Fama y basura
"Sí, lo sé. Todos los grandes hombres primero fueron ignorados; pero yo no soy un gran hombre, así que preferiría ser famoso inmediatamente". Ése es un apunte del diario de Jules Renard, escrito entre 1887 y 1910, sin duda uno de los libros más divertidos y venenosos de toda la historia de la literatura, pero también uno de los menos autoindulgentes: "Si yo tuviera talento", dice en otro de sus aforismos, "me imitarían. Si me imitasen, me pondría de moda. Si me pusiera de moda, pronto pasaría de moda. Así que más vale que no tenga talento".Sin la brillantez de Renard, los personajes de la última película de Woody Allen, Celebrity, también están obsesionados por esas cuestiones: el talento, la fama y lo que injustamente parecen ser sus opuestos, la vulgaridad o el fracaso; de manera que sus vidas consisten en ir de aquí para allá intentando vender alguna cosa o convertirse en el centro de algo. A medida que luchan, los hombres y mujeres de Celebrity -que es una especie de versión moderna de La dolce vita, de Fellini- se van volviendo más despiadados, egoístas y banales, van ganando fuerza y perdiendo escrúpulos; según avanzan posiciones, se olvidan de para qué estaban corriendo, aunque eso no les importa porque, para entonces, sus espectadores también habrán olvidado por qué les estaban mirando.
No hay la menor duda de que la parábola de Woody Allen explica, en muchos sentidos, un mundo en el que hay tanta gente que pelea por estar bajo los focos, a cualquier precio, como personas dispuestas a darles ese capricho; un mundo en que el nivel de exigencia se ha rebajado tanto y las condiciones necesarias para hacerse célebre son tan accesibles que basta con ser la hija o el hijo de alguien, el ex marido o la antigua novia de alguien para ocupar portadas de revistas y tener silla reservada en los estudios de radio y televisión.
En Madrid tenemos el ejemplo todopoderoso de Tómbola, que es el imán que atrae todas las críticas -la última, de IU, se suma a las de PSOE y PP exigiendo su cancelación-, pero también secciones fijas de muchos periódicos y espacios diarios de casi todas las emisoras, donde unos y otros, los que hablan por el micrófono y los que se lo ponen delante, ofrecen al consumidor un lote variado de los peores instintos, las pasiones más bajas y los sentimientos más vergonzosos del ser humano, esos que suelen resultar de la combinación, a partes iguales, de muy poca dignidad y bastante dinero.
Los famosos que acuden a estos platós suelen ser personas sin oficio o méritos conocidos que enseñan lo único que tienen: sus peleas conyugales, sus divorcios, sus historias de una noche, sus infidelidades y el resto de esas cosas que la mayoría de los mortales prefiere considerar la parte etcétera, etcétera de sus vidas.
Es verdad que antes de darles su cheque los insultan un poco, pero eso no parece intimidarles, porque se comportan como el protagonista de un cuento de Antón Chéjov en el que un joven llega a su casa a medianoche, herido y con las ropas desgarradas, pero feliz porque, tras ser atropellado por una carreta mientras estaba borracho en mitad de una plaza, un reportero apareció en el hospital para incluir su accidente en la columna de sucesos: "Pero ¿es que no os dais cuenta?", le grita a su familia. "Mañana toda Rusia se habrá enterado. ¡Qué feliz soy!".
Los medios de comunicación que se entregan a esta actividad se protegen del clamor tras el viejo escudo de la audiencia: no hacemos más que darle a la gente lo que la gente quiere.
Si les dices que ésa es una actitud irresponsable y carroñera, sus argumentos defensivos vienen a significar que, bueno, puede que sí, pero, al fin y al cabo, alguien tiene que comerse las vacas podridas.
Tal vez es porque ellos también se han hecho populares a base de hurgar en las miserias ajenas, igual que aquel tipo, A. J. Weberman, que adquirió cierta notoriedad en los años sesenta buscando en la basura de Bob Dylan pruebas de su traición al folk.
Ya lo ven: hace mucho tiempo que este planeta está lleno de enfermos.
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