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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

No es la libertad de expresión

Es la confrontación entre dos síndromes perturbadores, el autoritario de la censura y el totalitario del control social

Lluís Bassets
Lazos amarillos colgados en el espacio público en Ullastrell.
Lazos amarillos colgados en el espacio público en Ullastrell.Cristóbal Castro

No es la libertad de expresión lo que se juega sino el control del espacio público. La libertad de expresión puede salir muy perjudicada, como ha ocurrido con muchas otras cosas. Sufrirá, como ya ha sufrido el conjunto de las libertades políticas y no sólo las de una parte, como algunos quieren hacer creer, sino las de todos, con los recortes por las actuaciones ilegales de los unos y los excesos legales de los demás.

Hay unos que nos venden la idea de que colgar o pintar lazos amarillos en cualquier tipo de espacio, oficial, público o incluso privado, un bar o un restaurante, es un derecho sagrado que todos los demócratas deben defender, y con mayor razón si se hace, como es el caso, para protestar por el encarcelamiento de los políticos presos. En nombre de la libertad de expresión y la autodeterminación de Cataluña, naturalmente.

Ante todo hay que decir que no todo es lo mismo y no todo vale. Los símbolos de parte, divisivos, están muy bien en las solapas y en las casas, pero no deberían tener cabida en los edificios oficiales, en las instituciones y en las propiedades públicas. Ahora harían muy bien quienes sacan lazos amarillos de las calles a dedicarse antes a protestar y combatir por el uso de las instalaciones de todos, pagadas por todos, para la propaganda sólo de una parte contra la otra.

La libertad de expresión es de los ciudadanos, no de las instituciones, y por tanto lo que está en juego con los lazos amarillos en los edificios oficiales es sólo una exhibición obscena de control partidista y del uso de las instituciones para favorecer la causa independentista, cosa que no tiene nada que ver con las libertades ni con el servicio a los ciudadanos que las mantienen con sus impuestos.

El caso especial, y que requiere un poco más de atención, no son ni las instituciones, que deberían ser neutrales, ni las propiedades privadas, que deberían ser respetadas y de libre disposición por quienes son sus titulares, sino los espacios públicos compartidos, las plazas y calles, las carreteras o las playas. Ahí radica la cuestión más angustiosa de la guerra amarilla en la que estamos ahora inmersos. En lugar de dedicar los espacios compartidos a promover el debate y la controversia propios de la democracia, que es la función que deben tener este tipo de espacios, los estamos dedicando a una confrontación que sólo admite dos posiciones: poner lazos amarillos o quitarlos.

De toda forma, sería mejor no engañarnos respecto al origen del problema. Los responsables del disparate son los que ponen lazos en los espacios públicos, después de abusar de su control de las instituciones y en ocasiones de utilizar su fuerza intimidatoria para ponerlos en espacios de todos o incluso privados sin pedir permiso. Los lazos amarillos no cuelgan tan solo de ayuntamientos, consejerías, bibliotecas, o escuelas, sino que también están pintados en muros, pavimentos, buzones, coches y camiones, mobiliario urbano y quioscos, murallas romanas, montes y acantilados y, a menudo, sedes de partidos e incluso coches de los antiindependentistas.

Primero se apoderaron del lenguaje, diferenciando entre soberanistas y unionistas, nosotros y vosotros; luego, de las instituciones, convirtiéndolas en instrumentos al servicio de su proyecto partidista; y ahora, del espacio público, que es como decir de Cataluña, para convertirla en propiedad privada de los independentistas con exclusión explícita de los que no lo son o incluso de los que no están de acuerdo con la vía expeditiva, unilateral e ilegal para conseguir el legítimo objetivo de la independencia. Embadurnar de amarillo los espacios públicos es una forma de señalar quién es el propietario y de excluir a quienes se señala como ajeno, extranjero o incluso colono respecto a la comunidad política catalana.

Todo esto, hay que reconocer, ha sido planificado con una gran y perversa inteligencia. Los dirigentes del procés son muy listos, aunque luego demuestren un talento muy limitado a la hora de analizar y calcular con realismo la correlación de fuerzas. Y la reacción de los enemigos del Proceso ha sido exactamente la que esperaban, de una estupidez de la misma envergadura. Quitar lazos amarillos es reivindicar la libertad de censurar, no de expresarse. Hacerlo de noche, con la cara tapada o disfrazados de descontaminadores, es un regalo impagable al independentismo.

No se pueden prohibir los lazos amarillos. No se puede ordenar a ningún policía que impida ponerlos. Ni tampoco sacarlos, claro que no. Tan ridículo es Torra cuando llama a combatir los que los sacan como Rivera cuando hace lo contrario. ¡Vaya debate político nos proponen! Es una competencia empobrecedora entre el síndrome autoritario de la vieja censura, anterior a los valores ilustrados, y el síndrome totalitario del control social del Gran Hermano, bien acorde con la política digital contemporánea. Nada más normal que se abstengan de entrar en este tipo de confrontación binaria los que tengan una idea algo más noble de la política y de Cataluña y algunas cosas un poco más matizadas y complejas a discutir con sus conciudadanos.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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