Darwin en el cuerpo
El coronavirus y los anticuerpos montan una carrera de armamentos dentro de cada paciente
En la década de los dosmiles, la publicación del genoma de una nueva especie empezó a resultar tan aburrida como el cuarto viaje a la Luna de las misiones ‘Apolo’, que ya ni abría los telediarios. Quizá la quintaesencia de aquel aburrimiento fuera el genoma del erizo de mar, ese bicho que solo parece servir para clavarse en los pies de los bañistas y alimentar a los feriantes del carnaval de Cádiz. Pero la secuencia de esa humilde bola de pinchos reveló dos paradojas que poca gente ha percibido. Primero, tenía los genes necesarios para generar un ojo, pese a que todo el mundo sabe que los erizos de mar no tienen ojos, ¿no es cierto? Pues no, no es cierto. Tres siglos de zoología estaban equivocados. Tras encontrar los genes, los científicos buscaron dónde se activaban y hallaron ojos microscópicos a razón de uno por espina.
La segunda paradoja es que tenían un gen llamado Rag-1, que es la clave del sistema inmune adaptativo de los peces que conquistaron tierra firme hace 200 millones de años, y por tanto de todos nosotros, los vertebrados terrestres. El conocimiento recibido indica que los invertebrados, como el erizo de mar, no tienen un sistema inmune adaptativo, un gran logro de la evolución que los vertebrados consideramos nuestra propiedad privada. Una vez pude hablar de esto con Sydney Brenner, uno de los padres de la biología molecular, mientras me comía la mitad de su rodaballo, y él me dijo: “Cuidado, porque Rag-1 puede ser un virus”. Lo es.
“Adaptativo” es un término evolutivo clásico, que se suele usar para las mutaciones que confieren al individuo una ventaja en el duro mundo de ahí fuera. Por ejemplo, tener ojos es adaptativo, puesto que siempre será mejor ver a un predador que no verlo, por muchas espinas que tengas. ¿Qué quiere decir entonces “sistema inmune adaptativo”? Simplemente, quiere decir que la evolución está funcionando dentro del cuerpo. De los millones de células defensivas (linfocitos) que fluyen por la sangre buscando agentes extraños, la que logra reconocer a uno obtiene la medalla de oro darwiniana: reproducirse más que las demás. Más aún, sus células progenitoras empiezan a generar mutaciones y combinaciones hasta encontrar alguna que mejora la detección del extraño. Un prodigio evolutivo, solo que dentro del cuerpo.
¿Cómo se hace eso? Aquí entra Rag-1, ese gen que no debería tener el erizo. Significa ‘recombination activating gene 1’, o gen activador de la recombinación 1. Es el que permite al sistema inmune adaptativo ser adaptativo, a base de inducir variaciones en los anticuerpos y barajar sus módulos constituyentes.
Cuanto más gruesa se hace la concha de un molusco, más fuertes se hacen las pinzas de los crustáceos que se los comen. Esto se llama ‘guerra de armamentos’, y también funciona dentro del cuerpo entre los anticuerpos y los virus. Katrina Lythgoe y sus colegas de Oxford acaban de mostrar que las mutaciones del coronavirus que se escapan al sistema inmune surgen en el cuerpo, aunque rara vez se trasmiten a otros. Pero ojo cuando lo hacen.
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