Un juicio agotador
La sentencia probablemente no contentará a casi nadie y serán interminables las páginas de crítica jurídica y extrajurídica
El juicio del procés es un juicio extraordinario y trascendental por muchas razones. Para los juristas es extraordinario por su complejidad jurídica. Es más que discutible, jurídicamente, la apreciación de una violencia suficiente y planificada como instrumento esencial para alcanzar la secesión. Es problemática, procesalmente, la pragmática fragmentación en sumarios distintos para perseguir una única presunta rebelión, en contra del mandato de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (“cada delito dará lugar a la formación de una única causa”).
Para la opinión pública el juicio del procés es trascendental por su innegable significación política. Quizá por esta razón, y no por la complejidad jurídica, se ha decidido su íntegra transmisión televisiva en directo. Es un encomiable ejemplo de transparencia. La opinión pública puede juzgar al tribunal, a los acusados y acusadores, a defensores y testigos. Puede juzgar al juicio en su totalidad, y formar sus opiniones.
Obviamente casi nadie tiene interés, tiempo y paciencia para ver todas las sesiones de mañana y tarde. Pero, sin embargo, casi todo el mundo se forma una opinión más o menos definitiva por lo que haya podido o querido ver, por las imágenes que acaba de contemplar de la fiscal, o del fiscal, del abogado o de la abogada, por el tono de sus intervenciones, por la credibilidad que le merece este o aquel testigo, y finalmente según lo que espera o desea observar en la imagen televisiva en favor o en contra de los acusados y acusadas. Esta opinión nacida de ocasionales observaciones, y de previos criterios y sentimientos, suele convertirse en opinión definitiva, en juicio personalísimo inapelable. Por eso no es extraño que, con lo que llevamos de juicio, prácticamente nadie haya cambiado su parecer inicial. Los mismos que antes decían que ha habido un golpe de estado, lo dicen tras la prueba hasta ahora practicada. Los mismos que antes del juicio decían que sería una farsa, lo siguen diciendo, y quienes pensaban que la condena está ya decidida, no han cesado en su sospecha.
El juicio no es una farsa. Se está desarrollando con una encomiable normalidad formal. El presidente está dirigiendo el juicio con constantes explicaciones de sus interrupciones, lo cual está muy bien, es totalmente infrecuente y es más de lo que exige la ley. Estas explicaciones podrían interpretarse como voluntad didáctica para el gran público de TV, o como mirada de reojo a Estrasburgo. El intervencionismo del presidente, en ocasiones excesivo y sobreactuado, no siempre es acertado o equitativo, y genera sensaciones de agravio comparativo, como cuando advirtió del posible delito de falso testimonio a un joven informático sospechosamente desmemoriado sin haber hecho la misma advertencia anteriormente por otra sospechosa desmemoria similar de Rajoy y de Sáenz de Santa María.
No hay datos objetivos para afirmar que la condena está ya decidida. Otra cosa es que los magistrados del tribunal son ciudadanos que forman parte de la normal pluralidad cultural e ideológica de una sociedad democrática. En el seno de esta pluralidad, y a lo largo de su dilatada experiencia profesional, han formado sus criterios técnico-jurídicos y se han pronunciado en otros muchos juicios sobre el concepto de violencia, sobre cómo valorar la credibilidad de los testigos, sobre los requisitos para la apreciación de la desobediencia; en fin, sobre conceptos jurídicos y probatorios que aplicarán en este juicio.
Sin embargo, aunque no hay datos objetivos para afirmar que el tribunal ya haya decidido la condena, es comprensible que los procesados presos y sus simpatizantes tengan una apreciación subjetiva bien distinta. La decisión del tribunal de mantener la larga permanencia en prisión preventiva de casi todos los procesados en este juicio es una decisión con innegable soporte legal, aunque, en todo caso, cabe calificarla como medida cautelar excesivamente severa. La ley también ofrece otras medidas cautelares alternativas con las que asegurar la presencia de los acusados en el juicio evitando la desmesura de la prisión, y el tribunal no ha estimado conveniente servirse de ellas. Es razonable que desde la perspectiva de los acusados esta severidad cautelar del tribunal se interprete como un sospechoso indicio de parcialidad, como si ya hubiera empezado a condenarles antes de acabar el juicio.
Este juicio interminable y agotador acabará algún día. La sentencia probablemente no contentará a casi nadie, y serán interminables las páginas de crítica jurídica y extrajurídica. Esperemos que los magistrados sepan despejar las sospechas de parcialidad de los acusados y sus simpatizantes, por el prestigio de la justicia y, sobre todo, porque es imprescindible para la futura pacífica convivencia.
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