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Los vigilantes del fondo buitre

Un bloque de Lavapiés, comprado casi en su totalidad por una empresa inmobiliaria británica, mantiene 24 horas de seguridad privada contra posibles ‘okupas’

La entrada de Bodegas Lo Máximo el pasado domingo, en Madrid
La entrada de Bodegas Lo Máximo el pasado domingo, en MadridA.P
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The UK vulture fund that’s brought security to a Madrid apartment block

Pilar Aranguren, más conocida como Piluka Terremoto, canta un bolero ante decenas de móviles. Es una de las tres socias de Bodegas Lo Máximo, local mítico de Lavapiés. Anima una tarde de miércoles con letras nostálgicas. Regenta este bar desde hace casi dos décadas. Ahora está a punto de desaparecer, como los amantes sobre los que solloza al micrófono. Un fondo de inversión británico ha comprado el edificio, situado en la calle San Carlos, 6. En febrero, cuando tengan que renovar el alquiler, tendrán que renovar también su vida laboral.

Le pasará lo mismo al resto de vecinos. Unos abandonarán en breve. Otros cuentan con algo más de oxígeno. Pero a ninguno se les prolongará el contrato. La compañía Muflina Investment —junto a una pequeña participación de dos derivadas, Gunile Investment y Pinarcam Vivienda (con la misma sede y el mismo director, Kevin Jeremiah Cahill)— posee desde el pasado mes de marzo 27 de los 29 inmuebles disponibles. Solo se han salvado dos propietarios particulares, que compraron sus viviendas antes de la venta en masa. Y mientras el vaciado ocurre, este fondo buitre ha contratado vigilancia permanente para evitar la entrada de okupas. Lo hacen a través de Urbanox, un negocio especializado en seguridad privada.

Dos personas realizan este control en turnos de 12 horas por jornada. Su papel consiste en impedir el acceso al que no tenga llave o no le abran por el telefonillo. Uno de ellos sostiene que la medida es meramente “disuasoria”. “Solo nos fijarnos en quién entra y estamos atentos por si pinchan la luz o se cuela alguien a algún piso”, confiesa este trabajador que prefiere no desvelar nombre ni edad. Hoy le toca desde las siete de la mañana hasta las siete de la tarde y apenas lleva una semana en este rellano: normalmente le van rotando por diferentes edificios, fábricas o incluso polideportivos. “Si vemos algo raro, lo primero es avisar a la policía. Luego llamamos a nuestra empresa y ya lo gestionan ellos. No podemos hacer nada más”, concluye mientras mira el móvil o pasea por este zaguán rectangular sin más adornos que los buzones y una silla de plástico para descansar las piernas.

El cambio de turno se produce en este caso con Nelson, un dominicano de 39 años. Tiene por delante toda la noche. Dice que no duerme y que solo se sienta cuando se aburre mucho. En los pocos días que ha estado custodiando el bloque ya se ha familiarizado con algunas caras, por eso no pone pegas en echarles una mano con la compra o cualquier eventualidad. “Solo si les conozco”, matiza. Ignora quién ha decidido su posición. Si es cosa de un fondo buitre o un particular. No le importa: es un “mandado” que lo mismo está aquí que en un polígono. También añade que maneja las llaves de uno de los domicilios. Allí pueden “dejar ropa o comida” para cambiarse o tomar algo en sus minutos libres.

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Un cartel con el número de teléfono y la firma de Urbanox cuelga de la puerta del portal. Al otro lado de la línea, el responsable adelanta que no puede dar ningún dato, “por la ley de protección”. Afirma que en estos instantes tienen un acuerdo para permanecer de forma indefinida. “No sabemos hasta cuándo estaremos”, zanja, prometiendo trasladar la conversación a un superior. Nunca se materializa. Ni desde las oficinas centrales de Urbanox ni desde las demás entidades implicadas han respondido a llamadas o correos electrónicos.

Los vecinos ya se han acostumbrado a esta presencia imprevista. Algunos afirman que se los encuentran “a veces”. Y que en ocasiones van uniformados. “Es surrealista”, protesta A. M. M., inquilina de 47 años, sobre sus nuevos conserjes privados. Ella tiene todavía unos meses por delante de alquiler, pero recuerda cómo en marzo, cuando el fondo buitre obtuvo el inmueble, fue “una apoderada” de Avalon Properties (con el mismo titular en la dirección que las otras tres empresas) y le comentó que “todo el proceso pretendía ser amistoso”. “Me dijeron que les interesaba que me fuera antes de tiempo y que podían presentarme una oferta. Les pedí que me la mandaran por escrito y no he vuelto a saber nada”, apunta quien cree que los vigilantes se instalaron después de que se metiera de okupa una mujer con un hijo. “Le cortaron la luz y se fue”, resume.

