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REPORTAJE

La experiencia, nuevo tratamiento para la salud mental

Una asociación de Alicante contrata a dos enfermos recuperados para que lideren grupos de apoyo y aporten sus conocimientos

Rafa Burgos
Chus, con Modesto, al fondo, durante una sesión.
Chus, con Modesto, al fondo, durante una sesión.Pepe Olivares

Modesto y Chus reciben uno a uno a los miembros de un Grupo de Apoyo Mutuo (GAM) del que son responsables. Los conocen a todos, los saludan por su nombre, los abrazan, besan o chocan sus manos. Son una veintena de personas. Poco a poco, van acomodándose en las sillas de la amplia y luminosa sala, dispuestas en un círculo cuyo centro ocuparán Chus y Modesto, una vez que estén todos sentados. Todos los integrantes de este grupo están diagnosticados con alguna enfermedad mental. Modesto y Chus, trabajadores contratados de la Asociación para la Defensa e Integración de las personas con Enfermedad Mental (Adiem), también. Ambos padecen un Trastorno Límite de la Personalidad (TLP).

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Tanto uno como la otra forman parte del proyecto Goreprovi, desarrollado por Adiem en sus cuatro sedes repartidas por la provincia de Alicante. Según Francisco Canales y Nuria Díaz-Regañón, gerente y psicóloga de la asociación, respectivamente, se trata de “una apuesta por dar voz y protagonismo a los verdaderos expertos en salud mental, los propios usuarios de recursos de rehabilitación psicosocial y sanitaria”. La finalidad es “apoyar y orientar a aquellas personas que están empezando su proceso de recuperación tras un diagnóstico de enfermedad mental”. “Es un proyecto transversal a toda la entidad”, explica Canales. Modesto y Chus participan en todos los servicios de la casa. Incluso dan charlas fuera, en institutos, universidades y asociaciones de padres.

“La conexión emocional entre personas que han vivido una situación similar es mucho más potente que si media un profesional”, asevera Canales. De las charlas iniciales, han pasado también a “la acogida de la gente que viene por primera vez a acceder a nuestros recursos”, indica Díaz. Su presencia facilita la “adhesión a los tratamientos”. “Los nuevos usuarios se encuentran con alguien que les trata de igual a igual”, continúa la psicóloga, “alguien que sabe lo difícil que es hablar de la enfermedad”. Así, Modesto y Chus se sienten “superútiles”. Y el contrato “les dignifica, afrontan sus necesidades básicas sin ayuda de terceros”.

A ninguno de los dos les ha resultado fácil llegar hasta este puesto. Modesto Cidoncha (Lieja, 1970) ya tenía “problemas de comportamiento y agresividad” antes de los 19 años, cuando su familia decidió regresar a España desde Bélgica. Al llegar, comenzó a trabajar en el sector de la hostelería, donde fue demostrando su incapacidad para someterse a la autoridad, viniera de donde viniera. “Hice el servicio militar en Zaragoza”, recuerda, “y me pasé seis meses en los calabozos por mala conducta”. “Todos me decían que debía ir al psicólogo, pero yo lo veía como uno de esos manicomios antiguos de las películas en los que te atan y maltratan”. Él no tenía conciencia de estar tan enfermo.

Sin embargo, su agresividad no hacía más que crecer. Incluso en el ámbito familiar. Así que, con 22 años, se convirtió en un ermitaño en Cazorla, donde pasó unos meses viviendo solo. “Me llevé sedal, ropa y unos machetes”. Comía de lo que pescaba y algo de caza. “Hasta que me sentí recuperado”, señala, “y decidí volver a la civilización”. Fue en ese momento cuando decidió dejar de consumir todo tipo de drogas, desde cocaína y speed, hasta peyote”. “Lo dejé todo, menos el hachís, que me daba sensación de libertad”.

