La oculta personalidad de José Eustasio Rivera
Con motivo de su centenario, Colombia ha hablado más de’ La Vorágine’ que de su autor, fallecido en 1928 a los 40 años. Perfil humano del escritor, abogado, diplomático y congresista, según sus familiares y amigos
Sergio Calderón (Medellín, 1957) pronuncia un “no” categórico cuando se insinúa un parecido físico con su tío abuelo en aquella foto en la que aparece sentado, vestido de liquiliqui, mirando a la cámara con un gesto entre triste, cansado y suspicaz, y barba de varios días. “Me parezco más a la familia de mi madre”, explica. Sergio es el hijo menor de Miguel Ángel Calderón Rivera, primogénito de Margarita, hermana mayor de José Eustasio, el autor de La Vorágine.
Concuerda en que, con motivo del centenario de la novela, Colombia ha hablado más del libro que de su autor, de cuya personalidad se sabe poco y se sabría aún menos si no fuera por el académico chileno Eduardo Neale-Silva (Talca, 1906), que durante veinte años escribió la más completa biografía de Rivera -Horizonte humano, publicada en 1960- que, inexplicablemente, nunca se reeditó. Neale-Silva explora a Rivera íntimamente en su contexto histórico, más allá de su trabajo como escritor, abogado, diplomático y congresista. Consultó una vasta cantidad de archivos con minuciosa rigurosidad, y entrevistó a sus familiares, colegas y amigos. Es un libro ameno, lejos de cualquier pretensión erudita.
Tachito, para los cercanos, nació en 1888 en una familia humilde de San Mateo, un pueblo del Huila rebautizado luego con su apellido, que se dedicaba al campo, donde aprendió lo necesario para su vida de aventurero. Era “un niño de hermosas facciones, de mirada viva e inteligente”, curioso e impulsivo. “En realidad no era indisciplinado, sino disruptivo”, añade Calderón, que en 2010 donó a la Biblioteca Nacional los documentos y primeros manuscritos de La Vorágine que sus padres conservaron durante casi 80 años y permanecían en el olvido. Ha sido, dice, el único descendiente de Rivera interesado en exaltarlo, y la donación le supuso un alivio: “no es fácil tener un material de ese valor cultural en las manos, corriendo tantos riesgos”.
Los profesores castigaban a Rivera obligándole a memorizar poemas larguísimos. Así se acercó a la poesía y a los diez años escribió sus primeros versos. Desde niño reveló una personalidad contradictoria: su rebeldía ocultaba una enorme melancolía y frustración por sentirse incomprendido. Jamás se avergonzó de su profunda sensibilidad, que preocupaba a su madre: “Pero Tachito, hijo mío, ¿qué será de ti cuando seas hombre?”. De joven era osado y a veces brusco “para contrarrestar la impresión de debilidad que pudieran haber creado sus arranques sentimentales”. Era muy serio y formal, “aún en ocasiones que requerían cierto sentido del humor”, pero también era burlón; tímido, pero impetuoso; dulce o combativo. Más que equilibrado en sus emociones, era un equilibrista. Era ingenuo, modesto y sencillo; pero ambicioso, seguro de su valor, y con una inmensa inquietud intelectual. Un hombre íntegro, franco sin condescendencia y sin temor a las consecuencias, que consideraba a la adulación como “el octavo de los pecados capitales”.
Aparentemente feliz y optimista, se hundía en abismos de silencio, soledad y tristeza. En la madurez era alto, musculoso, elegante e imponente, de hermosos ojos negros y labios sensuales que atraían a las mujeres, que le fascinaban, aunque era esquivo con ellas. Sufría como un condenado por las que lo ignoraban y huía despavorido de las que le demostraban interés. Nunca se casó ni tuvo hijos. En Bogotá conoció a su gran amigo Miguel Rasch Isla, el primero en leer el manuscrito de la primera parte de La Vorágine. Asistían a las tertulias del café Windsor con destacados intelectuales. Hablaban de libros, arte y viajes, y escuchaban música clásica. Rivera era poco aficionado a la vida nocturna, siempre era el primero en irse. Era abstemio y no le gustaba el ruido.
Viajó por primera vez a los Llanos Orientales en 1916, siendo estudiante de Derecho. Años antes había escrito algunos sonetos: “descripciones de la selva y de Casanare, que no conozco sino en imaginación”. Las tierras inhóspitas de la Orinoquia y la Amazonia despertaban su curiosidad, y es un misterio cómo escribió esos poemas sin visitarlas hasta mucho después. Los relatos de sus amigos Custodio Morales y Luis Franco Zapata, que vivieron en la selva, excitaron su imaginación. Franco huyó al Casanare con su novia, Alicia, una muchacha tan aventurera como él. Neale-Silva y otros estudiosos coinciden en que Arturo Cova y su Alicia están inspirados en ellos.
