Los ciegos que guían a arquitectos
Un grupo de voluntarios de la ONCE proyectan junto con estudiantes una escuela y les enseñan a sentir la arquitectura desde distintos puntos de vista
Alberto Fernández echa de menos cada día conducir su taxi. Se quedó ciego en noviembre de 2017 y cuando pronuncia las palabras “cada día” su tono hace que se sienta cada segundo de este casi año y medio que lleva sin ver. Tiene neuropatía óptica de Leber, una enfermedad que ataca al nervio óptico. “Solo veo luces y sombras”, resume. En los últimos meses ha tenido que reaprender lo que ya sabía y le ha cundido: lee braille, va al gimnasio (eso ya lo hacía y, como conducir, le apasiona) y quiere entrar en la escuela de Fisioterapia de la Organización Nacional de Ciegos de Españoles (ONCE).
Lo que no podía imaginar este madrileño de 27 años es que ayudaría a un arquitecto a diseñar un edificio y a eso se ha dedicado algunas tardes de este segundo cuatrimestre con alumnos de cuarto curso de Arquitectura de la Universidad CEU San Pablo. 15 estudiantes de nueve países (es la modalidad bilingüe del grado), acompañados por voluntarios de la ONCE durante su asignatura Composición Arquitectónica, han de realizar el proyecto de una escuela, sin olvidar que esto forma parte de su carrera y que el 7 de mayo presentan los proyectos por los que serán evaluados. Pablo Campos, el profesor que ideó esta manera trabajar, deja claro que no son una ONG: “Es un ejercicio académico”. Pero hace hincapié en que pretende inculcar que la arquitectura hay que mirarla desde multitud de puntos de vista, incluso desde el de a quien le falta, precisamente, ese sentido. Hay que percibirla. Uno de los objetivos de la arquitectura es facilitar la vida de las personas, sin distinción. Campos incide en que va más allá de la accesibilidad, que está reglada y solo hay que conocer la ley y cumplirla. Recalca el sentimiento, para apelar a esto en una de sus clases puso un vídeo corto en el que Zubin Mehta dirigía la Filarmónica de Berlín interpretando un fragmento de la Sinfonía nº 3 de Camille Saint-Saëns. Cuando acabó dijo: “Dos escalas, dos intensidades”.
Andrés Santa, se quedó pensando en esta frase. “Me gusta”, señaló. Este estudiante ya es arquitecto técnico y estudia para obtener el grado. Conoce de sobra la legislación en cuanto a accesibilidad y ahora está intentando conseguir lo que Campos les pide. Para él es fundamental que cada individuo sea autosuficiente, que tenga autonomía. Recuerda cómo una vez tuvo que ir a un hospital recién construido y se perdió, se plantea cómo se sentiría un ciego en esa misma situación, no concibe que en un edificio nuevo alguien se pueda perder. Trabaja para que sus construcciones siempre tengan referencias claras y que los que las habiten no se sientan desubicados. Para ello ha creado una escuela con planta en estrella, con un hall principal que sirva de punto de referencia y de distribuidor, a partir del cual se pueda llegar a cualquier lugar. “Luego habrá atajos para que no sea necesario pasar siempre por el centro del edificio, pero a eso se llegará una vez que los usuarios del inmueble lo conozcan”, explica. Santa remarca el plano con rotulador negro de punta muy gruesa para que Francisco Javier Peceroso, que es el voluntario que está aconsejándole en su proyecto, pueda distinguir las líneas, ya que tiene algún resto de visión. El estudiante se deja guiar por el voluntario, le ha hecho una sugerencia fundamental: cambiar el lugar de entrada, lo más cerca posible de la boca del metro. “Tiene todo el sentido del mundo: el camino más corto”, asiente Santa.
En los demás grupos siguen trabajando, los casi arquitectos han cambiado sus materiales habituales de trabajo por otros adaptados a ciegos o personas con discapacidad visual: las líneas de los planos no son nada finas, todo lo contrario, otros los han hecho con hilo y chinchetas para que se puedan tocar, o con plastilina para que tengan relieve. En realidad, de los casi 72.000 ciegos afiliados a la ONCE, solo uno de cada cinco no ve, a los demás les queda algo de resto visual.
Alberto también ha dado pistas a los dos estudiantes que han trabajado con él. Victor Morin, canadiense de 22 años, creía que las escaleras serían un obstáculo y ha descubierto que solo son un cambio. “Todas las escaleras son iguales, no hay problema en subirlas o bajarlas. Salvo si hay mucha gente que va deprisa, entonces sí, pero no por las escaleras, si no porque te pueden tocar y desnivelar. Por eso prefiero las mecánicas, te pones a un lado, se suben de forma más ordenada”. También le ha enseñado que el ruido ayuda. “Vivo en una urbanización y cuando pasan coches por la calle me resulta más fácil llegar del portal de mi bloque a la puerta de la calle que si hay silencio”, cuenta. Incluso se agudiza el olfato: “Los contenedores de basura cercanos a mi casa me indican que ya estoy llegando”.
Estos son los factores con los que Campos quiere que empaticen sus alumnos, una arquitectura que se siente. Anaïs Cherpion, que también ha trabajado con Alberto, recuerda una de las actividades en la que se movían por la facultad con antifaces que les impedían ver. Comparte con el voluntario la sensación de vacío que se nota cuando caminas por un pasillo y hay un hueco ya sea de otro pasillo, de un vestíbulo o de una escalera, por el eco, por el cambio de temperatura o de luz. Esto ayuda a quien tiene dificultades para ver, va más allá de los encaminamientos para los bastones o de las botoneras (cambios de texturas en el suelo en forma de líneas o de pequeños círculos). Fernández recalca de las ideas de Cherpion que ella utiliza pequeños detalles que proporcionan belleza para convertir el espacio en más transitable. Por ejemplo: los rodapiés, si son de un color que contrasta con la pared y el suelo les sirven de guía. ¿Quién le iba a decir a él o a Anaïs que alguna vez le darían importancia a un rodapié?
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