La carne cruda (y el pescado)
Tartar y carpacho son mapas de los territorios de los ‘carnívoros’, dos banderas manifiestos de las preparaciones canónicas de las ‘crudités’ no vegetales, ni de los ritos japoneses
Comer carne cruda es un atrevimiento gastronómico, una opción personal y un poco singular. No forma parte de un ritual ajeno al mero placer en la mesa ni está prescrito para ser convicto sectario de una dieta alternativa o parte de la militancia de los credos mágicos y del primitivismo de secta neopaleolítica.
El dominio del fuego creó la cocina y consolidó la cultura de los humanos también. Masticar los tejidos musculares de los animales sin castigarlos antes en las llamas, en la plancha caliente, en el aceite humeante, asarlos en el vientre del horno o cocerlos lentamente en agua o caldo, quizás es parte de uno de las curiosidades gastronómicas en minoría.
Tener carne (hecha) no era para nada habitual en la mesa hasta mediados del siglo XX entre las clases populares y medias del sur de Europa. Sin embargo, la cata alternativa, sin cocinar, al natural, de las piezas nobles de los animales muertos, es antigua y además documenta paladares contemporáneos; viene de lejos pero se mantiene como una opción de club, de individualidades.
Marco Polo, de Venecia, gran viajero entre los siglos XIII y XIV, en sus diarios de rutas de lejanías, reseña a ‘indígenas’ de lugares exóticos que comían todas las bestias en crudo, sin más elaboración o disfraz pero que los señores —el poder, los jefes— aliñaban las carnes con especias y ajos.
A la primera elaboración de la carne cruda transportada a la modernidad de restaurantes lo denominaron “steak tartar” porque se asimiló el origen en los pueblos asiáticos, a los mongoles, quién sabe. El nombre y la cosa remitían a una leyenda, los jinetes que reblandecían su ración de carne cruda debajo la silla del caballo con el que galopaban todo el día.
La carne, bistec o cualquier rincón selecto de bovino, trinchado al mínimo pedazo, condimentado, algunas salsas, sales y especies y la yema de un huevo es, más o menos, el tártaro canónico. Resultó de lo más moderno en la conquista selecta de partidarios del mordisco curioso. El roast beef, apenas asado, es un paso fronterizo muy considerable, un bocado de transición del corazón rojo/rosado crudo con la periferia marcada, cerrada a fuego.
Más cercano en el espacio y el tiempo, más fácil por los escrupulosos, es el consumo del carpacho (láminas casi transparentes de lomo de ternera, cortado a máquina casi en un punto de congelación), un cuadro que se completa con queso, rúcula o alcachofa, aceite, sal y mostaza... Tartar y carpacho son mapas de los territorios de los carnívoros, son dos banderas manifiestos de las preparaciones canónicas de las crudités no vegetales ni de los ritos japoneses tan en boga.
Acaso probar y valorar igualmente el pescado, los moluscos y mariscos sin transformarlos al calor, al agua hirviendo en los caldos de resonancias volcánicos, da una idea cierta del qué es el sabor y textura natural, pura, de los frutos de la mar. Es moda selecta desde antes de la japonización transversal, implacable, muchas veces en manos de chinos, que monopoliza los cocina popular urbana y elitista del Mundo.
La cata iniciática de la carne cruda, el primer tartar, seguramente se recuerda, donde y con quién fue el estreno del entrecot, bistec, solomillo (o el pescado) sin vestuario hecho al fuego ni a salas.
El gesto de encanto, el reto de complicidad radical quizás fue invitación a ser valiente, a descubrir, el ir contra la propia tradición y educación: comer carne cruda, a probar el cuerpo triturado del animal no es fácil, es un acto de complicidad con quien te acompaña y emplaza.
Así la vida, una cultura privada compartida en la mesa también: primero el reto del tartar en Palma, después las ostras en Arcachon, la fondue de carne de caballo en Suiza, el carpacho en Venecia o el tartar de pescado y caviar del Orotava de Barcelona, que el señor Luna apellidó Cogonoff. Allí, en el restaurante que ya no existe —como casi todo— el poeta Salvador Espriu dejó escrito su único ripio y el pintor Joan Miró dejó la carta dibujada. Miró hacía pillerías de viejo con sus nietos David y Emi, que le pasaban bajo los manteles una ración mayor de la que su mujer Pilar Juncosa le adjudicada. El escritor Guillem Soler fue testigo y cómplice.
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