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Como un cometa: tras el impacto de la sonda DART, el asteroide Dimorfo desarrolla una estela

El choque del artefacto de 600 kilos con la roca espacial lo frenó ligeramente y expulsó toneladas de escombros que ahora forman una cola de 10.000 kilómetros de longitud

NASA DART
Imagen de la cola de escombros que deja el asteroide Dimorfo tras el impacto de DART.NSF/NOIRLAB (NSF/NOIRLAB)
Rafael Clemente

Entre los miles de asteroides que giran en torno al Sol los hay para todos los gustos. Grandes como pequeños planetas (Ceres, Palas, Vesta…) o diminutos; solitarios o acompañados por minúsculos satélites; sólidos o simples acumulaciones de fragmentos sueltos. Pero probablemente solo existe uno que tenga girando a su alrededor algo que se asemeja a un cometa con una cola de 10.000 kilómetros ondeando al viento (solar). Un fenómeno que, además, es de origen artificial.

Ese ha sido el resultado del impacto de la sonda DART en el pequeño Dimorfo. El 26 de septiembre, el vehículo, de 600 kilos de masa, se estrelló contra el satélite de más de 10 millones de toneladas. La desproporción era tal que a primera vista parecería que no debería producir ningún efecto.

Pero DART volaba a unos 6 kilómetros por segundo, mientras que Dimorfo avanzaba en su órbita a unos perezosos 20 centímetros por segundo. El choque resultaría en un cataclismo: al colisionar a contramarcha, el satélite se frenó ligeramente, lo que se tradujo en un desplazamiento a una órbita más baja y la consiguiente reducción de su periodo orbital en algo más de un minuto. La cifra exacta está aún por determinar, mediante observaciones desde telescopios y radar. La NASA proporcionará más datos el martes 11 en una rueda de prensa.

Dimorfo no parece un cuerpo compacto. Más bien una montaña de escombros unidos de forma muy laxa por su propia gravedad. Una teoría sugiere que se formó a partir de restos expelidos por su compañero mayor, Dídimo. Dídimo tiene forma de trompo, abultado en su ecuador, quizás como resultado de la gran velocidad a la que gira. A lo largo de millones de años pequeños fragmentos pudieron ser expulsados al espacio; algunos entrarían en una inestable órbita a su alrededor y con el tiempo irían colapsando en lo que hoy es Dimorfo.

El sistema Dídimo/Dimorfo se mantiene unido a duras penas por la acción de la gravedad mutua. Dimorfo gira a poco más de un kilómetro sobre la superficie de su primario. Visto desde allí, cada paso —una vez cada doce horas, más o menos— debe resultar un espectáculo espeluznante: una montaña volante cruzando sobre un panorama de rocas y cascotes sueltos.

Las imágenes enviadas por DART muestran que ninguno de los dos cuerpos posee llanuras mínimamente planas. Todo son rocas acumuladas sin ningún orden ni estructura. No se observa regolito, es decir, polvo fino como el que abunda en la Luna. Con su bajísima gravedad, cualquier roce sería suficiente para lanzar trozos de roca al espacio.

Y el impacto de la sonda no fue precisamente un roce. Decenas de toneladas de mineral fueron expulsadas al espacio, formando primero un halo alrededor de Dimorfo. Probablemente, se habrá excavado un cráter de quizás cien metros de diámetro. La energía desarrollada en la colisión se estima equivalente a la explosión de más de dos toneladas y media de dinamita. Todavía no llega a la potencia de una bomba atómica pequeña, pero su efecto debe haberse hecho notar sobre todo el satélite. Desde luego, su perfil habrá cambiado, haciendo honor a su propio nombre: Dimorfo significa “Dos formas” o sea, antes y después del impacto.

Otra consecuencia del experimento es menos evidente. Dimorfo presentaba siempre la misma cara a su compañero, como la Luna con la Tierra. Es el resultado de las fuerzas de marea que ejercen uno sobre otro. De hecho, casi todos los satélites del Sistema Solar —no solo el nuestro— se encuentran en esa situación. Pero es probable que el impacto de DART junto con otros efectos más sutiles haya alterado ese equilibrio. Ahora Dimorfo puede estar bamboleándose en lo que se conoce como “movimiento caótico” o sea, impredecible. No es muy común, pero sí que se ha observado en otros cuerpos, en especial Hiperión, uno de los satélites de Saturno y también en Nereida, de Neptuno, y casi todos los pequeños cuerpos que orbitan alrededor de Plutón.

En el vacío, la radiación y el viento de partículas subatómicas que emanan del Sol son las responsables de la forma de las colas de los cometas

¿Y cuál será el destino del material expulsado al espacio? De entrada, como si se tratase del chorro de un cohete, debió contribuir en parte a frenar el avance de Dimorfo. Una vez en el vacío, la gravedad del pequeño satélite es tan escasa que la caída sobre su superficie llevaría días si no semanas. La mayor parte quedará flotando en el espacio, acompañando a Dimorfo en su órbita. Y el poder de atracción de Dídimo tampoco es tan intensa como para atraerlo o ni siquiera para formar un anillo a su alrededor (sería un bonito espectáculo, pero las leyes de la mecánica celeste son bastante rígidas a este respecto).

Una vez en el vacío, el material expulsado está sujeto a otras fuerzas. La más importante es la presión de radiación y el viento de partículas subatómicas que emanan del Sol. Ambas son las responsables de la forma de las colas de los cometas, cuya longitud se mide en millones de kilómetros. Unas están formadas por plasma muy tenue, que extienden siempre en dirección opuesta al Sol; otras son de partículas de polvo arrancadas del núcleo cometario que tienen una pequeña inercia y por ello suelen seguir trayectorias algo curvadas.

En el caso de Dimorfo, la cola de escombros ya acusa la presión de radiación solar. Se extiende a lo largo de unos 10.000 kilómetros hasta que vaya diluyéndose en el vacío. De momento, Dídimo es el único asteroide conocido que puede presumir de tener un pequeño “cometa” girando a su alrededor.

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Sobre la firma

Rafael Clemente
Es ingeniero y apasionado de la divulgación científica. Especializado en temas de astronomía y exploración del cosmos, ha tenido la suerte de vivir la carrera espacial desde los tiempos del “Sputnik”. Fue fundador del Museu de la Ciència de Barcelona (hoy CosmoCaixa) y autor de cuatro libros sobre satélites artificiales y el programa Apolo.

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