Se refugió en Sogamoso luego de un litigio que perdió y empezó allí la primera parte de la novela en abril de 1922. Lo nombraron miembro de la Comisión de Límites con Venezuela y en 1923 presentó un informe notificando al Ministerio de Relaciones Exteriores de los daños ambientales y los abusos contra los indígenas durante la extracción del caucho. Una semana antes de terminar la segunda parte de La Vorágine, en la que hizo las denuncias que el gobierno desoyó, publicó un artículo con el que pretendía dar una voz de alarma y, seguramente, ambientar la publicación de la novela, que tardó en escribir dos años exactos. Rivera era perfeccionista y, tras un riguroso trabajo de edición, fue publicada el 25 de noviembre de 1924. “Seguro estaba de que su libro habría de conmover a la patria entera. No se había propuesto nada menos”, escribió Neale-Silva. Sin embargo, fue recibido con desconcierto e incredulidad y más apreciado fuera de Colombia.
Como representante a la Cámara por el Partido Conservador, presidió la Comisión Investigadora que denunció escándalos relacionados con la explotación petrolera que implicaban a su copartidario, el presidente Pedro Nel Ospina. Fue expulsado del partido y vetado en el Congreso: “Por cumplir mi deber fui perseguido, pero vivo orgulloso de mi probidad”. “Tengo planeada una segunda novela que, por su naturaleza, puede considerarse como una continuación de La Vorágine. La escribiré y esta será mejor”, advirtió. “El país me debe el primer rechazo a la invasión petrolera (…), el primer grito de alarma, la comprobación del peligro, porque yo tuve el coraje de romper el velo. Esto no se recuerda ni se agradece”.
Viajó a Nueva York en abril de 1928 para terminar La mancha negra. Quería traducir La Vorágine al inglés y fundar una editorial que publicara en Estados Unidos a escritores hispanoamericanos. Escribió una carta a Henry Ford al enterarse de que el magnate de la industria automotriz quería incursionar en el negocio de las caucherías en Sudamérica: “Sería bueno que Mr. Ford conociera un poco la historia de la región que va a ocupar y la de sus zonas vecinas (…). En el Libro azul de Inglaterra, en el Libro blanco de los Estados Unidos de América, en la revista inglesa Truth, en los periódicos peruanos de Iquitos, La Sanción y La Felpa, puede hallar Mr. Ford aterradores documentos; y si hojea mi novela intitulada La Vorágine (próxima a ser editada en inglés) y escrita (por mí) en la soledad de aquellas selvas, ante cosas que iban presenciando mis ojos o sobre el rastro de la tragedia reciente, quedará enterado de esta crónica pavorosa”.
El 25 de noviembre de ese año, cuatro años exactos después de la publicación de La Vorágine, lo que parecía una fuerte gripe acabó en mareos, fiebres, convulsiones, parálisis facial y pérdida del conocimiento. Estuvo cinco días en coma en el Polyclinic Hospital y murió el 1 de diciembre a las 12:50pm. Tenía apenas 40 años. Sin autopsia, le diagnosticaron un derrame cerebral que asociaron con la malaria que contrajo en la selva, pero desde muy joven sufría de intensas cefaleas que lo postraban durante meses. Se barajó la hipótesis del envenenamiento como retaliación por sus denuncias, pero Calderón y Neale-Silva la descartan. El chileno incluye en el libro el certificado de defunción y el concepto emitido por algunos médicos a los que consultó, y que coincidieron con el dictamen original.
Colombia fue desagradecida con Rivera. El Ministerio de Relaciones Exteriores, con el que se confrontó por sus denuncias, se negó inicialmente a asumir los costos de la repatriación de su cuerpo argumentando falta de recursos. Varias personas ingresaron al apartamento en el que vivía, y se apoderaron de varios objetos personales, incluidos el manuscrito y los documentos de investigación de La mancha negra. Su paradero aún es desconocido.
El cuerpo de José Eustasio Rivera llegó a Barranquilla el 5 de diciembre a bordo del barco Sixaola, de la United Fruit Company, que enfrentaba la huelga que acabó esos mismos días en la Masacre de las bananeras. Llegó a Bogotá el 7 de enero de 1929 y fue trasladado al Capitolio, donde más de 15.000 personas le presentaron sus respetos. El 9 de enero, el cortejo fúnebre partió desde la Catedral hacia el Cementerio Central. Allí quedó enterrado un hombre que, de haber vivido unos años más, seguramente, habría sido un escritor prolífico y crítico, un intelectual de avanzada. Ojalá no pasen otros cien años antes de que este país desmemoriado vuelva a recordarlo.
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