La noche en que respiramos el mismo aire que Woody Allen
El cineasta neoyorquino es un clarinetista horrendo, pero su aura basta para abarrotar la primera noche en el Botánico
Como todo genio, Woody Allen es susceptible de que algún necio le repudie. Pero ni el más feroz de sus detractores podrá negarle al gafotas neoyorquino que siempre ha sido coherente con su ideario, aunque solo sea por justificar las abultadas facturas del diván. “Mi opinión sobre la muerte sigue siendo la misma: estoy totalmente en contra”, anotó no hace tanto en una memorable nota de prensa, y los 2.000 seguidores que se citaron anoche con él en las Noches del Botánico no podríamos estar más de acuerdo. Por eso la velada acabó convirtiéndose, ante todo, en una fugaz fiesta de vida, en la felicitación colectiva de quienes se congratulaban de haber compartido tiempo y espacio durante menos de horita y media con ese hombre bajito, feúcho, miope y aparentemente desangelado que atesora uno de los cerebros más lúcidos y mordaces del ser humano occidental. Ave, Allan Stewart Königsberg.
El autor de Manhattan es cineasta, actor y escritor, pero nadie mínimamente sensato añadiría a su relación de oficios el de músico. Lo gracioso es que Allen visitaba Madrid para inaugurar la programación musical más relevante e ilustre de la ciudad, una de esas ironías de la vida moderna a la que tanta punta saca él mismo en sus largometrajes. En su faceta de clarinetista, Woody parece un personaje de Celebrity, una de tantas películas menores (y, como casi todas, encantadoras) de la última época: un fiasco, un ‘fake’, una instantánea para arañar un puñado de seguidores en Instagram. Königsberg es ese alumno torpón de Tercero de clarinete ante el que los padres de sus compañeros de clase habrían de adoptar cara de póker durante el concierto de fin de curso.
En justa correspondencia con estas singularidades, el espectáculo de Allen fue el segundo que más rápido agotó las entradas de entre las 34 noches programadas en el Botánico. Los muchos años de práctica no le han bastado al neoyorquino para aprender a soplar con competencia el instrumento, que emite unos sonidos entrecortados y afónicos, como de pedorreta asmática. Pero como el oficiante nos ha proporcionado tantas tardes de felicidad, sofás y risas, damos el tiempo y el dinero por bien empleados. Porque ese hombrecito del flequillo revuelto que se repantiga en el centro del palco es el mismo del chiste aquel sobre las ‘Variaciones Goldberg’: “creía que eran una fantasía sexual del señor y la señora Goldberg”.
Media hora antes de comenzar el espectáculo, tres chiquillas jovencísimas se retrataban frente al escenario mostrando una cartulina negra que les había rotulado mamá: “Woody Allen is the best”. Media hora más tarde, sonaron las primeras palmas en la pista para acompañar un clásico tan encantador como Down by the riverside, aprovechando sobre todo que el clarinetista apenas intervenía durante su ejecución. Es en esos momentos de inactividad cuando Woody adopta una pose de modorra, como de pública duermevela. Pero sus cinco compinches del Eddy Davis New Orleans se encargan de que el discurso no se desmorone. De que las castañas no se achicharren en el fuego, básicamente. Y de que una divertida versión de ‘Para Vigo me voy’ extienda entre las sillas el alborozo.
La parca por ahora no ha sido clemente con nadie; ni siquiera con Eduardo Punset, que quiso postularse como excepción. Nuestro amigo Allan Stewart va camino de los 84 otoños y siempre nos horroriza pensar que él tampoco obtenga el visado de la inmortalidad. Con el tiempo se nos olvidará el pequeño detalle de que toca poco, bajito y mal. Y entonces podremos hablarle a nuestros nietos o herederos legales de aquella víspera de solsticio en que respiramos el mismo aire que Woody. Vendrán otras noches a partir de hoy en el Botánico; ya, si acaso, con música.
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