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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Rehacer vasos comunicantes

Ya casi nadie parece acordarse de la hegemonía pujolista, de los tripartitos y el pacto del Tinell o de la incompetencia de Artur Mas

Saura, Maragall i Carod-Rovira tras el Pacto del Tinell.
Saura, Maragall i Carod-Rovira tras el Pacto del Tinell.Carles Ribas

El largo y aún inconcluso avatar del independentismo catalán ha deteriorado mucho los vasos comunicantes entre Cataluña y el conjunto de España. Tardarán tiempo en rehacerse. Desde luego, no parece factible hasta que sean reconstruidos los vasos comunicantes en la propia Cataluña. Sin dramatizar, son manifiestas las tensiones –sociales y económicas– provocadas por la aceleración del procés y la rotura de la ley por parte de Carles Puigdemont. En estas circunstancias, con las imágenes de los últimos acontecimientos en la retina, puede parecer una hipótesis excéntrica especular sobre un independentismo en la legalidad que sepa gobernar sin polarizar, con sentido institucional inclusivo.

Es paradójico que una sociedad en parte tan seducida por los anclajes simbólicos de la nación ideal –inventada o inducida– sea a la vez capaz de tanta desmemoria respecto a su pasado inmediato. Dada la incontinencia de los manuales escolares se comprende que la Transición democrática, el retorno de Tarradellas, la adhesión tan mayoritaria de Cataluña a la Constitución de 1978 y al estatuto o el papel único de la monarquía hayan sido postergados, pero tampoco ya casi nadie parece acordarse de la hegemonía pujolista, de los tripartitos y el pacto del Tinell, del segundo estatuto autonómico -salvo como causa de agravios insolubles-, de la incompetencia de Artur Mas, de los graves casos de corrupción o más recientemente del atentado jihadista en las Ramblas. El independentismo, en lugar de ser una recuperación del pasado, se propuso ser un borrón y cuenta nueva: en definitiva, la negación de la Historia. La nación imaginaria se fragua en el negativismo de los siglos de vida hispánica en común, el calibre competencial sin precedentes de la autonomía actual, el mercado interior o las ventajas de estar en la Unión Europea por ser parte de España.

También pudiera ser que quienes ven en Carles Puigdemont un jefe épico, alguien exiliado por un Estado colonial o el mártir de una causa traicionada comiencen a olvidarlo dentro de poco. Quedará un remanente monolítico de emocionalismo independentista pero con quiebras estratégicas y un sector muy radicalizado. De ser así, ¿cómo gestionar institucionalmente una sociedad que se siente dividida sobre su futuro? Rehacer los vasos comunicantes que han existido en Cataluña incluso en sus fases más conflictivas no puede ser imposible. Eso sería aceptar el determinismo nacionalista y los postulados de un victimismo de alto voltaje. Pero ni un retorno al catalanismo clásico ni el logro de una tercera vía parecen hacederos a medio plazo. Cataluña ha entrado en una fase intensa de insatisfacción en uno u otro sentido, de frustración antagónica, de energías diseminadas en nombre de un imposible. Considerar que nuevos lideratos independentistas puedan -aunque quisieran- conciliar lo fragmentado no es realista. La voluntad de reconciliación, sin renuncia a las posiciones de cada uno, es algo que solo puede proceder de la sociedad, de su capacidad de suturar malentendidos y de llegar a consensos semánticos, aunque sea con una arquitectura de mínimos. Como ciencia-ficción, un acuerdo de mínimos sobre la escuela y sus usos lingüísticos sería un buen comienzo, lo mismo que garantizar el pluralismo de los medios de comunicación autonómicos pero para el nacionalismo maximalista esas son concesiones imposibles porque obstaculizan la vertebración del Estado ideal por mucho que correspondan a la Cataluña real.

Aún dividida y afectada por fricciones de calado, la sociedad catalana puede -como en otros momentos históricos- protagonizar la política, su propio futuro. Pero que la política asista a ese giro no encaja con el clientelismo, el cálculo electoralista o el corto plazo. No conviene a las élites extractivas que llevan años haciendo del nacionalismo un "modus vivendi" excluyente. Al nuevo gobierno de la Generalitat -previsiblemente independentista- le tocaría dibujar en el mapa un punto de partida que sea compartible por todos los ciudadanos de Cataluña. No es una cuestión de corredor mediterráneo, infraestructuras o reforma de la financiación. Eso va por otro camino. Aunque sea posible pero improbable, urgiría desactivar campos de minas, reducir aristas, llevar la confrontación al contraste de argumentos. Y, con mesura, también de sentimientos. Eso pasa por convertir las instituciones catalanas en árbitros y no en jugadores que se saltan el reglamento a mitad del partido. El incentivo más a mano es que así a Cataluña siempre le ha ido mejor. El fracaso de Puigdemont puede ser un inicio pero eso ya es política-ficción.

Valentí Puig es escritor.

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