La historia de cómo Los Prisioneros lograron burlar a la dictadura de Pinochet con sus dos primeros discos
El libro ‘Ya viene la fuerza. Los Prisioneros 1980-1986′, de Alejandro Tapia, revela los inicios de la emblemática banda chilena que conquistó a Sudamérica y de cómo los militares se percataron tarde del poder de ‘La voz de los 80′ y ‘Pateando piedras’
Durante cuatro años, el periodista Alejandro Tapia (Santiago, 47 años) reconstruyó los inicios de Los Prisioneros, la principal banda chilena de la década ochenta y cuyas canciones como La voz de los 80, El baile de los que sobran o Por qué no se van, no sólo marcaron una época, sino que siguen vigentes tanto en Chile como en Sudamérica. Así nació ‘Ya viene la fuerza. Los Prisioneros 1980-1986′ (editorial Clubdefans), una investigación que contiene material inédito y 160 entrevistas, entre ellas a sus exintegrantes Jorge González (59), Claudio Narea (59) y Miguel Tapia (60), y a decenas de sus excolaboradores, muchos de los cuales no habían hablado nunca y que son fundamentales para contar su historia: el conductor del Datsun 150Y Station que arrendaron para trasladar sus primeros equipos, los asistentes, los sonidistas, los amores de la infancia, sus familiares, los productores, los amigos del liceo y del barrio.
El libro, próximo a su lanzamiento durante octubre, aparece en la víspera de que el 13 de diciembre se cumplan 40 años de La voz de los 80, el primer disco de Los Prisioneros, un grupo que Tapia define como “la primera banda de pop contestatario de Sudamérica”, con popularidad hasta hoy también en Perú, Bolivia, Ecuador y Colombia. Precisamente, ese primer álbum de 1984 junto a Pateando piedras, de 1986, irrumpieron en la escena musical chilena en plena dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990). Y, como revela la investigación, los militares recién en 1988 se percataron de que las letras de varias de sus canciones, en especial las del segundo disco, los molestaban directamente hasta que los consideraron sospechosos y les censuraron la gira por Chile para promover La cultura de la basura (1987), su tercera obra.
El grupo chileno comenzó a interesarse por la música en 1979, cuando eran compañeros del Liceo 6 (hoy Andrés Bello) del municipio de San Miguel, en la zona sur de Santiago, uno de los sectores emblemáticos de la oposición a la dictadura. Su debut con el nombre de Los Prisioneros fue el 1 julio de 1983 en un festival del Instituto Miguel León Prado, en la misma comuna. La banda ha tenido idas, vueltas y peleas irreconciliables, pero mantuvo una continuidad como trío entre 1983 y 1990. Tapia cuenta a EL PAÍS que concentró su investigación entre 1980 y 1986 pues “su etapa embrionaria es fundamental para entender todo lo que vino después, y es donde está la raíz: la dinámica del grupo, cómo componían sus temas; la relación con su mánager Carlos Fonseca y con Fusión, el primer sello que los editó”.
“El enfoque de este libro es musical, y por eso aquí Los Prisioneros brillan respecto de las otras aproximaciones sobre su vida privada o en las que todo está dominado más por las peleas internas, los líos de faldas y de plata y todo ese tipo de cosas. Yo hablé con los tres por separado, porque entre ellos no se hablan”, dice el periodista este miércoles, sentado en un café en Ñuñoa cuando en Santiago atardece.
Entre los varios personajes a los que Tapia ubicó está Fernando Merino. Era quien conducía el Dastun 150Y Station que su padre, un exoficial de la Fuerza Aérea, arrendaba a la banda para trasladar los instrumentos y a quien Los Prisioneros, conocidos por su humor sarcástico, en especial González, el vocalista, lo apodaron ‘el Francamente’ debido a que “ocupaba esa palabra como muletilla para responder cualquier tipo de pregunta”. Pero también entrevistó Francisco Straub, un ingeniero de sonido que entonces tenía 25 años y que fue clave en los inicios de la banda: “Él tenía un estudio, Coyán, en el centro de Santiago, donde grababa a grupos que tocaban rancheras, y se dio el tiempo de recibir a estos cabros de San Miguel que no tenían experiencia y que era la primera vez que estaban una sala de grabación profesional. Los hizo sentir bien, los escuchó. Con él y sus asistentes primero grabaron el demo y después el disco La voz de los 80″.
