Ciencia, magos y abejorros: la importancia de narrar el proceso científico
El autor elogia el libro ‘Una historia con aguijón’, de Dave Goulson, y alerta sobre la confusión con la magia si no se explica correctamente el trabajo de los investigadores
Mis amigos de Ciencia/Materia en EL PAÍS saben muy bien que trasladar al público la información científica no es tarea sencilla. Uno puede quedarse corto, simplificar en exceso, y la comunicación no hará justicia al esfuerzo de investigación desplegado. Pero también existe el riesgo de ser demasiado puntilloso y pasarse en el detalle, dejando tal vez satisfechos a los especialistas, pero en la ignorancia previa a cuantos no lo son. En otras palabras, el comunicador científico debe intentar trasladar la complejidad de la ciencia, pero al mismo tiempo ha de hacerse entender por una parte significativa de la sociedad.
Tratando estos temas hace casi veinte años, en entrevista con Amparo Amblar y María Iranzo, el famoso semiólogo (¿otro término que convendría traducir a un lenguaje cercano?) Umberto Eco explicaba el riesgo de que las noticias científicas, y la propia actividad de investigación, fueran asimiladas por el grueso de la sociedad con la magia, que ofrece respuestas más rápidas e igualmente sorprendentes, cuando no incomprensibles. “Nos encontramos —decía Eco— ante un gran drama. Por una parte, si no se habla de la investigación científica en los medios de comunicación, se abre una gran separación entre el público y la ciencia. Por otro lado, si se habla en los medios de ciencia, se confunde al público presentando la ciencia como una especie de magia”.
Un camino para remediarlo pasa por trascender la noticia explicando el modo en que se han alcanzado, o no, determinados conocimientos. Ello debería mostrar que la investigación es una labor minuciosa, guiada por una lógica precisa, pero en todo caso una actividad genuinamente humana, en las antípodas de lo sobrenatural. Pondré un ejemplo. Hace pocas semanas, Materia publicaba una noticia titulada: “Los europeos prehistóricos consumían leche animal milenios antes de poder digerirla”. Quien lea por encima ese titular y se conforme con la información incorporada, ¿acaso no podría, casi inconscientemente, imaginar que los científicos poseen una bola de cristal, ajena al resto de la sociedad, que les permite ver el pasado? Miguel Ángel Criado, autor del artículo, explica, sin embargo, de qué modo puede saberse que los humanos neolíticos consumían productos lácteos (quedan restos en los poros de las vasijas de cerámica) y también que tenían problemas para digerirlos (el ADN obtenido de individuos de la época muestra que carecían del alelo para producir lactasa, la enzima que descompone la lactosa, o azúcar de la leche, pasada la infancia).
Experimentos y picaduras
Aun así, ¿no pueden parecer mágicos los poderes para detectar cantidades microscópicas de leche en un barro cocido de hace 7.000 años, o para analizar el genotipo de una persona que vivió por entonces? Un paso más allá para humanizar la ciencia, que en parte por problemas de espacio, pero no solo por eso, suele faltar en los artículos científicos, y también en los de divulgación, es dar cuenta de los fallos, de los experimentos que salen al revés, de los numerosos fracasos que a lo largo de toda investigación suelen preceder al éxito.
Creo que por eso he disfrutado tanto leyendo el libro de Dave Goulson Una historia con aguijón. Mis aventuras con los abejorros, recientemente traducido al español (Capitán Swing), que juzgo una muestra estupenda de comunicación de la ciencia al gran público. Dave nos cuenta cómo les surgen a él y a su grupo (y también a otros colegas) las preguntas que conducirán su investigación, de qué modo se las ingenian para abordarlas (¿y si usamos perros para localizar los nidos de abejorros?), cómo, a veces, fracasan estrepitosamente (llenando de abejas los despachos de media universidad o sufriendo dolorosas picaduras), y también la manera en la que descubren, en ocasiones, lo que no buscaban, mientras lo que intentaban descubrir se les oculta celosamente.
Con humor, relata de una forma sencilla, y a menudo emocionante, todo el proceso: desde la idea inicial al descubrimiento (o su ausencia), incluyendo el trabajo en equipo, las dificultades económicas, las anécdotas en los viajes, la incertidumbre, las sorpresas y los desencantos, el papel de la casualidad… En un capítulo dedicado a explicar que los abejorros mantienen en el tórax una temperatura corporal parecida a la de los humanos (¿deberíamos considerarlos, por tanto, “de sangre caliente”?), gracias en gran medida a su capacidad para generar calor contrayendo los músculos de vuelo, cuenta cómo, queriendo prescindir de una colonia de abejorros turcos criados en cautividad e incapaces de vivir libres, se le ocurrió que la manera más inocua de hacerlo era congelarlos en su frigorífico doméstico, a treinta grados bajo cero. “Al día siguiente explica—, cuando fui a comprobar qué había ocurrido, la colonia estaba viva y haciendo un ruido atronador: las obreras se habían amontonado sobre las larvas y abanicaban presumiblemente con todas sus fuerzas. La reina se había escondido en el centro y parecía impertérrita”.
El libro de Goulson reúne muchas cosas que se han enfatizado a menudo: es una aproximación única al fascinante mundo de las abejas y abejorros, un tratado de historia natural, una apasionada defensa de la vida silvestre y los servicios de los ecosistemas, la reivindicación del papel de las abejas silvestres en la polinización (“En el Reino Unido, las abejas de la miel contribuyen a casi un tercio de la polinización de los insectos y el resto de la tarea recae en buena parte sobre las abejas silvestres, entre las que se incluyen los abejorros”), un canto a los paisajes y la agricultura tradicionales, con sus herbazales floridos, una incitación a la participación social y la ciencia ciudadana (describe la creación del BBCT, o Fondo para la Conservación de los Abejorros, que agrupa en Gran Bretaña a miles de miembros; por cierto, en España existe también una Asociación Abejas Silvestres), etc.
Pero supone también, y es lo que principalmente me interesaba subrayar aquí, una magnífica descripción de por qué y cómo hacen ciencia los naturalistas, que en el libro se muestran mucho menos magos que humanos corrientes y molientes, por más que imaginativos, metódicos y tenaces.
Miguel Delibes de Castro es biólogo, divulgador, exdirector de la Estación Biológica de Doñana y actual presidente del Consejo de Participación de Doñana.
Puedes seguir a MATERIA en Facebook, Twitter e Instagram, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.