Huevo, patata, isla
Habitar una isla quizás es cuestión de provisionalidad emocional y supone apreciar y dudar permanentemente de la tierra/madre, de la propia experiencia
Una isla también remite a la imagen de un huevo, un todo y nada, total, potente, misterioso, hermético y frágil, un continente cerrado —de un solo uso inmediato— con reservas temporales.
Explicar un territorio isleño es también probar con mínima perforación de la cáscara un huevo pasado por agua o hervido, abrir el qué, explorar el gozo de una propuesta de alimento, la subsistencia.
El huevo es un apunte, fuente de nueva vida o de sacrificio. El tiempo de reserva no es intemporal, hay que usarlo/comer con fecha de caducidad. Así las patatas, posiblemente, son islas escondidas que nacen en los subterráneas de la isla y una patata es el territorio que se multiplica a si mismo.
Algunos islómanos pueden sentirse privilegiados por ver el cielo casi siempre con el color de la mar, un sol blanco que se torna de bronce viejo y color calabaza al nacer y morir escandaloso en el horizonte.
La cata de la vida, el gesto de los ojos, gira sobre las piedras y los muros. Y el gesto insularista es ahorrarse una mirada aburrida de una tierra sin fin, también compactada en callejones, murallas, conventos, iglesias y calles estrechadas para preservar la intimidad y el solar global.
Algunos humanos aislados no tocan la isla con los pies pero están agarrados a la roca que los imanta a su suelo y dispara al Mundo. Ninguno se ajusta a los modelos de interpretación de perfiles y sectores sociales de guías y manuales; en cualquier caso nadie conoce a todos habitantes, ni habló con ellos uno por uno, para hacerse con el molde universal del concepto.
La mayoría de los habitantes isleños, observados, leídos y escuchados, no se cansa de su espacio y experiencia. Seguro que sienten incómodos con las muchedumbres externas y de los mismos nativos multiplicados en masa; hay impedimentos, un deseo de una autocrítica implacable en el intento de probar y mascullar, para amar y lamentar su territorio.
Habitar una isla quizás es cuestión de provisionalidad emocional, supone apreciar y dudar permanentemente de la tierra/madre. Hay que mirar los deslindes de la propiedad moral, las posesiones, negar los misterios y veredas de aquello que conforma la propia piel exterior, una fisonomía del alma, el decorado móvil del teatro de los argumentos la vida.
Una isla, son muchas cosas vistas y nada nuevo. Hay tantas islas como miradas permita la memoria directa o la imaginación. Una isla es también donde no hay la mar, donde nace y muere todo. La historia habitual es la construcción del mito local y la destrucción de las leyendas.
La ciudad envejecida encanta en los capitales nórdicos. Los desiertos interiores y el litoral se asemejan poco a las llanuras de los llibrotes y revistas apologéticas, que ignoran ámbitos y crónicas de gente común. El teatro de ópera de la sierra de Tramontana es tan bello como complicado. Entre planas y montículo, topas coches, asfalto, casi ningún animal de fuerza, carne o leche, no hay labrador a la vista.
Sí hay molinos, casas viejas y grandes novedades, y escombros, paisajes derrumbados y maravillas naturales sostenidas en generaciones más las leyes democráticas de protección de la naturaleza de los 90, del siglo XX.
Hay manifiestos sorpresa, una torre solitaria, cuadrada encarada a los grandes vientos, de piedra tostada, gigantesca. La de Canyamel en Mallorca que es como un icono, un espejismo en el llano. Es una fortaleza donde asan al ast rusteixen lechonas autóctonas. En la Torre exponen pintores de vanguardia (Rafael Joan, Dolors Sampol, Joan Bennàssar, Joan Costa ) y hay festivales musicales de verano.
La narración de la torre y del circuito de atalayas de defensa de la costa de las islas contra el pirata (hasta bien entrado 1800), está explicada en un vídeo de Lluis Casasayas, un gran cineasta escaso, raro, autor también de una cinta modélica que resucitó al coreano Ekithai Ahn y el Orquesta Sinfónica a la Hora D de IB3.
A unos kilómetros de la Torre/posesión hasta la orilla del mar se ve la boca de las cuevas de Artà que son de Capdepera, lejos del agujero del ‘pueblo' que se comió los pinares del Hayyat Cap Vermell, en el mismo litoral de Canyamel.
En la costa preservada hay una dispersión de algunas casitas/hotel y una casa casa de veraneo señorial del siglo XX casi de película americana. Es el rastro y propiedad de generaciones de los hermanos Morell dels Olors que preservan y gestionan la herencia. Can Simoneta y las casas nuevas con vocación de carácter y poco impacto, Pleta de Mar, tienen el trazo de la discreción de Tomeu Esteva y na Mariona Nicolau. El balneario literario está en las aguas termales de la Fontsana cerca de Trenc, en Campos.
En el corazón de un convento de Palma, el de la Misión, existe un hotel minimalista donde nació la marca Torre de Canyamel. Con spa de catacumbas y corredor de celdas y capilla integradas, es la hostelería de lujo y espacios de firma fina de Toni Esteva (y Rafael Balaguer antes). Allá, un día, una persona rompe con una cucharilla el caparazón de un huevo pasado por el agua. Abre una ventana al huevo para mojar pan y/o tomar a cuchara. La excusa es un oficio de reflexión.
En tiempo de austeridad y/o miseria los payeses se guardaban los huevos de las gallinas para venderlos o intercambiarlos con productos de uso común y necesidad, procesados, (azúcar,arroz y aceite). Un huevo era un valor de uso y de intercambio. Capital y circulante, un placer (lujo) que no desperdiciaban en sus mesas los agricultores.
El huevo pasado por agua es una no cocción, una comida no cocinada, una cierta frivolidad. Obviamente no tiene recetario incunable ni cocinero titular. La clara tiene que quedar apenas cuajada y la yema roja cremosa casi intacta. Es una tentativa de comer. Este huevo raro, casi liquido, solo se hace con fuego furioso pero en un tiempo mínimo, concreto. La yema es la salsa natural de todas las cosas.
El huevo del convento fue así ‘pasado’ por agua caliente, hirviendo rabiosamente un instante. El tiempo justo tiene que ser la pausa de una oración, el minuto o poco menos que se tarda al rezar un padrenuestro, para los huevos hervidos (duros) hace falta un credo o una salve.
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