Los días de verano
Ahora, el verano me distancia durante un tiempo de Madrid


Hay algo en los días de verano que los vuelve pesados, casi inciertos. Parece que forman parte de otro tiempo que no existe o que, mejor dicho, se repite. De algún modo es así: los días de verano son un único día que sucede una y otra vez mientras nosotros cambiamos, como si fuera una única canción que se reproduce al mismo tiempo que nuestro rostro envejece y las manos se cargan de pesos nuevos.
Los míos, al menos, siguen teniendo la misma rutina desde el primer año: mañanas en casa de mis padres, siestas breves, baños en la piscina bajo la atenta mirada de mis abuelos, novelas compartidas y charlas familiares cuando el calor segoviano se va desvaneciendo según pasan las horas de los dos meses más tranquilos. Los últimos años incorporé trabajo: traduje dos novelas y un poemario bajo la sombra del árbol más grande de Madrona, el pueblo donde aprendimos todos a seguir siendo niños. Me gusta así: el sonido del cepillo que barre las hojas, el filo de la sierra en el horizonte, un murmullo de conversaciones cercanas que interrumpen los escritos, la brisa de las siete de la tarde que mueve las hojas, el nombre de los perros en boca de todos, mi abuelo dándoles comida a escondidas, los ojos entornados cuando se abre la puerta. Esa calma, la canción que se repite, es lo que ahora me abraza y fabrica la emoción a la que volveré cuando la vida sea más rápida que mi paz.
Sin embargo, confieso que a veces detesté las vacaciones, esos parones que me separan de la rutina y de aquellos que hacen que mis días sean días. Cada tiempo fue de alguien distinto. De adolescente me alejaron de un amor interminable y así convirtieron el verano en un momento de nostalgia articulada, de abrazo al mutismo, como el que bucea en un océano y se cubre los ojos porque no busca otra cosa que el infinito de un espacio cerrado. Sin embargo, el tiempo pasó y el verano me alejó esta vez de otra cosa: del mismo amor, esta vez posible. Nunca lo entendí, por eso siempre duermo con su mano sobre mi espalda o con un dedo agarrado a mi camiseta, porque reconozco la vulnerabilidad de todo lo que existe por casualidad, como el amor correspondido.
Ahora, el verano me distancia durante un tiempo de Madrid, de mi ciudad, y de una casa que extrañaré probablemente el segundo día, y no porque lo que me espera no sea un hogar y un ruido que necesito varias veces al año, sino porque lo que tengo aquí es también algo que no cambia, como una canción que se repite una y otra vez y no me canso de escuchar o como el océano cuando uno se sumerge y se cubre los ojos con ambas manos.
Pasen un buen verano, acaricien a sus perros, abracen la calma de los días y cuando se sumerjan en el agua o en sus nostalgias recuerden que sólo hay que cerrar los ojos para que pase el tiempo.
Nos leemos en septiembre.
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