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Roberto Merino: “Decir ‘Plaza Italia para arriba, Plaza Italia para abajo’, es una huella de algo que ya no corre”

Cronista avezado de la capital chilena, retomó hace pocos meses sus columnas periódicas a este respecto mientras prepara la aparición de dos libros

Roberto Merino, escritor y cronista chileno, en el sector oriente de Santiago, el 2 de septiembre de 2024.
Roberto Merino, escritor y cronista chileno, en el sector oriente de Santiago, el 2 de septiembre de 2024.Cristobal Venegas

Los adelantados que hace más de 30 años pedían un Santiago de Chile pedaleable lo hacían, eso sí, en términos que hoy suenan cuando menos descariñados. “Ciclovías para Santiasco”, demandaban.

Por su parte, Roberto Merino (62 años, Santiago) no cree que sea ningún Santiasco. No por fetichizar ni por patrimonializar: más bien por tincada, melancolía, perplejidad, molestia o lo que toque cuando llega a la hora de escribir.

Merino, que ha hecho de un cuanto hay (poesía, crónica, columnismo, novela, ensayo, además del trabajo editorial y académico), ha escrito por décadas de su ciudad y volverá dentro de unos meses al asunto en un volumen de ensayismo de largo aliento. Y poco antes aparecerá Diario de hospital, que rescata una experiencia vivida entre 1994 y 1995.

Autobiógrafo involuntario, observador de usos y costumbres, Merino evita amarrarse a visiones muy fijas acerca de las cosas, incluido Santiago. Por lo mismo, puede quejarse por el fin de una época en tal barrio o calle, pero incluso en ese caso está atento a las ironías y las deformaciones que el presente opera en el pasado y viceversa. Así lo prueba periódicamente en The Clinic, medio que acoge desde este año sus columnas tras el fin de la página cultural de Las Últimas Noticias, en octubre pasado.

Sentado en un café junto a la Plaza Las Lilas, comuna de Providencia, en el sector oriente de Santiago, concede que no lamentará por defecto cualquier demolición ni condenará per se la aparición de un edificio de grandes dimensiones. De hecho, mientras conversa con EL PAÍS ve justo al frente suyo un ejemplo, en la esquina de Juan de Dios Vial con Eliodoro Yáñez, a un costado de donde estuvo hasta 2005 el tradicional cine Las Lilas.

“Me atrevería a decir que los edificios que hicieron tras la demolición son mejores que los que estaban aledaños al cine, que eran estrechos”, propone. “Dejaron un espacio muy generoso en la esquina. Se supone que el empresario siempre está tratando de lucrar con cada centímetro cuadrado, pero acá no es así. Hay una perspectiva que se suma a la de la plaza, lo que me parece encomiable. Yo no soy arquitecto, pero eso tiene algo liviano: no es un mazacote”.

Y dice por último este hombre de barba abundante y chaqueta de mezclilla, que le gusta harto de lo construido en años recientes:Mucho paisaje, ese paisaje que se ve cuando uno sube por Avenida Santa María [al costado norte del río Mapocho], esos perfiles entre pastos y piscinas y brillos. Eso me gusta mucho, me emociona incluso.

Pregunta. Sigue dándole vueltas a estos temas en un libro de mayor calado, ¿no?

Respuesta. Son textos que ya he publicado, pero no crónicas, porque persiguen algunas intuiciones en un formato mayor. Hay un texto sobre el [cerro] Santa Lucía y la literatura que me pidieron para un libro. Eso me sigue gustando, porque es un tema que puede seguir, que queda abierto: son relaciones muy oblicuas, cuestiones que van desde El loco Estero, de [Alberto] Blest Gana, hasta Jorge Délano, Coke, que tiene una especie de pequeña novela o libreto cinematográfico –Las casas también mueren de pie– sobre el tiempo en que se pasa de unas mansiones eclécticas a los edificios que uno conoce ahora frente al cerro. Como todo en Coke, es medio absurdo –hay una conversación entre la casa y los edificio–, pero es bonito.