“A mí no me molestan nada”, valora Yuri, otra inquilina, sobre estos centinelas a sueldo de un depredador de parque inmobiliario. Ella indica que le quedan dos años para finalizar su estancia y que “vive con normalidad”. “Lo que han hecho es legal, así que no podemos conseguir nada”, lamenta ante la indefensión jurídica contra los gigantes inmobiliarios. Los arrendatarios del edificio no han emitido ningún comunicado público ni se han unido formalmente a Bloques en Lucha, una plataforma de Lavapiés que está visibilizando este tipo de operaciones con el objetivo de frenar la expulsión de los habitantes en el barrio y el aumento de precios en la vivienda.

Según varios de los vecinos consultados, ahora la situación está “tranquila” y no quieren agitar el avispero. Dos afectadas prefieren no dar declaraciones hasta “saber qué pasa”. Una de ellas ha estado tiempo fuera y no ha notado nada nuevo al volver. Simplemente recibió un burofax en su día con el cambio de titularidad. Paga una mensualidad de 540 euros al mes que puede subir a 900, indica. Una cantidad superior a la de otra veterana, con tres décadas a sus espaldas en el bloque y que destina al alquiler menos de 500 euros. Está pendiente de ver lo que le ofrecen, aunque se muestra pesimista. No cree que ninguno pueda quedarse. Menos aún que les mantengan las cuotas de aproximadamente 600 euros por unos pisos que rondan los 60 metros cuadrados.

Quien sí acude de vez en cuando a las asambleas convocadas por Bloques en Lucha es otro inquilino, uno de los más jóvenes. Su contrato de alquiler acaba en pocos días y prefiere no detallar la deriva del edificio estos últimos meses, por si acaso toman represalias contra él. Solo explica desde el anonimato que el fondo de inversión le ha propuesto seguir ahí con la condición de que renuncie al derecho de retracto, por el que se conoce el precio al que han adquirido su piso. “Tendría la oportunidad de saber cuánto les costó. Sé que se jactan de haber pillado todo por un chollo”, sentencia.

Nines, de la veterinaria Can Contento -unos de los tres locales junto a Bodegas Lo Máximo (el tercero está cerrado)- calcula que les ha costado alrededor de tres millones de euros la compra de 27 inmuebles, incluyendo trasteros. Un precio bastante bajo, tal y como se ha puesto la zona: según la web Idealista, la media en Lavapiés por metro cuadrado se sitúa en los 14,62 euros en el caso del alquiler y en 3239,29 euros en el de la venta, con un aumento de hasta un 40% en casas de segunda mano en los últimos cinco años. “Una ganga”, suelta esta mujer de 60 años. Ella conocía a la familia que lo tenía antes y aventura que querían quitárselo rápido y dividirlo entre los seis hijos. Así se libraban de complicaciones.

El único impedimento con el que se toparon fue la imposibilidad de completar la compra por dos pisos. El dueño y la dueña de estos, que no han querido aparecer en el reportaje, sumaban dos tercios del total de propietarios del edificio, al constar oficialmente el fondo buitre como un único titular. Por eso, arguyen los vecinos, han tejido ese entramado de varias empresas. Gracias a la división en tres entidades alcanzan la mayoría a la hora de tomar decisiones. “A mí me vinieron con buenas palabras, pero esta gente no se preocupa por nadie, solo ve números. Son un monstruo que no tiene ni venas ni corazón. No te puede fiar ni un pelo”, esgrime Nines, que despacha desde hace 22 años en esta clínica, peluquería y tienda para mascotas.

Hasta 2027, anota, a ella no pueden echarla por sus condiciones en el alquiler. Y, encima, está en trámites con una abogada para intentar comprarlo. Eso no quita que considere imprescindible luchar. “No quiero que se destroce el barrio, que se pierda. Y no tiene nada que ver con el signo político, es justicia”, dice quien nació en Palos de Moguer y se crio en Argüelles, pero ha alimentado su juventud y madurez en estas calles. “Además, mi marido está enfermo y a mí me quedan siete años para jubilarme, así que tengo que resistir sí o sí”, exclama.

Igual que Piluka y sus compañeras en la bodega, no tiene ni idea de las intenciones de este fondo buitre. “Se ha rumoreado que quieren reformar el portal y las viviendas para que sea algo exclusivo, de lujo. También se escucha que van a convertirlo en un hotel orientado a hombres homosexuales, con una piscina y bar arriba”, suspira. Ningún inquilino sabe lo que le espera a este inmueble supervisado por vigilantes de fondo buitre. Andan a la expectativa incluso esos clientes que saludan a Nines y le preguntan “¿Cuánto tiempo os queda?” entre vacunas de gato y boleros de fondo.

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