Tapia, quien como Los Prisioneros creció en San Miguel, también ubicó a algunos de los primeros asistentes a los conciertos de la banda, cuando eran un trío de desconocidos que tocaba en balnearios chilenos. O a personajes como Felipe Raurich, un estudiante de medicina que entonces era un fotógrafo amateur y que tomó una de las primeras imágenes del grupo cuando ensayaba en el segundo piso de la disquería Fusión, en Providencia, en el sector oriente de Santiago, y cuyo dueño, Carlos Fonseca, se convertiría en su mánager histórico.
Sting y su casete de ‘La voz de los 80′
Una escena relatada en una de las casi 400 páginas de ‘Ya viene la fuerza’, refleja uno de los varios episodios ocurridos entre 1980 y 1986 en que la dictadura, preocupada de vigilar a los artistas del Canto Nuevo chileno —cuyas canciones hacían evidentes la opresión, la oscuridad y la tristeza en que vivía Chile—, no estaba al tanto del poder que ya tenía el trío de San Miguel. Fue cuando Los Prisioneros se presentaron, el 1 de junio de 1985, en la discoteca Brass Club del Hotel Crown Plaza, en el centro de Santiago. Entre el público, que también había ido a ver al humorista Ricardo Meruane, estaba sentado el temido jefe de la policía secreta de Pinochet, el mayor Álvaro Corbalán, hoy preso en la cárcel Punta Peuco por decenas de casos de violaciones a los derechos humanos. Cuando Jorge González se subió al escenario y le dijo al sonidista “dame energía para entretener a esta gente”, Corbalán se paró y se fue, antes de que empezaran a cantar.
El primer disco, La voz de los 80, pasó desapercibido para la dictadura, y también el segundo, Pateando piedras, aunque contiene canciones como Por qué no se van y El baile de que los sobran. Con ambos temas, recuerda Tapia, “el público se apropió de las letras y las transformó en un discurso político”.
Pero fue con el tercer disco, La cultura de la basura (1987), que la dictadura puso recién en la mira a Los Prisioneros, una razón por la que Tapia, aunque concentra el libro entre 1980 y 1986, dedica un capítulo a ese periodo. Ese año no solo fue políticamente decisivo para Chile, sino también para el grupo pues “marcó la cúspide de su éxito en la región y, al mismo tiempo, la censura para ellos”, cuenta el autor. Fue la primera vez que la Junta Militar les prohibió realizar una gira por el país para presentar su nuevo álbum, en represalia a que el trío llamara en marzo, en una conferencia de prensa, a votar por la opción No en el plebiscito del 5 de octubre, un referéndum en el que Pinochet fue derrotado en las urnas.
Así, cuando la dictadura reaccionó, las canciones de Los Prisioneros ya daban vueltas por Chile y varios países de Sudamérica. De hecho, pocos días después del plebiscito el grupo viajó a Mendoza, Argentina, invitado a tocar, el 14 de octubre, en el concierto organizado por Amnistía Internacional y, como relata el libro, “el régimen de Pinochet los monitoreó con sigilo”.
Como prueba de ese monitoreo, Tapia revela una serie de cables diplomáticos reservados en los que en la víspera del recital se advierte sobre el trío chileno: los documentos señalan que el concierto “tendrá a grupos como Sting, Peter Gabriel y Los Prisioneros. Se estima que vendrán aproximadamente cinco mil chilenos” y que “hay mucho temor al tema drogas y el sesgo político que sin duda tiene todo este montaje”.
En Mendoza, reconstruye Tapia, cuando Los Prisioneros se subieron al escenario, los 30 mil asistentes que repletaron el Estadio Malvinas Argentinas “gritaron al unísono ¡Chi, chi, chi, le, le, le! ¡Que se vaya Pinochet!”. Pero también, tras bambalinas, ocurrió otro hecho que muestra cómo las canciones contestatarias de la banda ya estaban en los oídos, incluso, de Sting. Fue un momento curioso, cuando Claudio Narea, el guitarrista, conversaba con Pablo Allende, el sonidista de la banda, y de pronto aparece caminando Sting, quien, relata el periodista en el libro, “lucía una chapita del No en su camisa” y “comentó que tenía el casete de La voz de los ‘80, que recibió como obsequio de una amiga”.
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