P. Antes que eso aparecerá Diario de hospital. ¿Qué cuenta?

R. Puras huevadas, no más. O sea, imagínate, es una hospitalización larga: como dos meses. Entonces, es el día a día, dentro de lo posible. Son observaciones… No sé cómo decirlo, pero no está tan centrado en el sujeto, a pesar de que hay una presencia. Son, más bien en las cosas que se ven, que pasan. Ahora, todo era difícil, y a mano. Obedecía a un impulso. En verdad, era más cómodo no escribir nada.

P. ¿Cómo se ha ido entendiendo con Santiago?

R. Hubo una especie de subentendido común: que esta ciudad era muy aburrida, y una serie de otros reclamos. Y no sé si la realidad cambió o si cambió el punto de vista de la gente, pero años después empezó una especie de reivindicación de la belleza de Santiago –de lo agradable que era– por parte de todo el mundo. El año 2013 me fijé en eso: hablando con los taxistas, la gente decía, qué bonita es la ciudad.

P. ¿No le había pasado antes?

R. Jamás. Eso de decir, oye, qué bonito lo que es propio, era muy raro. Actualmente, en Youtube hay muchos expertos en pequeñas cosas, muy locales, y van con la cámara y las muestran. Yo lo hallo muy entretenido. Hay un ruso [Andrei Sokolov] que era lector de noticias en la televisión rusa, y no sé por qué está aquí y es experto en Santiago y se pega en unas caminatas de Maipú a Vitacura, mostrando lo que va saliendo en un tono de alguien que sabe. Es bien extraño.

P. Quienes caminan por caminar saben que hacerlo es una especie de ejercicio espiritual, ha escrito usted. ¿Ha sido su caso? ¿Sigue siendo un caminador esforzado?

R. Camino, sí, pero más bien ensimismado, así que no es mucho lo que miro. Por lo mismo, no me he expuesto a los descubrimientos: cuando uno propicia la caminata, va descubriendo cosas, pero ese es un trámite de largo o de mediano plazo. Yo siento que no tengo tiempo, que tengo que escribir rápido. No tengo ya tanto tiempo para eso y me canso más, también. Pero hace poco, por un texto que estoy escribiendo, fui con mi hermano por calle San Isidro [en el área centrica de Santiago], y fue bueno: me recordó esa emoción de los descubrimientos juveniles, cuando no sabes qué vas a encontrar, y de repente tocas un timbre y hablas con alguien que te da un ángulo, una perspectiva. Eso también lo hice, y fue bueno. Hay una casa que siempre había visto por fuera, porque tenía las mamparas de vidrio esmerilado. Ahora está convertida en restorán y conservaron la casa, y por primera vez me asomé. Fue muy ilustrativo.

P. Usted vivió por ahí.

R. Sí, y arrasaron con esa calle. Fue siempre una calle muy quitada de bulla, y se transformó en estos guetos verticales, graffitis, de repente una remodelación, plazas nuevas en retazos de terreno. Todo muy feo, como si lo hubieran hecho con saña. Y en algunos de estos edificios nuevos tratan de citar cierta arquitectura con balaustradas, con vidrios esmerillados en las mamparas de los edificios. Qué raro es todo eso.

P. ¿Pensaba algo así en 2022, cuando declaró a La Tercera que había pasado por el centro de Santiago y que le pareció “una ciudad por donde pasó una guerra”?

R. Sí. Es que era terrible: las huellas del picapedreo [de los adoquines durante el estallido social de 2019], además de los blindajes al comercio, también en Providencia. Los domingo, todavía ves una ciudad como de metal. Esto era impensable en Santiago. Me acordaba de los Sacramentinos, que en los años 30, cuando hubo un fuerte anticlericalismo, tuvieron que pintar de verde unas puertas de bronce para que no se notara que eran de bronce, porque se las podían sacar y quemar. Yo pensaba que era una exageración: ¿cómo puede haber un momento en que se diera eso? ¡Ni en el período de la Unidad Popular (UP)! Recuerdo que una vez una prima, en el Gobierno de Salvador Allende, llegó contando que hubo una marcha cerca de Plaza Italia [hito santiaguino que se ha pintado como una frontera social] y habían roto a piedrazos unos cristales muy grandes en el edificio de la Unctad [actual Centro Gabriela Mistral, GAM, en la Alameda]. Y eso era raro. Era un hecho de violencia que a todo el mundo le parecía excepcional. ¿Por qué agredir un edificio? Ni en la época de la UP, cuando se agarraban a piedrazos todo el día, hubo esta autodestrucción que se vio después.