Posteriormente, probó el sector del transporte y se convirtió en camionero por toda Europa. “El trabajo me gustaba, pero hay veces que las empresas se comportan como mafias y tú conduces de más y descansas de menos”, asegura. Y la situación no hacía más que alimentar su “rebeldía”. Con el fin de “hacer recorridos más cortos para poder descansar”, decidió dejar el transporte internacional y pasar al local. “Pero un día”, relata, “me pasé 36 horas conduciendo para cubrir un refuerzo”. Y estalló. En 2008, estampó el camión contra las paredes de la fábrica en que trabajaba. Los dueños, un grupo familiar, intentaron agredirle. “Por suerte, un policía pasó por allí y medió”, evoca Modesto, “me aconsejó visitar a un médico porque decía que estaba muy alterado”.

El panel del grupo, donde sus miembros escriben sus mensajes e impresiones sobre la terapia de apoyo.
El panel del grupo, donde sus miembros escriben sus mensajes e impresiones sobre la terapia de apoyo.

Modesto pasó un año en casa, sin salir. Pero, poco a poco, los psicólogos de la sede de Torrevieja (Alicante) de Adiem consiguieron recuperarle. Hasta ha dejado de consumir hachís. Más o menos, el mismo trayecto seguido por María Jesús Rodrigo (Burgos, 1966), Chus, quien acabó al cuidado de la asociación después de haber pasado por la anorexia, la bulimia, la ansiedad y la agorafobia desde los 18 años. “Me he pasado toda la vida en ambulancias”, se lamenta, “y la única solución que me daban los médicos eran las pastillas, me daban un par de trankimazines sin contar conmigo”. “En los hospitales, lo único que hacían era engordarme como a los cerdos”, insiste. “Primero llegué a pesar 36 kilos, era un esqueleto viviente”, cuenta. Después, llegó a “dejar sin comida” a sus padres por la bulimia, que la obligaba a “vomitar sin parar, hasta sangre”.

Ella no era consciente de su delgadez extrema. “Con la anorexia, los espejos se vuelven como los de las ferias, yo me miraba y la percepción era de que mis caderas aumentaban”, dice. Como no comía, su cuerpo le pedía “algo”. Y ella sustituía las proteínas y vitaminas “por alcohol y drogas”. “También era una desbocada con el dinero”, reconoce, “iba de compras compulsivamente, era un monstruo, me sentía como un monstruo”. Tras sufrir una braquicardia y después de que los médicos tardaran ocho horas en reanimarla, en 2006 comenzó un periodo de dos años en los que se encerró en casa y desarrolló la agorafobia. “Solo hablaba con la perra, no quería saber nada de nadie, no podía ni salir al balcón”, relata, “ni me levantaba de la cama, ni comía, ni me aseaba”. “Se me olvidó hasta hablar”, confiesa.

Su condición de mujer agravaba, además, la situación. “Con un hombre no pasa lo mismo, nosotras llevamos la carga familiar de casarnos, tener hijos y cuidar una casa, tienes el doble de presión pese a estar enferma”, denuncia. La intervención de los psicólogos y la ayuda de sus padres la salvaron. Progresivamente, fue aceptando el tratamiento hasta acabar en una vivienda tutelada, donde “empecé a coger la carne y a cocinar”. Le dieron las llaves de su casa “y ahí empecé a madurar”. “Ahora sé lo que soy, conozco mis síntomas, sé que no soy un bicho raro”, declara. De monstruo, ha pasado a “marujilla”, suelta, con una carcajada.

Tanto Modesto como Chus firmaron sus contratos laborales hace un año. Ahora ponen su experiencia al servicio de otras personas con enfermedades mentales “para que los demás no tengan que pasar lo mismo”, dice Chus. “El GAM es un grupo donde se puede hablar, donde la gente se suelta, donde nadie te juzga ni se ríe de ti”, apunta Modesto. Ningún profesional les acompaña. Y solamente hay una norma, “la confidencialidad”. Nada de lo que se comenta durante la sesión atraviesa la puerta de salida. El aforo se ha duplicado, de diez personas que asistían el año pasado, se ha pasado a veinte. La reunión en la que reciben la visita de EL PAÍS da comienzo. Tres usuarios solicitan no ser fotografiados, pero todos hablan sin importarle la presencia de periodistas. Modesto y Chus les preguntan y les aconsejan. “Saben que no están solos”, afirma Modesto. “Por donde pasan ellos, nosotros ya hemos estado”, zanja Chus.

Los asistentes al grupo de Adiem.
Los asistentes al grupo de Adiem.

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