaba la vida exhibiéndose como “el gigante irlandés”. Byrne dejó dicho que no quería ser diseccionado por anatomistas, pero el cirujano John Hunter pagó una pequeña fortuna a los amigos por su cadáver. El museo ya no expone el esqueleto, pero lo mantiene en sus colecciones, en el almacén.

El irlandés Cornelius Magrath también fue un hombre muy alto. Murió en 1760 a los 24 años, con una estatura de 2,26 metros. Evi Numen, conservadora del Antiguo Museo de Anatomía del Trinity College de Dublín, muestra su imponente esqueleto, en una visita solicitada por este periódico. Magrath falleció allí mismo, y los médicos que lo atendieron decidieron quedarse con su esqueleto para enseñar a otros colegas el problema del gigantismo.

Evi Numen, conservadora del Viejo Museo de Anatomía del Trinity College, en Dublín.
Evi Numen, conservadora del Viejo Museo de Anatomía del Trinity College, en Dublín.Evi Numen

“Creo que la gente se está fijando más en las colecciones a causa de las polémicas. Cuando hay un escándalo, acabas teniendo muchos más ojos puestos en ti. Y entonces la gente, en realidad, se interesa, se fascina y quiere aprender”, señala Numen. La conservadora trabajó en el Mütter de Filadelfia antes de mudarse a Dublín. Ha sido una de las voces más críticas con el apagón de la web del museo estadounidense. “Estas colecciones son muy importantes, sería muy triste que desaparecieran. Sería una pérdida enorme para la educación y para la investigación. Sinceramente, creo que nos tenemos que hacer una pregunta: ¿por qué es mejor esconder la historia en vez de hablar de ella?”, reflexiona.

El esqueleto de Pedro Antonio Cano cuenta una historia de despotismo ilustrado y dominación colonial, de súbditos campesinos y monarcas absolutos. Es el pasado incómodo de España. Apenas 1.800 personas, sobre todo estudiantes de instituto y jubilados, contemplan cada año los huesos del gigante americano, mal identificados durante décadas. El anatomista Fermín Viejo Tirado recalca su postura, junto a la vitrina con los huesos de Cano: “Yo no tengo ningún problema en exponer restos humanos, pero hay que tratarlos con respeto y mostrarlos si te enseñan algo, no por el morbo. Tiene que haber motivos científicos, no exhibirlos como se hacía en el siglo XIX con los gigantes, los enanos, los hombres muy feos y las mujeres barbudas”.

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Sobre la firma

Manuel Ansede
Manuel Ansede es periodista científico y antes fue médico de animales. Es cofundador de Materia, la sección de Ciencia de EL PAÍS. Licenciado en Veterinaria en la Universidad Complutense de Madrid, hizo el Máster en Periodismo y Comunicación de la Ciencia, Tecnología, Medioambiente y Salud en la Universidad Carlos III

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