Sánchez y Suárez
La nueva convocatoria electoral vapuleó la imagen del presidente del Gobierno en funciones como solucionador y le dibujó como una figura esclava de las encuestas
En primavera de 1998, Ernest Lluch participó en Podgorica en una mesa redonda para tratar la Transición democrática en España. Se esperaba del exministro que compartiese la receta que, no sin dificultades, había permitido conjugar distintas identidades en un territorio para que sirviese de modelo a Montenegro y a los Balcanes en general. Veinte años después, exministros y académicos no reciben invitaciones para situar España como modelo en esta cuestión, sino para explicar cómo se ha sido incapaz de mantener y mejorar el artefacto autonómico inicial y se ha llegado a la situación actual.
La Transición no fue la quintaesencia de la ejemplaridad política como en ocasiones se da a entender, pero, desde los legítimos intereses sectoriales y de partido, durante su transcurso sobrevoló el ánimo de buscar soluciones. Quien mejor representó este espíritu fue Adolfo Suárez. Un político a quien la perspectiva histórica sitúa en una posición más ponderada y preponderante en el salón de la fama de los presidentes de España de la que la prensa y la propaganda del momento le reservó.
Suárez, como explica Fernando Ónega en Puedo prometer y prometo (2013), construyó su pensamiento político fruto de sus propias contradicciones y más que una ideología encaró el gran cambio que necesitaba el país con una mirada elevada que la que le hubiese permitido mantener el poder más tiempo, pero a un coste para los españoles seguramente mayor.
La Transición no fue ejemplar, pero durante su transcurso sobrevoló el ánimo de buscar soluciones
Para solucionar, Suárez tuvo que improvisar, pero también trabar una buena compenetración con políticos en sus antípodas como Santiago Carrillo. Tuvo el afán de consolidar al rey, de dignificar las instituciones, comenzando por la que él representaba, y al mismo tiempo sentó las bases durante su presidencia de lo que sería una monarquía constitucional moderna o, para algunos, incluso una república coronada.
En el reportaje que Juan José Millás e Isabel Muñoz dedicaron en noviembre en El País Semanal a los candidatos a la presidencia del gobierno, Pedro Sánchez tenía en su despacho de la Moncloa los bustos del socialista Pablo Iglesias y de Manuel Azaña. Debería haber tenido también el de Suárez. En 40 años, el ritmo de la política y el de la información han cambiado mucho y el abulense no puede ser en la actualidad modelo, pero sí inspiración.
Tras ocho años de marasmo, la moción de censura a Mariano Rajoy y las elecciones de abril eran muchos —no únicamente votantes socialistas— quienes vieron en Sánchez el ánimo solucionador. La nueva convocatoria electoral vapuleó esa imagen y le dibujó como una figura esclava de las encuestas no para resolver grandes cuestiones de Estado, sino para surfear la espuma de la política. El 10-N le ha legado una nueva oportunidad y hoy no importa tanto el pasado como las herramientas disponibles para encarar el futuro.
Tras una década agotadora, el grueso de la sociedad española, la catalana incluida, agradecería un proyecto
Para poder mandar otros Lluch al extranjero es necesario fijar un punto en el horizonte, tener un proyecto para el Estado e insistir en él —también en la adversidad. En cuanto a los más de dos millones de independentistas catalanes, comenzar por eliminar la asociación entre “problema” y “Cataluña” de los discursos. Cataluña es una oportunidad. ¿Qué proyecto existe, por ejemplo, para el eje Barcelona-Madrid-Lisboa, para la conexión de Europa con Latinoamérica? ¿Qué proyecto existe sobre el Corredor Mediterráneo? ¿Qué papel se quiere para la segunda ciudad de España?
También es necesario leer bien la realidad catalana. Estos días en que ERC es tema por la necesidad de sus votos se ha planteado como amenaza la repetición electoral, a tenor del aumento de VOX. Pero para el independentismo otras elecciones no son problema. Su electorado ha interiorizado votar no como un derecho sino como una reivindicación. Tampoco se siente responsable del auge electoral de la ultraderecha.
Para votar a alguien que se rija por la coyuntura en vez de por una mirada larga ERC tiene que hacer un acto de fe. Sin embargo, algunos dirigentes y muchos de sus votantes son conscientes de que la geografía y la economía mandan y que, aunque un día se constituyese una República catalana, sus ciudadanos querrían tener mejores infraestructuras o comerciar con Europa y Latinoamérica desde una posición preponderante y España sería necesaria para lograrlo.
Nada es fácil, pero todo ello permite un espacio, amplio, de entendimiento. Tras una década agotadora el grueso de la sociedad española, la catalana incluida, agradecería una propuesta, un proyecto. Para el 2020, valor.
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