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Tribuna
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Grandes palabras de poca ayuda

Libertad, desigualdad y confusión interesada. La semántica de la covid

Crisis del coronavirus
La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, durante su visita al Complejo Hospitalario 12 de Octubre, este martes.A.Martínez Vélez. (Pool)
Javier Sampedro

La palabra más pronunciada ayer martes fue ojalá. El presidente Pedro Sánchez presentó un plan de vacunación ambicioso, esperanzador y, sobre todo, comprometido con un calendario preciso y comprobable. O refutable con la misma precisión. Eso son agallas, porque sabes que al mínimo incumplimiento del calendario te va a caer la del pulpo, no hablemos ya de la que podría liar una calamidad imprevista, como un atasco en el cuello de botella de la cadena de producción de las vacunas. Parece evidente que, si el presidente y sus asesores han decidido mojarse en ese pantano de arenas movedizas, deben contar con un montón de garantías de que el plan se cumpla y la inmunidad de rebaño se alcance en las postrimerías de agosto. “Ojalá”, dijeron los expertos preguntados. Ojalá. La gran palabra del día.

Hay otras grandes palabras que han rebrotado en la crisis pandémica con intenciones mucho más turbias. Libertad, por poner un ejemplo tonto. Los partidos políticos más vulnerables a la presión empresarial han utilizado este noble concepto para enredar las cosas. La libertad es seguramente la aspiración humana más elemental, como puede certificar cualquier persona a la que le haya tocado vivir bajo una dictadura, o en las orillas de ese paraíso donde moran las familias desahogadas y las grandes fortunas.

La libertad para quitarse la mascarilla y formar aglomeraciones desaconsejadas por la epidemiología

Pero la libertad por la que clama la derecha madrileña, por citar otro ejemplo tonto, no es esa libertad de llevar una vida digna, educar a los hijos y acceder al sistema laboral de una manera equitativa, sino la de salir a los bares, ir de compras y ocupar la calle con sus coches alemanes de gama alta. La libertad para quitarse la mascarilla y formar aglomeraciones desaconsejadas por la epidemiología. Siempre me acuerdo de lo que el cardiólogo Valentín Fuster decía en otro contexto: “La gente dice que tomar medidas contra las grasas saturadas recorta su libertad; yo les respondo que también la recortan los semáforos”. Fuster, en su etapa de presidente de la Asociación Mundial de Cardiología, llevaba a gala haber logrado que McDonald’s se convirtiera en el mayor vendedor de ensalada del planeta. Los adolescentes granujientos perderían libertad, seguramente, pero se han ahorrado un montón de infartos que les habrían amargado la vida.

Otra gran palabra está siendo desigualdad. Pero no me refiero a que la pandemia haya revelado de forma deslumbrante las inaceptables diferencias que deterioran la salud de las clases empobrecidas y las etnias minoritarias, sino a los intentos denodados de revestir el término de un brillo que le es ajeno. El rechazo a los pasaportes vacunales, por ejemplo, se basa en gran medida en este truco lexicográfico: como las vacunas van poniéndose por criterios de riesgo y edad, habrá ciudadanos que podrán viajar en verano y otros que no, y eso generaría desigualdad. Vale. Pero ¿qué desigualdad? ¿La que favorece a los mayores porque les permite recuperar los viajes del Imserso? O sea, como yo no puedo viajar, pues los viejos tampoco. Qué finura intelectual.

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