P. ¿Y ha vuelto al centro?

R. Sí, volví, y hay partes que se recuperaron rápido, como [el paseo] Huérfanos. Anduve por Huérfanos hacia el poniente, y estaba supernormal, un poco como era antes. Pero medio fantasmal, también: negocios cerrados. Había en el centro negocios que quebraron dadas las circunstancias del estallido y la pandemia, y eso también incide en el paisaje. Lo otro que es muy impresionante es la cantidad de comida callejera... Yo me decía, ¿cómo se atreven a comer eso? Ahí me acordé de ciertas imágenes de un Chile muy pobre, de fines de los 60: frente a la Estación Mapocho, por ejemplo, había un viejo que vendía pescado frito. Y ahí estaba con la olla con aceite, y los tipos comiendo en un papel... Eso se acabó. Quizá perdimos esa relación espontánea con la comida.

P. ¿Y no la ha traído de vuelta la migración?

R. Totalmente. Son costumbres que en Chile se habían perdido un poco, aunque quedaban vestigios con el sánguche de potito hecho de guata cocida: durante los 70 y 80 había esa presencia insomne. Hubo una oferta culinaria callejera, que más tarde fue arrasada por las modalidades de la inmigración, y que en lugares como Alameda con Santa Rosa se expresaba en un mundo nocturno con choferes de colectivos, travestis, borrachos, vendedores y gente que esperaba una micro improbable.

P. Y el factor migrante, ¿no ha alcanzado a verlo bien?

R. Me perdí un poco de eso. Sé poco.

P. A propósito del Santiago segregado y de las diferencias sociales, usted declaró en 2013: “La línea divisoria se marca simbólicamente en los chistes, en el tono especial con que se nombran los barrios opulentos o las zonas miserables; en fin, en el mapa simbólico de la ciudad en cuyas referencias nos movemos, donde los barrios funcionan como subentendidos”. ¿A qué se refería?

R. Me refería, yo creo, a un mapa no explícito en la conversación, en el lenguaje. Para expresar un rasgo específico, como el arribismo, no necesitas decir demasiadas cosas. He visto a alguna señora diciendo que está muy complicada porque están haciendo trabajos en Las Hualtatas [una calle de un muncipio acomodado de Santiago], y con eso te da a entender que su cotidianeidad pasa por un sector mejor que el del interlocutor, probablemente. Ahora, cuando yo decía eso, creo que en Santiago los barrios estaban menos demarcados que ahora. Hoy hay esta especie de mirada reivindicativa, identitaria, de cualquier lugar. Si yo soy del barrio de la plaza Las Lilas, entonces, ‘¡aguante Plaza Las Lilas!’. Es como una guerra imaginaria en que la plaza está siendo agredida por otros barrios. Ese tipo de cosas son irracionales. Ahora, que te enrostren el no pertenecer tiene que ver con no entender las referencias. Me contó una vez [Rafael] Gumucio que había estado con un exfutbolista y una cantante y su conclusión era que hablan las mismas huevás que los cuicos [de sectores acomodados], pero respecto de otros lados: ‘Ah, yo te cacho [conozco] porque tú vivías en Departamental’, o ‘sí, por supuesto, yo iba a tal colegio’.

P. Lo mismo, pero en otro sector de Santiago.

R. A eso me refiero: al reconocimiento tácito, a la cosa codificada naturalmente. Porque no es que nadie haga un esfuerzo porque sea así. Decir ‘Plaza Italia para arriba, Plaza Italia para abajo’, es una huella de algo que ya no corre. O sea, para el estallido social [en 2019] también quedó la cagada de Plaza Italia para arriba. Ahí hubo históricamente un límite que de alguna manera funcionaba, un límite puesto por Vicuña Mackenna [intendente de Santiago entre 1872 y 1875], y 30 o 40 años después la ciudad que se creó al otro lado, hacia el oriente, era notablemente distinta, con otra inspiración, de ciudad jardín. Pero todavía hay una sombra de eso, a veces, en las discusiones políticas.

P. Parece darle risa que se siga usando...

R. Es que da risa.


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