Una tierra lírica y violenta
‘El monte de las furias’ posee múltiples ecos: a los relatos bíblicos, en su lenguaje cargado de enorme vitalidad y que sitúa a los protagonistas ante los abismos trágicos de la vida humana

La pléyade de escritoras latinoamericanas que, durante los últimos años, han concentrado la atención del público, la crítica y el mercado ha hecho que algunos hablen de un nuevo boom de la narrativa continental, protagonizado esta vez exclusivamente por mujeres. En medio de un nutrido concierto de autoras, la voz de la uruguaya Fernanda Trías destaca con méritos suficientes. Tras cinco libros, la publicación de la celebrada novela posapocalíptica Mugre rosa (2020) la catapultó internacionalmente y la llevó a ser traducida a una docena de idiomas. A comienzos de este 2025 apareció El monte de las furias (Random House), una novela de corte mucho más lírico que la anterior, donde la preocupación por el cambio climático y la denuncia de la explotación industrial de la naturaleza se manifiestan en un lenguaje poético y simbólico de enorme fuerza expresiva. Sin embargo, a pesar de mantener algunos temas y registros habituales de Trías, la pesadez de una anécdota que se empantana a medio camino y ciertos visos demasiado programáticos de la historia hacen que esta nueva obra no termine de convencer.
La trama sigue la vida de la montañesa, una mujer sin nombre que está en el borde de la sociedad. Lo está de manera literal, pues cuida el linde de la montaña, una alambrada que demarca el territorio que no se puede cruzar. Pero también simbólicamente, pues ella y el celador —una figura dura como la piedra que la acompaña en la soledad del monte—, están más allá de la ciudad, del pueblo pobre y de las casas de los Rurales, áreas que funcionan como círculos concéntricos cada vez más alejados de la urbe y que se adentran en la naturaleza salvaje y vigorosa. La casa de la mujer se ubica donde el camino asfaltado ya acabó, un sitio al que apenas suben unas predicadoras que intentan en vano sumarla a su redil, y en el que aparecen cuerpos arrojados misteriosamente, y que aunque pudieran esconder crímenes de motivaciones políticas, no es una veta que a la autora le interese explorar. Por el contrario, la aparición de esos cadáveres es un motivo para profundizar en la relación entre la mujer y su entorno, o entre aquello que la sociedad desecha y que la montaña, aparentemente sin vida, reabsorbe y vuelve a poner en circulación.
La novela avanza en tres niveles: en uno conocemos el presente de la montañesa, que abandona poco a poco los escasos vínculos que le quedan con esa sociedad que la ha dejado al margen. En esa deshumanización, sus rasgos se brutalizan y se asemeja cada vez más al monte que la rodea, duro y salvaje. En el segundo nivel, por medio de breves episodios retrocedemos a la dura infancia de la protagonista, un pasado en que luego de que su abuela muriera nadie la asistió con los mínimos cuidados. Su biografía es una de creciente abandono, a pesar de los incipientes talentos que ella mostraba en la escuela, pero que a su madre no le interesaban. Por último, la narración de la mujer se intercala con la voz de la montaña, extrañamente reflexiva, en un uso de la prosopopeya que dota a El monte de las furias de un alcance mayor, en el sentido que los tiempos de la cordillera hacen que las peripecias de los simples mortales que habitan a sus pies parezcan cosas nimias ante la eternidad de la creación.
Cabe destacar, asimismo, que la novela posee múltiples ecos: a los relatos bíblicos, en su lenguaje cargado de enorme vitalidad y que sitúa a los protagonistas ante los abismos trágicos de la vida humana; a los discursos míticos, en sus referencias a ciertos relatos sin tiempo, encarnados principalmente en la montaña comprendida como personaje; y también a La vorágine, esa gran novela colombiana —la autora, que vive en Bogotá, declara la deuda de haber escrito El monte de las furias a los pies de los cerros orientales de dicha ciudad—, que tiene, también ciertos aires de denuncia medioambiental.
Al igual que en la novela de José Eustasio Rivera, en la que Arturo Cova termina devorado por la selva mientras se denuncia la explotación y la violencia de los caucheros, aquí la montañesa realiza un periplo equivalente en su asimilación con esa montaña que parece ser su único destino. La relectura que hace Trías de estos discursos se cruza también, desde el título, con las Furias clásicas, aquellos personajes de la mitología romana que aplicaban los castigos y ejecutaban las venganzas, pero también las que buscaban recomponer los equilibrios. En este caso, la azarosa encargada de esa tarea es la montañesa, quien habita en un territorio incapaz de ser dominado por el hombre y sus máquinas: aunque ella intentara por un tiempo domesticarlo, la naturaleza, repleta de violencia y de una vitalidad apabullante, termina arrasándolo todo, con la protagonista rendida a su enorme poderío.
Al igual que en Mugre rosa, la narrativa de la autora uruguaya no deja los grandes temas sin tocar: la relación de la protagonista con su madre, atravesada por la violencia y la tragedia del abandono; la explotación de la naturaleza y el modo en que el hombre consume y desgasta el mundo que le fue dado, sin calcular sus consecuencias; el trauma y el manejo de los dolores del pasado; la infertilidad, tanto personal como también de aquel mundo orientado al expolio de la tierra. Sin embargo, en este caso todo parece demasiado puesto al servicio de una denuncia, en una novela que podrá ser objeto de grandes investigaciones doctorales como representación de un nuevo realismo mágico en los tiempos de la ecocrítica, pero que renuncia a sus grandes tensiones por la efectividad de mostrar cómo Latinoamérica ha sacrificado su tierra por las dinámicas del mercado, y qué mejor si esa denuncia la protagoniza una mujer arrojada a los márgenes de la sociedad. Novela lírica que podría haber confirmado la potencia narrativa y poética de Trías, pero que hacia la segunda mitad se estanca en un ritmo oleaginoso que casi detiene la acción por completo y hace, si no zozobrar el libro, sí el entusiasmo que podría haber existido al comienzo de su lectura.
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