¿Cuánto influyó la caza de los humanos prehistóricos en la extinción de mastodontes y mamuts?
Una investigación analiza la evolución del linaje de los elefantes hasta su desaparición. El autor principal del estudio destaca que los factores climáticos ya habían debilitado a los grandes mamíferos
La primitiva apariencia de los elefantes nos transporta a un mundo ancestral e idílico que ha permanecido inalterado durante millones de años. Pero estos paquidermos no son los guardianes de un mundo que les llegó prístino a nuestros antepasados, sino tan solo los supervivientes del gran colapso que su linaje, los proboscídeos, ha sufrido durante los últimos tres millones de años. Para hacernos una idea de la magnitud del declive de los proboscídeos basta hacer una simple comparación: hoy quedan solo tres especies de elefantes (el elefante africano de sabana, el elefante africano de bosque y el elefante asiático), y sin embargo, gracias a los fósiles sabemos que hubo casi 200 especies en el pasado (algunas emblemáticas como el mamut, los mastodontes, los deinoterios, etcétera).
Hace solo tres millones de años ―la Tierra tiene más de 4.500― vivían en nuestro planeta más de 30 especies de proboscídeos, que habitaban en África y Asia, pero también en Europa, Norteamérica y Sudamérica. Y, lo más sorprendente, no era difícil encontrar sitios donde dos o tres especies de estos gigantes coexistían al mismo tiempo. Algunos de nuestros ancestros más antiguos, como los Australopithecus, llegaron a ser testigos de esta abundancia. Hoy, más del 98% de toda esa diversidad ha desaparecido. ¿Qué pasó?
“La mayor parte del colapso de este grupo de majestuosos animales se debió a los cambios ambientales”
En un estudio que publicamos este jueves, mostramos que la mayor parte del colapso de este grupo de majestuosos animales se debió a los cambios ambientales. Con la expansión de las sabanas y las praderas hace siete millones de años, los grupos de proboscídeos más aptos para la vida en zonas boscosas y con dietas de frutos y brotes empezaron su declive. Mientras, las especies de proboscídeos típicas de espacios abiertos, capaces de alimentarse de materia vegetal menos nutritiva (pasto e incluso madera), se multiplicaron y diseminaron por el planeta.
Hace en torno a tres millones de años, con el advenimiento de las glaciaciones, todo volvió a cambiar, ya que estas provocaron fluctuaciones ambientales muy rápidas y un ritmo de extinción inédito de muchas especies de proboscídeos de todo tipo. ¿Tuvieron algo que ver los Homo sapiens primitivos en el declive final de los proboscídeos? Todo apunta a que los humanos no fueron los principales responsables. Encontramos que hubo una última fase de colapso súbito, cuando la extinción de especies se disparó en Eurasia y América en los últimos 160.000 y 75.000 años respectivamente, antes de la llegada de Homo sapiens a estos continentes. Sin embargo, no vemos este colapso tan rápido en África donde los Homo sapiens estaban presentes desde hace decenas de miles de años. Por tanto, nuestra conclusión es que los cambios ambientales fueron los principales responsables de la caída de los proboscídeos, si bien la caza por parte de nuestros antepasados seguramente tuvo un impacto nefasto sobre las pocas especies que sobrevivieron hasta épocas posteriores.
“Es a principios de los 70 cuando surge a idea de que ya los humanos prehistóricos habían llevado a varias especies a la extinción”
El hallazgo ofrece algunas perspectivas interesantes para entender los procesos de extinción más allá de los proboscídeos. En primer lugar, los linajes pueden desaparecer rápidamente sin necesidad de haber llegado a una fase de declive. La idea de que los linajes, igual que las civilizaciones, tienen una fase de expansión y otra de degeneración que precede a la extinción estuvo extendida entre los paleontólogos de la segunda mitad del siglo XIX. Se encajaban así las nociones darwinistas de que los que se extinguen son las formas primitivas, imperfectas, menos aptas, reemplazadas por formas mejor adaptadas a través de la lucha por los recursos. Así la extinción, que solo podía ser el resultado de la selección natural, tenía un papel de desbroce de un mundo natural abundante y en constante mejora. Estas ideas comulgaban perfectamente con la idiosincrasia de la época victoriana, de grandes avances técnicos y de explotación insaciable de recursos naturales, y enmarcaba el sometimiento y la aniquilación de los pueblos indígenas como el resultado natural del encuentro de una sociedad avanzada y los salvajes.
Curiosamente, la idea de progreso en la evolución sigue muy arraigada en la cultura popular, en los planes de estudio y en la divulgación científica. Sin embargo, hace tres millones de años nadie hubiera podido predecir el rápido colapso de los proboscídeos, que estaban en el máximo de su diversidad y se habían expandido por todo el mundo. Ningún paleontólogo que hubiera viajado en el tiempo a aquel momento habría llegado a la conclusión de que los proboscídeos estaban mal adaptados a sus ambientes, lo que nos obliga a enfocar la extinción como un fenómeno mucho más azaroso y en gran medida detonado por cambios ambientales impredecibles.
“Las actividades de nuestros ancestros seguramente se sumaron a lo que era ya una vorágine de extinciones”
El siglo XX trajo nuevos planteamientos sobre evolución. Para empezar, la idea de una naturaleza de abundancia infinita se desvaneció. A partir de los años sesenta, los paleontólogos encuentran evidencia incontestable de que el mundo es sacudido por grandes extinciones en masa. El desarrollo de la ecología trajo la idea de la interdependencia de los elementos del mundo natural, del delicado equilibrio de los ecosistemas, y la noción de que nuestro bienestar futuro como especie pasaba por preservar la naturaleza. Es en este nuevo contexto, a principios de los setenta, cuando surge a idea de que ya los humanos prehistóricos habían llevado a varias especies a la extinción como resultado de la sobrecaza.
Esta idea sigue alimentando el debate entre los científicos. Se ha observado que en algunas regiones los primeros registros de presencia humana coinciden con los últimos de algunas especies de grandes mamíferos. Pero esta evidencia puede ser compatible también con que los mismos cambios climáticos que facilitaron la dispersión de unos fue la puntilla para los otros. En lugar de centrarse en las extinciones de los grandes mamíferos en estos últimos 100.000 años, nuestro trabajo sobre los proboscídeos ofrece una perspectiva más amplia para evaluar las actividades de los humanos prehistóricos en el contexto de un mundo cambiante a lo largo de millones de años. Las actividades de nuestros ancestros seguramente se sumaron a lo que era ya una vorágine de extinciones de tal manera que nunca sabremos de cuántas de ellas fueron realmente responsables. El debate sigue abierto.
Juan López Cantalapiedra es investigador de la Universidad de Alcalá y autor principal de la investigación, publicada hoy en ‘Nature Ecology & Evolution’.
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